IDEAS DE LA REALEZA BABILONIA. Por Víctor Manuel Galán Tendero.
Los reyes de la antigua Mesopotamia esgrimieron un poder de naturaleza compleja, más rico de lo que puede parecer a primera vista. Hammurabi, el consumado legislador, nunca pretendió ser un dios en el mundo de los humanos, sino un príncipe escogido por las divinidades. Se diría, pasados los siglos, por la gracia de Dios. Los grupos dirigentes babilónicos concibieron el mundo de los dioses como una verdadera corte celestial, que se reflejaba en el más acá. Por voluntad de los dioses Anum y Enlil, el primogénito de Enki, Marduk, fue el soberano de los humanos.
Hammurabi, por ende, debía contentar el corazón de Marduk, que le encargaba la administración de justicia, mostrar el buen camino a las gentes, difundir la verdad en la lengua del país y fomentar el bienestar de las gentes. Con independencia de los consejos que pudiera recabar o debiera tomar, el monarca concentraba una enorme autoridad. Tales nociones también pasarán con el correr de los tiempos a la Europa medieval, donde un Alfonso X el Sabio promulgó importantes leyes en idioma castellano.
No en vano, Hammurabi pudo envanecerse de juicioso, siguiendo tales planteamientos teóricos, además de hombre sabio capaz de extender los cultivos y prudente facilitador de pastos y abrevaderos. Lograr la riqueza de sus dominios se presenta como algo heroico, pues proporcionar las aguas de riego adecuadas no fue nada sencillo en la tierra del Éufrates y del Tigris.
Tampoco se descuidó la cara más brava del poder, destacando la fuerza del monarca, el protector con la fuerza del toro, el auténtico dragón de reyes. La guerra era una obligación inexcusable en aquellas sociedades tan competitivas.
Hammurabi no dejó de destacar su condición de descendiente de reyes, pero adornándose con las virtudes del pastor que realizaba acciones tan piadosas como necesarias, como la purificación del culto de Eabzu.
En verdad, aquel sol de Babilonia, el rey supremo obedecido por las cuatro regiones del mundo conocido, debía de contentar ya a los poderes locales que conformaban sus dominios, aprovechando en la medida de sus posibilidades sus creencias e intereses particulares. Su celebérrimo código, datado hacia el 1750 antes de Jesucristo, procuró unificar en la medida de las posibilidades un vasto dominio, donde no siempre su autoridad era debidamente obedecida.
Fuentes.
Código de Hammurabi. Estudio preliminar, traducción y notas de Federico Lara Peinado, Madrid, 1986.