IRLANDA, PUNTO DÉBIL DEL PODER INGLÉS DEL SIGLO XVII. Por Víctor Manuel Galán Tendero.
Las monarquías autoritarias de la Europa de comienzos del siglo XVII se enfrentaron a desafíos comunes, como los de la rebelión de territorios poco favorables a su autoridad. La de Jacobo I de Inglaterra se encaró con el dominio efectivo del reino de Irlanda, y en 1614 se presentó un incisivo memorial en el que se exponía la preocupación por su situación.
Se sostenía que en los reinos conquistados, como el de Irlanda, el tiempo era el que unía al conquistador y al conquistado. En verdad, los ingleses menospreciaban a los irlandeses como bárbaros hasta hacía poco, pero los matrimonios mixtos, los viajes de los irlandeses fuera de su isla como soldados o políticos, y la afluencia de nuevos pobladores ingleses y escoceses habían limado tal percepción.
A los recién llegados, sin embargo, se les consideraba enemigos de los naturales, so capa de la religión. Se formó así una imperfecta unión, dañina para la autoridad. Si las antiguas rebeliones eran por motivos familiares o particulares, como no someterse a la ley, sin arriesgar la fidelidad de las ciudades o de los antiguos pobladores ingleses, ahora existía un peligro mucho mayor, atizado por la religión y las plantaciones o colonizaciones forzadas.
Se apuntaba que Irlanda contaba con una juventud numerosa y adiestrada en las armas por sus servicios en el exterior. Los naturales habían aprendido destreza política, y declararían cuando conviniera una rebelión bajo capa de religión y libertad, arrastrando incluso a los antiguos ingleses y gentes de las ciudades.
Conocedores en carne propia del poder del rey de Inglaterra, buscarían ayuda exterior. Los planes del conde de Tyrone causaban inquietud, particularmente cuando pensaba reunirse con el arzobispo pontificio de Dublín, pensionado con trescientos ducados por Felipe III y presente en Lovaina. Llegó a negociar en la misma España con el astuto y anciano Tyrone. Aunque tenía difícil concitar las simpatías de las ciudades y de los acaudalados, podía atacar con un ejército extranjero. Se desatarían de esta forma unas verdaderas vísperas sicilianas en Irlanda contra los dispersos ingleses y escoceses recién llegados.
En verdad, nadie parecía apoyar los irlandeses contrarios a Jacobo I, pero el Papa, el rey de España y los archiduques de los Países Bajos daban motivo de preocupación a más de uno. El de España era nada más que un enemigo reconciliado, dispuesto a la menor ocasión contra el defensor del Evangelio. Las plantaciones en Bermudas o Virginia le podían suministrar motivos de ruptura. Se planteaba que Irlanda pudiera caer igual que Navarra en manos del rey de España, por concesión papal, con el envío de unos diez mil soldados de infantería. Las fuerzas y castillos de Jacobo I no aguantarían la embestida. Tampoco Dublín resistiría una rebelión general.
La recuperación del reino de Irlanda sería tan costosa como la de Normandía o Aquitania en el pasado. Se responsabilizaba a los jesuitas irlandeses de animar a los arrogantes españoles, ya que el ejemplo de las Provincias Unidas los había convencido que se podía conquistar Irlanda y desgastar a una Inglaterra incapaz de volverla a poseer.
Entre tanto temor, se concedía que Felipe III no deseaba una guerra abierta, por mucho que el conde de Tyrone pudiera retornar con bríos. Se recomendaba estar prevenido, alzando ciudadelas en Waterford y Cork para contener a los naturales, y aprestando compañías para ser transportadas con rapidez en caso de necesidad. En verdad, España no emprendió ninguna campaña en Irlanda, pero los irlandeses no dejaron de estar en el centro del torbellino político del siglo XVII.
Fuentes.
109- Biblioteca del palacio de Lambeth.