HACE OCHENTA AÑOS.
Un primero de septiembre de 1939 vino al mundo mi madre en Alicante, contados meses después del último parte de la guerra civil española. Fue una de las personas que llegaron a este golpeado mundo por el deseo de sobrevivir y de sobreponerse de la generación de mis abuelos, que conoció los horrores de un conflicto y apreció en su justa medida la paz. Humanamente siempre me ha llamado la atención que alguien bueno como mi madre naciera en tan pésimo momento histórico. Son los azares o las concatenaciones difíciles de las cosas, supongo.
Entre el final de nuestra incivil guerra y el comienzo de la segunda guerra mundial nada hacía presagiar que la paz terminaría imponiéndose a la voluntad de emprender un conflicto, tan clara en el círculo de Hitler. Varios generales alemanes habían manifestado reservadamente sus dudas de triunfar en una nueva guerra europea y durante la crisis de Checoslovaquia muchos alemanes corrientes y molientes traslucieron en sus rostros el miedo a tomar las armas. La experiencia de la gran guerra, quizá el primer gran acto del drama, había sido traumática en grado sumo para los eufóricos alemanes del II Reich, aquellos teutones satirizados por la prensa anglosajona desde su actuación en la guerra china de los bóxers. Ni pusieron fuera de combate a Francia al modo de 1870 ni se alzaron con el triunfo en las aciagas navidades de 1914. En el primer mes de guerra comprobaron amargamente lo caro que resultaba luchar a la manera industrial. Si sus soldados padecieron el infierno de las trincheras, sus civiles terminaron pasando hambre. Combatir en dos frentes les agotó, por mucho que en 1917 se beneficiaran del desplome ruso, y Alemania dobló finalmente la rodilla.
En esta Alemania convulsionada por la derrota, la revolución y la humillación nacionalista de Versalles floreció el mito de la puñalada por la espalda, la de una nación que no ganó por culpa de los traidores. Los nacionalsocialistas se beneficiaron del mismo hasta la saciedad y fue una de las más potentes voces a favor de la revancha de los perdedores de la primera guerra mundial. Aunque Lenin había aceptado las condiciones de paz alemanas para llevar a cabo sus designios políticos, la Rusia soviética heredó de la zarista sus imperativos geoestratégicos de alcanzar aguas cálidas favorables al comercio. La pérdida de la ventana báltica de Finlandia, Estonia, Letonia y Lituania le dolió terriblemente. La derrota frente a la renacida Polonia supuso una dura humillación. Pronto los quebrantados alemanes y rusos colaboraron secretamente para dotarse de armamento más allá de las reservas impuestas por la diplomacia franco-británica. La desmembración del añejo imperio austro-húngaro en una serie de Estados con sus particulares enredos nacionales y el definitivo quebranto del otomano dejó una Europa oriental complicada, en la que Alemania o Rusia podían proyectar su influencia. Que ambas potencias podían haber colaborado, estableciendo sendos dominios, lo prueba el tratado del 23 de agosto de 1939. Quizá alguien como Napoleón hubiera obtenido mejor provecho que el Hitler de la superioridad aria, la que ensalzaba la Edad Media como el tiempo de la cruzada de los pueblos germanos contra los eslavos, ahora portadores del comunismo.
Italianos y japoneses, situados en el bando vencedor de 1918, tampoco se sintieron satisfechos de sus resultados y terminaron siendo arrastrados por sus propios mitos patrios, la de una nueva Roma imperial o la de un Japón señor de la postrada China, entonces en horas bajas que nada presagiaban su posición actual en el orden internacional. De la derrota surgió, al menos, una Turquía más coherente y moderna que fue capaz de aplacar a sus rivales griegos y que no participó del enredo palestino que conduciría años después al interminable conflicto del Oriente Medio.
Con todo, los cabos sueltos se multiplicaron en 1919 y a diferencia de 1815 no se intentó construir un régimen internacional de potencias contrapesadas bajo la hegemonía de la principal, capaz de integrar a las vencidas. La Alemania de Weimar no siguió la estela de la Francia de Luis XVIII, ni los Estados Unidos de Harding la del Reino Unido de lord Liverpool. El coloso norteamericano se volvió sobre sí mismo y unas agotadas Francia y Gran Bretaña se las tuvieron que ver con los problemas europeos. Sus sociedades, especialmente la francesa, habían acusado con severidad el impacto de la guerra y estaban experimentando un intenso cambio cultural, que ponía en cuestión hasta la familia tradicional. Sus fuerzas y energías no estaban a la altura de sus exigencias.
En el 2019 vemos con claridad que la segunda guerra mundial era inevitable y que podía haber estallado antes del 39, pero en 1926 la situación se podía contemplar de otra manera. La cooperación financiera entre los grandes Estados era posible y los alemanes podían tener su protagonismo en una Europa más integrada que en el pasado. El precario anclaje de los felices años veinte saltó por los aires en 1929, cuando la gran depresión comenzó a conquistar cada vez más territorios. La más impermeable URSS se mantuvo casi al margen de la marea, lo que le dispensó no poco prestigio en determinados cenáculos, pero en el resto del continente europeo sembró el terreno para la matanza por venir.
Nuestra guerra civil se encuentra en el corazón de las tinieblas de esta época. Estalló por españolísimas razones (por la concatenación de sus causas y no por razones de idiosincrasia cainita), pero en la misma se dilucidaron cuestiones de alcance europeo, universal, desde la postura ante la Revolución al empleo de las modernas armas aéreas en una lucha cada vez más deshumanizada en la que se bombardeaba a civiles, a gentes como los hermanos mayores de mi madre, entonces niños de corta edad. La España en guerra se convirtió en un aldabonazo de la conciencia de muchas personas de los años treinta, intelectuales o no, en algo que marcó las vidas de bastantes incluso ya pasada la segunda guerra mundial, como los estadounidenses acusados de comunistas por haber simpatizado con la República española.
Entre el 25 de julio y el 16 de noviembre de 1938 se libró la dura batalla del Ebro y en la noche del 30 de septiembre de aquel mismo año se firmaron los acuerdos de Múnich. Nuestra guerra civil podía haber coincidido plenamente con el principio de la segunda guerra mundial, en la que quizá la II República hubiera combatido al lado de Francia, Gran Bretaña y la URSS. Los temores y los cálculos de políticos como el primer ministro británico Chamberlain determinaron que no se diera tal coalición y Checoslovaquia (fruto de la disolución austro-húngara) fue sacrificada en el altar de una paz tan efímera como mendaz. Apenas un año después nacerían personas como mi madre, luz en la oscuridad que nos hizo entender la importancia de vivir sin dar la espalda al pasado, de ser personas.
Víctor Manuel Galán Tendero.