ESPAÑA E INGLATERRA EN EL XVII, UNA RELACIÓN DIFÍCIL. Por Víctor Manuel Galán Tendero.
Comerciantes ingleses en el Mediterráneo español.
Las naves inglesas surcaban las aguas del Mediterráneo desde la Edad Media en busca de todo tipo de ganancias. La hostilidad entre la España de Felipe II y la Inglaterra de Isabel I no cortó tales navegaciones. Al contrario, los ingleses se hicieron a la mar hacia los puertos de los reinos hispanos y de sus enemigos como comerciantes y corsarios. En la década de 1570 los navegantes de Plymouth frecuentaron el litoral de Marruecos, a la par que combatieron a los españoles. Gentes con el apellido Garrett tomaron parte en estas acciones.
William Garrett fue uno de estos navegantes ingleses, que supieron adaptarse a las circunstancias auspiciadas por la paz hispano-inglesa de 1604. Aunque los ingleses querían comerciar con las Indias españolas, se tuvieron que conformar con los puertos de la Península, lo que no impediría sus actividades de contrabando.
William llegó en 1606 a Alicante, entonces un prometedor y activo puerto, a despecho de los peligros de los corsarios del norte de África, pues por allí pasaban valiosas mercancías de Castilla a Italia y viceversa. Supo ganarse las simpatías del gobernador Francisco Imperial, de linaje genovés, atento al comercio y a la promoción del corso.
En 1610, a un año de la expulsión de los moriscos por puntos como Alicante, William se vio envuelto en un turbio asunto. Había partido a comerciar a Argel, con mercancías como ropas por valor de cuatro mil ducados, pues por entonces ya era propietario y capitán de una nave. Desembarcó allí con permiso de la autoridad, pero su bajá le tomó la carga a cambio de ochocientos ducados, según su testimonio.
Garrett se quiso presentar ante las autoridades españolas como un fiel servidor del rey de España, ofreciéndose a combatir a los turcos que tanto mal habían ocasionado a su hacienda, y como un buen cristiano, capaz de donar los ochocientos ducados a los trinitarios para redimir cautivos. Con tales cartas de presentación quiso defender su causa en un proceso de cautiverio indebido.
Desde Argel zarpó hacia Tetuán con treinta y cinco turcos, doce judíos, sesenta moriscos granadinos acompañados de sus mujeres e hijos, y veinte cautivos cristianos, de los que trece eran niños. Sostuvo que los musulmanes quisieron matarlo a él y a su tripulación para apoderarse de los cristianos, pero apellidando o invocando a Jesucristo los venció tras cuatro horas de combate. Así llegó al puerto de Alicante, donde dio razón al gobernador.
Sin embargo, el supuesto cruzado del gusto de la Contrarreforma fue denunciado ante el Consejo de Aragón por los jesuitas de apresamiento indebido de personas. Precisamente, el embajador de Inglaterra se quejó en aquel mismo año de 1610 del virrey de Valencia por exigir licencias y derechos a los mercaderes ingleses indebidamente.
Garrett también tomaría parte en el contrabando de pimienta por Alicante, donde se estableció como importador de salazones y manteca. Sobrevivió a la nueva guerra hispano-inglesa de 1625-30, y terminó abasteciendo de víveres a las localidades del marquesado de Villena. Su éxito radicó en sus complicidades con los prohombres de la sociedad alicantina, alrededor de buenos negocios.
Fuentes.
ARCHIVO DE LA CORONA DE ARAGÓN.
Consejo de Aragón, Legajos 0584, nº 022.
Vascos, ingleses y bacalaos.
La Europa cristiana, con sus prescripciones de Cuaresma, fue una gran consumidora del pan del mar, del pescado. Las artes de la pesca y de la navegación hicieron la fortuna de numerosos lugares de la costa europea, como fue el caso de las gentes del golfo de Vizcaya.
Al igual que otros navegantes, los vascos se aventuraron por aguas atlánticas en pos de las ballenas, mamíferos muy cotizados por los europeos. Llegaron al área de Islandia y hacia mediados del siglo XV alcanzaron las costas del Labrador, donde dieron con los importantes bancos de bacalao. Abundantes en la plataforma continental de Europa y Norteamérica, los bacalaos se desplazaron por aquel tiempo hacia aguas más meridionales ante el aumento de la capa helada alrededor de Groenlandia.
