GRANADA, UN HITO HISTÓRICO.
Los castellanos medievales, del Norte del Duero a las Canarias.
Algunas fechas se han convertido en simbólicas, en verdadera encarnación de un momento histórico. A nivel general, se ha venido considerando la caída de Constantinopla o de la Segunda Roma en 1453 el punto final de la Edad Media, que en España acostumbramos a concluir en 1492, año cuajado de acontecimientos de notable fuste. El 2 de enero los estandartes de doña Isabel y don Fernando ondearon en la Alhambra. En la vega granadina se alzó una verdadera ciudad a modo de real, el de Santa Fe, para rendir la capital nazarí. Bien puede decirse que tanto el poder bizantino como el nazarí eran fantasmales poco antes de ser abatidos, y distaban mucho del de su momento de apogeo, pero no por ello su derrota dejó de ser considerada trascendental.
La conquista de Constantinopla por los turcos otomanos fue una clara prueba de la expansión del Islam, que ya se había mostrado bien capaz de aniquilar dos siglos antes los reinos cruzados de Tierra Santa. Los ecos de la gran noticia llegaron a la península Ibérica, donde causaron un gran pesar entre los cristianos. El escritor valenciano Joanot Martorell se tomó la revancha por la vía literaria convirtiendo a su caballeresco Tirant en salvador de la Segunda Roma. Alfonso V de Aragón, ya añadido Nápoles a sus dominios, quiso plantar cara a los turcos por medio de una cruzada, que al final quedó en muy poco.
Hasta el último momento, los musulmanes granadinos demostraron su temple combativo. Al fin y al cabo, habían sabido jugar con los problemas internos de Castilla, con las rivalidades entre castellanos y aragoneses, bregar con las cruzadas tardías emprendidas por una Cristiandad en retroceso en el Mediterráneo Oriental, y lanzar contundentes campañas de saqueo. Se ha apuntado que la llegada de los portugueses al golfo de Guinea fue letal para su viabilidad económica, al captar muchos de los flujos de oro que hasta el momento se encaminaban a Granada. Su conquista coincidió con un Magreb ayuno de un gran imperio, como el de los almorávides, los almohades o los benimerines. Los turcos todavía se encontraban lejos, antes de lograr que Argel se situara en su órbita, y la petición de ayuda a los mamelucos no surtió ningún efecto. Su sultán Al-Ashraf Sayf al-Din Qait Bay (1468-96) tuvo que vérselas con los otomanos y con sus acreedores venecianos. Granada quedaba demasiado lejos, como Constantinopla para los castellanos.
A finales del siglo XV, el matrimonio entre Isabel y Fernando había posibilitado la unión dinástica de Castilla y Aragón, que ya se trató de intentar en los tiempos de la reina Urraca y de Alfonso el Batallador. La prudente actitud ante los granadinos le había granjeado mucho desdén a Enrique IV entre los castellanos, que ensalzaron antes a don Fernando de Antequera por sus acciones, cuya fama también llegó a los aragoneses. Al fin y al cabo, territorios como el Sur del reino de Valencia, la gobernación de Orihuela, soportaban las incursiones nazaríes de forma endémica. La conquista de Granada, como la posterior expulsión de los judíos, prestigiaría el cesarismo de los reyes como defensores de la comunidad cristiana. El político don Fernando se dejó querer al aplicársele mitos como el del rat penat o el murciélago al modo de lo predicado por San Vicente Ferrer. Era el símbolo, se sostenía, de la Cristiandad contra el Islam, como el murciélago capaz de devorar a los insectos. Semejante monarca podría alcanzar Tierra Santa tras abatir Granada. En esta línea, algunos autores han interpretado el viaje de Colón hacia las Indias como un intento de coger a los turcos por la espalda, contactando de paso con el no menos mítico Preste Juan. Lo cierto es que Fernando el Católico al final no se dejó llevar por semejantes fantasías, a diferencia del portugués Manuel el Afortunado, y sus objetivos resultaron siempre más accesibles, al igual que los de su esposa Isabel.
Los políticos monarcas supieron hacer uso de la idea de la Reconquista ante el sultán mameluco. Según sostuvieron, nunca pretendieron hacer guerra contra los musulmanes, pues permitieron a los mudéjares vivir bajo su autoridad al modo de sus antecesores. Solo deseaban recuperar la Hispania perdida por don Rodrigo. El humanismo del Cuatrocientos, siempre tan atento a la cultura greco-latina, reforzó aquella idea de Hispania surgida en el siglo XI, bien servida en varias obras historiográficas medievales. La unión de coronas la posibilitaba y la toma de Granada la consagraba. Bajo este prisma, se había corregido el entuerto ocasionado por el incontinente don Rodrigo y logrado una victoria de resonancia histórica, capaz de hacer más soportable la pérdida de Constantinopla. Era la recompensa a los gobernantes hispanos comprometidos con la causa cristiana, que enviaron fuerzas a Otranto para combatir contra los turcos en 1481.
