HONG KONG, EL PARAGUAS DE LA INDIGNACIÓN. Por Antonio Parra García.

03.10.2014 19:40

                El derecho al pataleo ha sido la propina dada con displicencia a los sufridos ciudadanos españoles, que hartos de reclamar protestaban con más humos que efectividad. Impregnados de imágenes heroicas, muchos contemplaron la toma de la Bastilla o del Palacio de Invierno como la quinta esencia de la revolución o la única manera seria de enmienda social.

                A comienzos del siglo XXI otros ocupan el imaginario de la contestación social. Gandhi ha relegado a Robespierre, y las sentadas han desplazado a las barricadas. Somos herederos del gran cambio cultural de Mayo del 68, cuando la no violencia se consagró como instrumento de combate de primer orden. Las promociones universitarias de aquel tiempo no tan lejano se curtieron protestando contra guerras como la de Vietnam, los militares portugueses demostraron que los claveles eran armas extraordinarias, y los españoles que hicimos la Transición escuchando a Raimon demostramos que decir no con serenidad nada tenía que ver con el infame pataleo denunciado por nuestros padres y abuelos, los de la Guerra Civil.

                Desde aquellos años mucho ha llovido en nuestro mundo, de España a China, cada vez más cercanas. Las jóvenes generaciones han expresado su rabia de forma dispar. Unas veces sumándose a movimientos de estética rupturista e ideas que navegaban entre el escapismo y el nihilismo. Incorporándose, otras, a revoluciones silenciosas, comprometiéndose con valores democráticos.

                En Hong Kong asistimos a una protesta de fuerte acento juvenil, la de los paraguas, que mira mucho hacia el futuro. No se quiere una China esquizofrénica, que cambia en lo económico y se enroca en lo político, en la que el productor no puede aspirar a ciudadano. La peculiar ciudad que un día fuera británica es el terreno donde germina el movimiento. Allí no se desea el rodillo  del Partido Comunista Chino, como ya se dijera en 1997.

                Más allá de cuestiones locales, sus manifestantes parecen ser los hermanos menores de los de la plaza Syntagma, Tahrir y del Sol. No cabe duda que cada caso presenta sus peculiaridades, aunque también grandes similitudes: las de una forma de protesta que aspira a cambiar las reglas del juego en este mundo globalizado.

                Los movimientos anti-sistema abrieron el camino tras la caída de la Unión Soviética, la gran desilusión de muchos que creyeron en un mundo mejor. La indignación tomó el relevo cuando el crédito fácil quebró, y muchos seres humanos perdieron su pequeño universo hogareño. Ya no eran guerrilleros emboscados en los contenedores, diestros en acometer a los antidisturbios, los combatientes, sino padres, madres y abuelos de un alguien anónimo pero sustantivo. Nos reconocimos en ellos, las nuevas versiones de Adán y Eva expulsados del paraíso consumista de las clases medias amodorradas.

                La práctica hace maestros, y la lucha en calles y plazas descubre unas líneas maestras susceptibles de análisis y reflexión. El núcleo de los manifestantes se mueve con soltura en la red, anatema de los nuevos tiranos, y cuenta con un nivel formativo a considerar. No son unos bichos raros: sólo jóvenes sobradamente preparados para un mundo de monaguillos. Plantean el combate en el espacio urbano delimitado, donde hacen valer su fuerza numérica susceptible de transmutarse en símbolo, el de una nueva democracia directa capaz de quebrar los engranajes ocultos del poder. Su idealismo es más que evidente y su maximalismo notorio. Dadles un punto de apoyo para cambiar el mundo…

                ¿Qué hacer? Integrar a personas que quieren integrarse y que se sienten marginadas. Escucharlas para demostrar que nuestra democracia no es el código mercantil, y que sus políticos no son comunistas chinos. Los que hemos sido maestros veremos con orgullo que la palabra se impone a la brutalidad, y todos nos sentiremos un poco más jóvenes en nuestro envejecido mundo.