En el puerto pesquero y comercial de Bristol, en contacto con la Europa germánica, se tuvo conocimiento de tales navegaciones. Desde su puerto, precisamente, saldría Juan Caboto en 1497 con la esperanza de encontrar un paso septentrional hacia Asia. Sin embargo, los ingleses acostumbraban a partir desde Bristol con otras intenciones. Dirigían sus proas a Portugal, donde cargaban sal para sus pesquerías en Terranova. Desde aquí volvían a dirigirse a tierras portuguesas para intercambiar bacalao por vino, aceite y más sal. En el siglo XVI tomaron buena nota de lo hecho por los marineros vascos.
Para saber más.
Brian Fagan, La Pequeña Edad de Hielo. Cómo el clima afectó a la Historia de Europa (1300-1850), Barcelona, 2008.
Portugueses e ingleses, entre la alianza y la colisión.
Portugal e Inglaterra mantuvieron una estrecha relación diplomática desde la Baja Edad Media, al tener como enemigo común a Castilla, y sus vínculos comerciales también fueron intensos. Una vez que los portugueses navegaron hacia Asia en el siglo XVI, Enrique VIII quiso participar financieramente en sus expediciones mercantiles. Conscientes del riesgo de perder su monopolio, Portugal lo rechazó.
A partir de este momento, los navegantes portugueses e ingleses colisionaron en las aguas y los puertos de Berbería y Guinea, que Portugal reclamaba como suyos. Felipe II, casado con María Tudor, defendió los intereses portugueses en la corte inglesa. A la muerte de María, Portugal enviaría varias embajadas a Inglaterra de 1559 a 1564, quejándose de las expediciones inglesas.
Se consideró que Isabel I las toleraba e incluso animaba, y varios cautivos ingleses fueron ejecutados en el castillo portugués de San Jorge de Mina, en la Ghana actual. No obstante, ambos reinos no rompieron hostilidades, pues Isabel I consideró a Portugal una potencia católica mucho menos hostil y amenazante que España. Durante el embargo español de los buques ingleses, los puertos portugueses ofrecieron un buen refugio.
En 1580 Portugal fue incorporado a la Monarquía hispánica. El prior de Crato, el candidato al trono portugués favorecido por Inglaterra, fue derrotado, y los portugueses combatieron junto a los españoles contra los ingleses entre 1585 y 1604.
Para algunos historiadores, la guerra favoreció a la marina comercial inglesa, pues las presas de los corsarios ingleses perjudicaron enormemente a los barcos mercantes ibéricos. Las flotas del tesoro de España se vieron obligadas a navegar en convoy de manera más rígida.
Con la paz de 1604, los ingleses no consiguieron acceder directamente a los dominios indianos de Portugal y España, pero sí comerciar provechosamente en los puertos de la Península. En 1606 Walter White cargó en Lisboa cuatro cajas de azúcar con destino al puerto de Topsham, en Devon, y John de Luke reportó cuarenta y seis modios de sal en Lisboa para Poole. Por los puertos de Portugal también entraron paños ingleses en la Península, que compitieron ventajosamente con los castellanos.
Estos animados negocios se llevaron a cabo en una costa portuguesa militarmente insegura, castigada por los ataques de los neerlandeses y de los corsarios norteafricanos. En 1617 el virrey Salinas quiso mejorar las defensas, estableciendo puntos de producción de armamento.
Sin embargo, no alcanzó sus propósitos y se le acusó de favorecer a sus parciales. Entonces, el conde de Gondomar (embajador en Inglaterra) requirió de Jacobo I el envío de varias piezas de artillería para Portugal. El rey accedió, pero se desató un importante escándalo político cuando algunos cañones terminaron en Flandes. El parlamento de Inglaterra pidió en 1621 que no concedieran más licencias.
Años más tarde, el separado Portugal de los Braganza retomó sus relaciones con Inglaterra. Su alianza, dictada por las circunstancias de la guerra contra España, no siempre resultó favorable a sus intereses, algo que anunciaba tiempos futuros.
Fuentes.
ARQUIVO NACIONAL DA TORRE DO POMBO.
PT//TT/MISV/1656.
Los primeros asentamientos ingleses en la América del Norte.