La toma de Granada fue festejada por la Cristiandad como un gran triunfo, a pesar de la rivalidad entre los reyes de la emergente España y la consagrada Francia tras la guerra de los Cien Años. Las operaciones contra el sultanato atrajeron a caballeros, soldados, artilleros y técnicos militares del Sacro Imperio, Suiza y Francia, entre otros puntos, desde donde se siguieron con interés. En la Italia del Renacimiento sucedió lo mismo, tanto por la cercanía del peligro otomano como por los vínculos de todo tipo con las Españas. La toma de Málaga fue festejada en Roma, al igual que la de Granada, bajo el pontificado de Alejandro VI, el controvertido Papa Borja. En El príncipe, Maquiavelo alabó la conducta del rey don Fernando, entonces más prestigiado que su esposa, como de gran astucia política, al servir para asentar su autoridad frente a la nobleza díscola.
Entre los españoles de la época la caída de Granada se consideró un hecho de la máxima relevancia, del que encontramos ecos en La Celestina. Conquistadores de Indias tan descollantes como Hernán Cortés se complacerían en comparar ciudades como Tenochtitlán con la Granada lograda por los Reyes Católicos. Los castellanos y los aragoneses de finales del siglo XV se consideraron ufanos de su logro, y doña Isabel y don Fernando escogieron la Capilla Real de la catedral de Granada como sepultura.
La euforia inicial fue dejando paso a la realidad más prosaica, a veces con más aristas de las esperadas. El antiguo sultanato se convirtió en un nuevo reino cristiano de la corona de los reyes de España, siguiendo las veteranas pautas repobladoras de otros territorios ibéricos. Se repartieron muchas tierras y viviendas entre los recién llegados, se establecieron nuevos municipios y la Real Chancillería al Sur del Tajo recaló finalmente en Granada, pero al mismo tiempo permanecieron importantes comunidades musulmanas, oficialmente cristianas a partir de 1501. La conversión forzosa no solucionó nada, y pronto se temió que los moriscos granadinos ayudaran a los otomanos y sus aliados en el Mediterráneo a poner un pie en España, ocasionando su segunda pérdida.
A este respecto, la conquista de Granada no abrió las puertas del Norte de África, según lo esperado por algunos. En 1516 Diego de Vera y Juan del Río fueron nombrados capitanes generales de la conquista de África, con el deber de ajustar una flota de galeras y navíos desde Málaga, pero también con la obligación de trasladar 2.000 infantes a Nápoles. Otros compromisos militares contribuyeron a reducir la presencia española allí a unas cuantas plazas, lo que facilitó la iniciativa otomana. La situación presentaba paralelismos con la vivida tras la conquista de Sevilla, cuando los benimerines amenazaron a los reinos hispanos. Ahora al menos la nueva España disponía de un gobierno más sólido, que al final fue capaz de medirse con éxito contra un imperio cuyas fuerzas se estimaban en 200.000 soldados disciplinados y más de 300 galeras, con 3.000.000 de ducados anuales de renta. Hasta 1571, cuando finalizó la guerra de las Alpujarras, las tierras granadinas vivieron en esta angustiosa situación. A este respecto, la toma de Granada fue más un capítulo que un epílogo.
Algún que otro escritor ha llegado a considerar su conquista un drama para la Historia de España, pues con la destrucción del sultanato se dio rienda suelta al fanatismo cruzado e inquisitorial que llevaría a la ruina económica. Por la Castilla de la época corrieron planes de una gran cruzada de todos los reyes cristianos contra los turcos, pero sus Cortes aceptaron a regañadientes el pago de los subsidios ordinarios y extraordinarios. Hubieran preferido emplear sus recursos contra Argel en vez de prodigarlos por otros frentes. El posterior declive del poder español, en suma, obedecería a factores más complejos.
Más allá de la proyección exterior de aquel poder, la conquista de Granada contribuyó poderosamente a la forja de una nueva Andalucía, en la que desaparecería la vieja frontera de la Baja Edad Media. Las rutas comerciales coserían esta flamante realidad, con independencia de las peculiaridades de la Alta y la Baja Andalucía.
El final del último poder independiente andalusí, una prueba de fuerza del naciente Estado autoritario, la realización de un viejo sueño político, la aparición de una nueva España y de una nueva Andalucía, y la concreción de una época distinta. Todo ello, en conclusión, hizo de 1492 un año tan especial y la toma de Granada algo tan singular.
Víctor Manuel Galán Tendero.