GUERRAS CÁNTABRAS. Por César Jordá Sánchez.
Es sin duda cierto que el viajar abre los ojos a la gente. Este tópico lo podríamos aplicar a múltiples facetas de nuestra vida, pero a los amantes de la historia la visita a otras tierras nos despierta la curiosidad sobre su pasado, al que nos acercamos en primera instancia a través de la imaginación.
El viaje hacia el Cantábrico desde las tierras de la Meseta supone un fuerte impacto visual, ante un paisaje que cambia de forma abrupta. Cuando te adentras en la cordillera Cantábrica, las impresionantes montañas te empequeñecen y sobrecogen, y el medio natural, dominado por robles, hayas y verdes pastos -por desgracia esto cambia conforme te aproximas a la costa, cuyo paisaje sufre la invasión del eucalipto- te invita a imaginar la vida de otras gentes, de aquellos que durante miles de año tuvieron su vida y su sustento en esas montañas, y defendieron con ardor la que consideraban su tierra.
Ese pasado que se intuye a la vista del marco natural, nos hace recordar lo que por esas tierras aconteció hace más de dos mil años, cuando los antiguos cántabros lucharon frente a las tropas del mayor imperio de la antigüedad, en defensa de una libertad entendida en el sentido más básico y puro, muy lejana a esa "libertad" ideologizada por el fanatismo nacionalista que tan machaconamente oímos a diario. A esas luchas los cronistas romanos las denominaron "Guerras Cántabras".
Nos hemos de situar en el último tercio del siglo I a. C., en los albores de la época imperial romana, cuando Octavio Augusto está consolidando su poder. En esos momentos iniciales del Imperio, la mayor parte de la península ibérica estaba ya romanizada, pero lo cierto es que sobre las tierras del norte, donde habitaban cántabros y astures, los romanos no habían podido ejercer un dominio real. Quizás no les había interesado, pero por encima de todo su escasa presencia estuvo condicionada por otro elemento disuasorio, la enorme muralla defensiva que configuraba la cordillera Cantábrica.
El inicio de las guerras cántabras estuvo precedido de una serie de pequeñas revueltas que generaban inseguridad. Pero lo cierto es que, desde mucho tiempo atrás, los constantes ataques de los montañeses sobre los romanizados pueblos del norte de la Meseta, desestabilizaban la zona y obligaban a mantener tropas en continuo estado de alerta. Pero lo que probablemente llevó al inicio de la guerra fue el interés de Octavio por aumentar su prestigio personal y consolidar su poder imperial. Además, se acababa de comprometer ante el Senado a pacificar en diez años todo el Imperio. El año 27 a. C. Augusto viaja personalmente a Hispania para encabezar la lucha contra cántabros y astures.
Ya en la península Augusto estableció su campamento en Segisama (Castrojeriz), al norte de la actual provincia de Burgos, y desde allí organizó un estrategia de ataque envolvente frente a los cántabros, dividiendo su ejército en tres secciones que deberían avanzar desde el oeste, el sur y el este, con el objetivo de arrasar los distintos asentamientos cántabros y generar el caos en el territorio. Pero la estrategia no llegó a funcionar según lo previsto, pues los cántabros, conscientes de la imposibilidad de un enfrentamiento directo contra los romanos, aprovecharon la orografía de su tierra para poner en marcha una táctica de hostigamiento constante, que desgastaba al enemigo e impedía su abastecimiento. El fiasco se agudizó cuando Augusto, tras caer enfermo, se vio obligado a retirarse a Tarraco.
Pero este fracaso inicial no supuso que Roma desistiera de su objetivo. En el año 25 a. C. se puso en marcha una nueva ofensiva. En esta ocasión, los cántabros, posiblemente confiados en sus propias fuerzas tras haber frenado a los romanos en primera instancia, presentaron batalla en campo abierto, siendo derrotados en la batalla de Bergida, al sur de la cordillera Cantábrica, lo que permitió el lento avance hacia el norte de las legiones. Pero Augusto, sabedor de la dificultad de derrotar a los cántabros en un territorio abrupto y plagado de bosques -como le había enseñado su experiencia en la campaña del año 27 a. C.-, decide atacar por retaguardia, es decir, por mar, y moviliza una flota desde Aquitania, que le permite desembarcar un importante contingente de tropas, que entran en acción al mismo tiempo que las legiones avanzan desde el sur, consiguiendo de esta manera desarticular la resistencia cántabra.
Augusto no estuvo presente en esta campaña, pero tras recibir noticias del triunfo de sus tropas, se trasladó rápidamente desde Tarraco y puso en marcha una política de pacificación y control de los indígenas, obligando a éstos a establecerse en los valles, cerca de los campamentos romanos, y a entregar rehenes. El año 24 a. C. Augusto regresa a Roma para celebrar su triunfo sobre los cántabros -y también sobre los astures-.
Pero la pacificación fue más aparente que real, de hecho, los años posteriores estuvieron plagados de revueltas que obligaron a los romanos a emplearse a fondo. Uno de los episodios más relevantes fue el asedio al monte Medulio, donde la resistencia de los cántabros acabó, según las fuentes, en un suicidio colectivo, única alternativa para unas gentes que prefirieron la muerte a caer en esclavitud. Pero este acto heroico -uno de esos hechos que cualquier nacionalista de hoy busca para mitificar y justificar su ideología- tampoco puso fin al conflicto. Los correosos montañeses, incómodos frente al yugo impuesto desde Roma, volvieron a levantarse contra sus dominadores el año 19 a. C., y parece que la situación fue tan seria, que obligó a Augusto a enviar a la zona a su mejor general, Marco Vipsanio Agripa, que tras enormes dificultades, logró sofocar la rebelión, eso sí, haciendo uso de la más brutal represión.
Pese a algún conato posterior de levantamiento, puede afirmarse que el año 19 a. C. marca la pacificación definitiva de Hispania. La nueva situación dio pie a que Augusto volviera a la península el año 15 a. C., para poner en marcha una nueva organización administrativa del territorio y fundar un buen número de ciudades. Hoy en día la victoria de Augusto es aún rememorada -posiblemente de forma inconsciente- por los cientos de miles de personas que cada año visitan en Roma el Ara Pacis, altar que se mandó levantar para conmemorar las victorias del emperador en Hispania y la Galia, y que constituye una de las principales obras del arte romano.
Bibliografía.
Peralta Labrador, Eduardo, "Las Guerras Cántabras", Almagro-Gorbea, M. (Coord.) Historia Militar de España. Prehistoria y Antigüedad, 2009, pp.247-265.