En el siglo XV los portugueses y los castellanos emprendieron importantes navegaciones, que los llevaron a tierras hasta entonces desconocidas por los europeos. La autoridad del Papa se utilizó para legitimar su dominio, algo que no fue aceptado por otros monarcas cristianos. Aunque aliado de los Reyes Católicos, Enrique VII de Inglaterra también alentaba esperanzas de enriquecerse con la navegación y el comercio ultramarino. En 1496 autorizó la expedición del veterano navegante italiano Juan Caboto, que tras una serie de peripecias alcanzó el área de Terranova. Su riqueza pesquera y su cercanía a la América continental no animaron al rey de Inglaterra a proseguir con la empresa. El arranque de la América inglesa sería más tardío.
El enfrentamiento con la España de Felipe II animó sobremanera los viajes de comercio y saqueo de los ingleses. Durante su vuelta al mundo de 1577-88, Francis Drake tocó la que luego sería San Francisco, a la que llamó Nueva Albión. Sin embargo, los ingleses no establecieron allí ninguna fundación.
La mayor empresa colonizadora inglesa se estaba realizando por entonces en Irlanda, donde la palabra plantación era sinónima de colonización. Vencida la resistencia de los condes de Desmond en 1584, la corona inglesa les confiscó doscientas mil hectáreas, a entregar a arrendatarios ingleses que establecerían colonos igualmente ingleses, expulsando a los irlandeses, reducidos al hambre. Fue una lucha enconada con los irlandeses católicos, en la que destacaron varios caballeros del suroeste de Inglaterra, como sir Humphrey Gilbert y su hermanastro sir Walter Raleigh, que había combatido junto a los hugonotes franceses. Privó a sus enemigos irlandeses de cosechas y ganado para someterlos, recibiendo dieciséis hectáreas de concesión.
En tal ambiente, entre 1578 y 1582 sir Humphrey maduró el proyecto de colonización de Norumbega, nombre con el que se conocía Terranova desde las navegaciones de Verrazano al servicio de Francisco I de Francia. Tuvo la pretensión de establecer una verdadera colonia en un territorio de unos tres millones de hectáreas, pero su naufragio en 1583 se lo impidió. Sus afanes ultramarinos pasaron a Walter Raleigh, el mirol Guatarral de los españoles de Indias.
En 1584 Isabel I le agració con la propiedad del territorio ultramarino comprendido a doscientas leguas de donde sus gentes alzasen sus hogares, a cambio de la fidelidad a la corona y del quinto real del oro y la plata. Raleigh envió dos barcos ese mismo año, que llegaron a la isla de Wokokan, en la actual Carolina del Norte. En 1585 mandó seis, con una dotación de ciento siete hombres, al mando de Richard Greenville. La expedición se asentó en la isla de Roanoke (en un territorio ya conocido por los españoles), cuyo jefe amerindio se declaró vasallo de Isabel I y de sir Walter, según sostuvieron algunos. Lo cierto es que los naturales no se avinieron a comerciar con los recién llegados, que terminaron por romper hostilidades. Al final, regresaron a Inglaterra en la primavera de 1586 a bordo de la expedición de Drake que había atacado el Caribe español.
La llegada del tabaco y de las patatas publicitó nuevas ofertas de inversión entre los medios comerciales ingleses. Si en 1586 se envió un refuerzo de cincuenta hombres, al año siguiente se emprendió una expedición todavía mayor, de ciento cincuenta hombres dirigidos por el afamado cartógrafo e ilustrador John White. A él se le encomendó el gobierno del nuevo establecimiento. Debería de tomar tierras en explotación en la bahía de Chesapeake junto a sus doce ayudantes, pues la reina había confirmado a Raleigh propiedad, jurisdicción y regalías. Sin embargo, arribaron a otro lugar.
El peligro de la Gran Armada obligó a Isabel I a retener una nueva expedición en 1588. A aquellas alturas, Raleigh había gastado unas cuarenta mil libras. Por ello, concedió como gobernador de Virginia licencia de comercio a inversionistas como Thomas Smith, con la condición de pagar el quinto de oro y plata. En aquel momento los ingleses dieron el nombre de Virginia a toda la costa atlántica de la América del Norte. Hasta su procesamiento en 1603, sir Walter envió cinco expediciones más, ignorándose el destino de sus participantes.
En 1604 la España de Felipe III y la Inglaterra de Jacobo I alcanzaron un tratado de paz y de comercio tras años de enconadas hostilidades. Bajo ciertas condiciones, los ingleses podían comerciar con los puertos de la península Ibérica. En Málaga llegaron a desembarcar esclavos amerindios de Norteamérica, algo que enojó a las autoridades eclesiásticas. La Inglaterra coetánea vivía un ambiente propicio a los negocios, especialmente en ciudades como Londres o Plymouth. Ya en 1551 se había fundado la compañía de comerciantes aventureros, con la pretensión de alcanzar China, que se convirtió en 1555 en la de Moscovia. Se fundó en 1600 la compañía de las Indias Orientales, dirigida por el mercader londinense Thomas Smythe.
Sin los fondos adecuados para emprender una empresa de navegación y colonización, además de carecer de ganas de romper con los españoles, Jacobo I concedió en 1606 carta de autorización a la compañía de accionistas de Virginia, articulada en los grupos de inversores de Plymouth y de Londres (en el que Smythe era muy importante). Los londinenses podían fundar establecimientos entre los grados 34 y 40 de latitud, mientas los de Plymouth lo podrían hacer en las tierras al norte. Gozaron unos y otros de la potestad de nombrar los gobernadores, pero respetando los derechos de los colonos como ingleses, amparados en la Carta Magna y en la ley común.
En Inglaterra algunos abogaban por liberarse de gentes ociosas y díscolas por medio de la colonización, así como de lograr los metales preciosos que enriquecían a la monarquía española. Así conseguiría el reino un mayor equilibrio económico y social, que redundaría en su grandeza. Las cosas, no obstante, no fueron nada fáciles.
En agosto de 1607 la compañía de Plymouth estableció en Maine el enclave de Sagadahoc, que fue abandonado a la primavera del año siguiente. La de Londres tampoco estuvo inactiva: Christopher Newport fundó aquel mismo año Jamestown, que reveló ser un lugar propicio a la malaria. Las relaciones con los amerindios tampoco fueron buenas y se pensó en abandonar el establecimiento.
Visto que la compañía de Londres no logró los anhelados beneficios en oro y en otras riquezas, en 1609 se concedió una nueva carta real, en la que los inversores pudieron elegir al tesorero y a los miembros de su consejo, siendo el pensador Francis Bacon uno de ellos. Se vendieron acciones por doce libras y diez chelines a cambio de beneficios y una concesión de tierra. Tampoco acompañó entonces la suerte a la compañía, que publicó en su descargo una declaración en la que instaba a la paciencia.
Para mejorar su maltrecha fortuna, Jacobo I concedió una nueva carta en 1612, por la que se ampliaba el territorio de la compañía a las Bermudas o islas del verano, que en 1615 dispondrían de su propia compañía. La asamblea general de inversionistas gozó de mayores poderes en este momento. Para recabar más fondos, se autorizó a hacer loterías, tan lucrativas como cuestionadas por fraudulentas y empobrecedoras de la gente, por lo que fueron prohibidas en 1621.
Mientras tales hechos sucedían en Inglaterra, la naciente colonia de Virginia iba afirmándose, rodeada de pueblos organizados en una verdadera confederación, la de Powhatan. En 1614 concluyeron las concesiones de los contratados por la compañía, pero los que permanecieron en el Nuevo Mundo pudieron convertirse en propietarios alrededor del río James. Se convirtieron en exitosos cultivadores de tabaco, alcanzándose en 1618 la producción de unas cincuenta mil libras, que desafiaron las censuras de algunos en Europa. Todo el que pudiera pagar ciento cincuenta libras de hoja de tabaco conseguiría una esposa, dispensada por la misma compañía. Al año siguiente, compraron a los holandeses los primeros esclavos africanos, además de establecer su propia asamblea. El levantamiento amerindio de 1622 puso a la colonia en serios apuros. En 1624, la corona retiró a la compañía la concesión por no haber cumplido los objetivos, y Virginia se convirtió en colonia real. Poco a poco despegaba la América inglesa, emprendiéndose otras fundaciones.
Para saber más.
Frank E. Grizzard y D. Boyd Smith, Jamestown Colony. A political, social and cultural history, Santa Bárbara, 2007.
Irlanda, una posible punta de lanza española contra el poder inglés.
Irlanda fue tan codiciada como difícil de dominar para los reyes de Inglaterra. Su poder efectivo se redujo durante siglos a los alrededores de Dublín, mientras los aristócratas del resto de la isla mantenían con fuerza sus posiciones. El problema se complicó para el poder inglés cuando sus enemigos del resto de Europa hicieron causa común con sus oponentes irlandeses.
Los náufragos de la Gran Armada no merecieron la misericordia de las guarniciones de Isabel I en Irlanda, pero en los círculos españoles se conocía bien el potencial irlandés como ariete. A las discrepancias políticas y religiosas se sumaba el descontento ocasionado por la política inglesa de colonización o plantación. Los españoles podían aprovecharse de todo ello, y en agosto de 1590 se temía que unas fuerzas inglesas ni muy numerosas ni bien armadas no pudieran frenar un desembarco español. Figuras como la del lord diputado de Irlanda sir John Perrot (un verdadero virrey) fueron acusadas de alta traición al mantener correspondencia con Felipe II.
La preocupación era tan grande que cuando en 1595 se planificó una gran expedición contra España, bajo el mando de Drake y Hawkins, se insistió sobremanera en la protección de Irlanda. En los años sucesivos, el conde de Tyrone pondría en jaque al poder inglés, haciéndose deseable una paz con España. La isla se había convertido en el Flandes de Isabel I, según se reflejó en el informe de 1597 sobre la situación de Irlanda, donde la gran rebelión del Ulster había tomado gran vuelo. Faltos de medios, los cinco condados del círculo de Dublín no reaccionaron con la rapidez oportuna, mientras la tercera parte de las fuerzas inglesas era diezmada por las enfermedades. En aquellas circunstancias, se temió que los españoles llegaran a marchar victoriosamente sobre Dublín.
La corrupción alcanzó a las tropas inglesas en Munster, donde sus oficiales vendían sus víveres o los cambiaban por otros de calidad inferior. En 1600 se pensó atajar tanto desorden restituyéndole a Irlanda su propia moneda, pero terminaron imponiéndose medidas más draconianas. El lord diputado Mountjoy impuso orden en el ejército, insistiendo en mantener el decoro religioso, no tratar con el enemigo, prohibir violaciones y saqueos, vedar los rescates de prisioneros por dinero y en no permitir a los soldados llevar muchacho o mujer de servicio.
En septiembre de 1601 tuvo lugar el tan largamente temido desembarco español, en Kinsale, mientras el marqués de Caracena se comunicaba con el arzobispo de Dublín, fray Matthew de Oviedo. Los habitantes de Kinsale pudieron marchar, sin ser acusados de alta traición, mientras la alarma cundía en la isla. Sin embargo, las fuerzas españolas resultaron insuficientes, y Kinsale no se convirtió en la punta de lanza de la conquista.
No obstante, los ingleses estimaron en 1602 que sería necesaria la llegada de cuatro mil soldados más a Irlanda, en un momento en el que los condados de Inglaterra se encontraban sobrecargados por los requerimientos del gobierno. El balance del 31 de marzo de 1602 sobre los gastos en Irlanda fue esclarecedor de las dimensiones del problema.
Entre 1573 y 1579, las autoridades inglesas habían gastado en Irlanda una media de unas 26.000 libras. Sin embargo, se saltó de 1579 a 1584 a las 93.583 por el estado de guerra, alcanzándose las 322.502 en 1602, cuando se devaluaron todas las monedas que circulaban por la isla. Con tales dispendios se mantuvo una fuerza que alcanzó los 17.300 soldados, a veces muy poco eficaz. Da idea de su magnitud que a comienzos del siglo XVII el erario real inglés ingresaba unas 374.000 libras. La asistencia a los rebeldes de los Países Bajos sólo le suponía 25.000 libras.
No obstante, en sus últimos momentos de vida Isabel I decidió emplear a fondo sus contadas fuerzas contra sus enemigos, buscando mejores condiciones en la mesa de negociaciones con España. En julio de 1602 se emprendió una guerra más sistemática contra los enemigos irlandeses, que no disponían de la debida asistencia española, mientras se enviaba una flota contra la misma España. Se fueron abriendo al mismo tiempo otras opciones. En 1603 se pensó establecer una casa de la moneda del reino de Irlanda en Dublín, que enriquecería el país. Se creía que los irlandeses captaban mejor los metales preciosos españoles que los ingleses, al dispensar a España pescado, tocino y cueros. Tal hecho causó inquietud en Inglaterra, donde se pensó conseguir el ansiado dinero español vendiendo tejidos a los irlandeses.
Los problemas no cesaron en Irlanda, por mucho que la amenaza española se reveló como un tigre de papel. En el futuro, la combinación de descontento interno y amenaza externa continuaría atenazando al poder inglés y británico en Irlanda.
Fuentes.
109- Biblioteca del palacio de Lambeth.
Problemas para alcanzar la paz entre Inglaterra y España.
Españoles e ingleses libraron abiertamente desde 1585 una guerra con frentes en el Canal, los Países Bajos, el Atlántico y las Indias. El fracaso de la Gran Armada impidió a los españoles someter a su voluntad a Inglaterra, que también fracasó en varios de sus ataques a la Península y a la América española. Si la resistencia irlandesa devoraba sus recursos militares, los de España se encontraban consumidos por su largo conflicto en los Países Bajos.
El ascenso al trono inglés el 24 de marzo de 1603 de Jacobo I, que ya era rey de Escocia, abrió una nueva perspectiva diplomática para la corte de Felipe III, que temía que Enrique IV de Francia volviera a las hostilidades contra España. Con no poca cautela, se iniciaron negociaciones de paz, pero veteranos del comercio inglés de contrabando desde Sevilla como Thomas Alabaster (a la sazón miembro de la Compañía de las Indias Orientales) alertaron de sus peligros. El 7 de noviembre se dirigió al primer secretario Robert Cecil para señalarle los problemas de la paz con España.
Aquel hombre de negocios, como otros muchos, desconfiaba vivamente de España, cuya ambición y poder temía. Por los comisionados españoles en Calais supo que si los ingleses no se retiraban de las fortalezas zelandesas de Flesinga, Rammekens y Brielle resultaría muy difícil llegar a un acuerdo. Como sus guarniciones eran una carga para las finanzas de Inglaterra, varios miembros del consejo privado de Jacobo I se mostraron dispuestos a cederlas. Alabaster acusó al embajador español de persuadirlos más todavía con el soborno de joyas.
Ciertamente, las luchas en los Países Bajos y la hostilidad con los españoles habían perjudicado vivamente a los mercaderes ingleses, que tuvieron que compensar sus pérdidas dirigiéndose a los puertos del Báltico. La paz, además de honorable, podría resultar lucrativa, pero nuestro hombre se mostró preocupado por la completa pérdida de los Países Bajos, ya fuera por una victoria militar española o por una hipotética reconciliación con sus contrarios, las nacientes Provincias Unidas.
Los neerlandeses habían sido capaces de desplazar el comercio de los turcos en el Este, pero ir de la mano con ellos resultaba muy problemático. Ya se apuntaba entonces la incipiente competencia entre ingleses y neerlandeses en las Indias Orientales. Años más tarde, en 1623, los ingleses padecerían a manos de aquéllos la masacre de Amboyna.
Por importante que hubiera podido ser el Mediterráneo, Alabaster puso sus ojos en el tráfico con las Indias Orientales y Occidentales, donde España había acrecentado sus dominios tras la incorporación de Portugal en 1580. Para mantener la marina, esencial para la defensa y la economía de Inglaterra, debería de asegurarse el comercio con aquellas tierras, pues de lo contrario la paz sería más destructiva que la guerra.
Tampoco se dejó en el tintero la delicada cuestión de la libertad religiosa de los mercaderes ingleses en los dominios hispanos frente a los ataques de la Inquisición, aduciéndose razones de libertad de conciencia y seguridad en los negocios.
Los diplomáticos españoles estuvieron al tanto de tal estado de opinión, del que se hizo eco el 15 de mayo de 1604 el condestable de Castilla en su correspondencia con el conde de Villamediana. Aunque puso el mayor énfasis en la defensa de los católicos de Inglaterra e Irlanda, a los que debería de asegurarse el libre ejercicio de sus creencias, se mostró pragmático en varios puntos. En España se clausurarían los seminarios de sacerdotes ingleses y el Santo Oficio no inquietaría a los hombres de negocios de Inglaterra por cuestiones pasadas.
A su modo de ver, los católicos ingleses ayudarían a establecer el libre comercio entre los dominios de Jacobo I y los de Felipe III, aunque no se autorizara su navegación hacia las Indias. Deberían de conformarse con mercadear con los puertos de España y de los Países Bajos de obediencia española.
De todos modos, el camino más seguro de garantizar el acercamiento hispano-inglés no era el comercio, sino la alianza con Jacobo I, que debería de romper relaciones con los neerlandeses. La deseada paz se antojaba muy insegura, pues los años de guerra habían dejado un reguero de odios y reclamaciones. Las presas hechas por los ingleses a la navegación española debían ser resarcidas, y reclamadas las joyas y otros objetos de valor que los insurrectos de Holanda, Gante, Amberes y Brujas empeñaron a Isabel I en garantía de su ayuda. