ICONOGRAFÍAS DEL NUEVO CÉSAR CRISTIANO (I). Por Cristina Platero García.

15.09.2019 11:17

            Durante la Edad Media los monarcas europeos seguían siendo considerados, a la manera del primer Augusto del imperio romano, primus inter pares, o "princeps" ("el primero de los ciudadanos"), algo que les daba derecho a disfrutar de ciertas prerrogativas, no sin salvar los matices y las diferencias entre unas naciones en formación. En este momento, de facto, son sólo la cúspide de una pirámide feudal, que se definía precisamente por la fragmentación del poder político y territorial.

            La afirmación del poder real, así, debía superar e intentar romper los vínculos de la interdependencia feudal clásica; esto es, el largo rosario de los vasallos y los señores. Acumular poder. Un truco para enfatizarlo será entroncar a las familias dinásticas con los mismísimos hijos de los dioses.

            Dicho proceso va a comenzar a verse a lo largo de toda la Europa occidental en torno al siglo XIV, iniciando un proceso que no culminará hasta el siglo XVIII. Unidad territorial, centralización administrativa, uniformidad legislativa o formación de una milicia regular y permanente son sólo algunos de los síntomas del cambio que se produciría paulatinamente dentro de la estructura de la organización política.

            Con la entrada del siglo XVI, países o más propiamente entes territoriales de gran envergadura como Francia, España y Inglaterra ya vislumbran dichas señas de identidad, que poco a poco se van asentando entre la sociedad, y que se podrán permitir gracias a las conquistas que van protagonizando más allá de su periferia.  

            Y el siglo XVI es además el siglo del Renacimiento, el de la recuperación del mundo clásico, al que aceptó no sólo como modelo estético, sino como referente necesario sobre el que basar las nuevas formas de autoritarismo político. Así aconsejaba Maquiavelo a Lorenzo el Magnífico en 1515:

                "Por lo que se refiere al adiestramiento de la mente, el príncipe debe leer las obras de los historiadores y en ellas examinar las acciones de los hombres eminentes […]. Y sobre todo debe hacer lo que por otra parte siempre hicieron los hombres eminentes: tomar como modelo a alguien que con anterioridad haya sido alabado y celebrado […] así se dice que Alejandro Magno imitaba a Aquiles, César a Alejandro, Escipión a Ciro".

            Aquel pragmático secretario de la Segunda Cancillería de la República de Florencia, que había participado personalmente en el largo asedio de Pisa, admira a Aníbal porque su crueldad mantuvo su ejército unido mientras atravesaba Italia, y critica a Escipión porque se le rebelaron las tropas de España debido a su "excesiva clemencia".

            Mientras que en Maquiavelo prima la razón de Estado sobre cualquier consideración social o moral, el humanismo cristiano de Erasmo de Rotterdam insiste en la bondad del hombre como condición previa al justo desempeño del principado. Acepta también el magisterio de la Antigüedad pero con ejemplos de lo que un príncipe debe rechazar como modelo de gobierno:

            "Tantas veces como te venga a la mente que tú eres príncipe, tantas acuda a tu pensamiento que lo eres cristiano, para que entiendas que es menester que permanezcas tan alejado de los príncipes alabados de los paganos, como dista un cristiano de un pagano".

            Eran estas palabras dirigidas al futuro emperador Carlos V, en su Educación de un príncipe cristiano (1516), en cuyas páginas los emperadores romanos aparecen siempre como la personificación de la maldad, la crueldad y la tiranía. "[…] qué cosa más demente pueda imaginarse que el que un hombre iniciado en los sacramentos de Cristo se proponga como modelos a Alejandro, Julio César o Jerjes." Sin embargo fue la Antigua Roma el espejo en el que el emperador se habría de mirar.

            Su doble coronación, en Aquisgrán en 1520 y en Bolonia en 1530, subraya la idea de que Carlos V era el más reciente representante del imperio germánico sucesor a su vez del antiguo imperio romano. Realizó para ello una entrada triunfal entre las ruinas orgullosas del foro romano, pasando por los arcos de Constantino y Septimio Severo. Sus victorias en África y Alemania le equiparan a Escipión y a Julio César; su condición de "español" le unían a Trajano y a Adriano.

