GOLPE DE TIMÓN VATICANO. Por Antonio Parra García.
Diciembre de 2014 ha comenzado su vida entre la indignación y la consolación, entre el fastidio y la alegría.
Los delitos de pederastia son altamente repulsivos. Atacan, agreden sin consideración alguna a personas indefensas, sometidas a un suplicio que marcara sus vidas con la desdicha. Muchas veces el sentimiento de vergüenza de las víctimas desvía la responsabilidad de los culpables, los miserables que han mancillado la confianza depositada en ellos por familiares, amigos o alumnos menores de edad.
A muchos creyentes sinceros, a los que creen que el Dios de la caridad es un mandato de vida, les resulta con toda razón intolerable que sean personas de la Iglesia Católica los que incurran en tamaña aberración. Uno de esos creyentes es el Papa Francisco.
Su llamada a la justicia, su apremio de poner las cosas en claro y de llevar a los tribunales a los pederastas han sido con razón aplaudidas. Su comportamiento nada tiene que ver con el de secretismos de siniestro colegio religioso, que cubre sus faltas con falsa virtud farisea, de fuero eclesiástico de otros tiempos que reclama llevar la cuestión por un camino que se antoja injusto a muchos. Francisco I ha hecho una declaración de civismo. Desde aquí lo celebramos, esperando que los culpables depuren sus horrendas responsabilidades.
Si así lo hace, dicen muchos, es porque es una buena persona, un hombre honrado digno de calzarse las sandalias del pescador. No dudamos de su condición, capaz de arrancar la admiración en el parlamento europeo a Pablo Iglesias. Pero hay más.
Francisco I es un pontífice que ha sucedido a un Papa administrativo y que camina bajo la estela de otro carismático. Benedicto XVI tuvo que resignar su dignidad ante los excesos sexuales y financieros vaticanos. Su proyecto de reevangelización esencialista e intelectual, destinada a captar la simpatía de las elites, naufragó cuando una parte de la minoría rectora de la Europa cristiana demostró su escasa simpatía hacia su mensaje. El antiguo inquisidor, perseguidor de la teología de la liberación, cayó de bruces ante tal realidad, y se retiró de la escena con aires dignos de Ramón Llull.
Hacía falta algo más. Tras apelar a la inteligencia se quiso hacerlo al sentimiento, y brotó el iberoamericano Francisco I, sin un comunismo que abatir como Juan Pablo II, pero con un mundo en crisis económica, desorientado en lo moral, deseoso de consuelo, tentado por el diablo del integrismo.
En Las sandalias del pescador Morris West presenta a su Papa eslavo encarado con un mapa del mundo, en el que la Iglesia Católica retrocede irremediablemente. La América cristianizada por los españoles parece a punto de caer en manos de otra fe y de otro imperio, la del comunismo de la URSS. ¿Qué falla? ¿Por qué Marx puede vencer a Jesucristo? La angustiosa pregunta, formulada en los convulsos y cambiantes años 60, todavía conserva parte de su validez, pese la caída de Marx como portavoz de la verdad.
Francisco I quiere dar el combate, y ha escogido su campo de batalla, lejos de los poderosos Estados Unidos, con grupos de presión muy fuertes, lejos de la icónica Irlanda, referente de muchos en el variopinto universo anglosajón. La conservadora España y la anodina Granada pueden ser la cabeza de puente de la nueva ofensiva vaticana, que quizá sea capaz de dar respuesta a la inquietante pregunta de Morris West.