            Victorias aladas, Famas, coronas y cornucopias iban a jalonar las páginas de los principales cronistas y aduladores cuando describen el recibimiento que le brindan las ciudades a su paso; verdaderas fiestas del poder. Las fiestas de Carlos V recreadas mediante arquitecturas efímeras eran, por lo tanto, grandes recopilaciones de mitología imperial a una escala desconocida desde el imperio romano: globos del mundo, imágenes del cosmos, dioses y diosas, héroes y heroínas… En resumen, la recuperación del imperio representado en la figura del emperador Carlos V proporcionaría a los artistas y humanistas del Renacimiento un vehículo mediante el cual podían aplicar legítimamente todo el repertorio redescubierto de la Antigüedad clásica.

            Entradas, bautizos y bodas reales, mascaradas y torneos, apenas quedan testimonios gráficos de estas fiestas, pero es posible reconstruir la significación y la importancia que tenían como elemento de propaganda gracias a las Relaciones: pequeñas obras contemporáneas escritas precisamente para guardar memoria del acontecimiento. En ellas se puede apreciar claramente que la imagen del nuevo Estado y las aspiraciones autoritarias del monarca encuentran en el arte el medio eficaz de difusión, y, desde el Renacimiento, la aportación de la iconografía clásica en la formación de la imagen del príncipe es tan importante como la iconografía cristiana.

            Con tal de que al lector esta nueva entrada no se le haga más larga que aquella que acogió el desfile de los fastos imperiales para la coronación de Carlos V, dividiremos la información de este artículo en dos partes, de las cuales la segunda, será publicada en breves días.   

            Y es que para acoger el acontecimiento, la ciudad de Bolonia fue sometida a una profunda transformación, con el objetivo de convertirla durante unas jornadas en una réplica de Roma. A ella llegó Clemente VII, perteneciente a la familia florentina de los Medici, un 23 de octubre de 1529, siendo recibido por una serie de arcos triunfales, con escenas del Antiguo Testamento, simbolizando así el acuerdo entre la Iglesia y el Imperio como garantía de paz. La entrada de Carlos V, no se produciría hasta diez días más tarde; siendo esta aún más espectacular.

            Se trató de una verdadera entrada triunfal, al modo de la que se producía cuando los antiguos emperadores romanos volvían victoriosos de sus campañas militares. En la conocida como puerta de San Felice se levantó un arco con los triunfos de Neptuno y Baco, e imágenes de los más grandes emperadores reconocidos como Julio César, Augusto, Tito y Trajano, así como estatuas de generales romanos como el ya nombrado Escipión el Africano. En otro arco, se evocaba a Constantino (primer emperador convertido al cristianismo) y a Carlomagno.

            Los actos de coronación, no obstante, se demoraron casi cuatro meses, según se tiene entendido por la insistencia de Carlos para hacerlos coincidir con su trigésimo cumpleaños. De ese modo no sería hasta el 22 de febrero de 1530 cuando el Papa mediceo colocaba sobre las sienes del emperador, mitad alemán, mitad español, la "corona de hierro" de los lombardos: aquella que prendía una banda de hierro hecha a partir de un clavo usado para la crucifixión de Cristo.

 

FUENTES

Información extraída de:

- CARMONA MUELA, J. (2018), Iconografía clásica. Guía básica para estudiantes, Edit. Akal / Itsmo (Madrid).

- https://www.nationalgeographic.com.es/historia/grandes-reportajes/carlos-v

 

                        

Grabado de Frans Hogenberg fechado entre 1530 y 1539 (Madrid, Biblioteca Nacional) que muestra al emperador Carlos V y al Papa Clemente VII cabalgando juntos bajo palio.

La Gran Cabalgata de Bolonia ayuda a comprender el nuevo funcionamiento y la evolución de la realeza en la Edad Moderna. El representante del Sacro Imperio Germánico y aquel de los Estados Pontificios, enemigos seculares no hacía mucho, se mostraban ante sus súbditos limando sus conflictos políticos latentes. Aquello suponía la reafirmación del poder de ambos frente a otros estados.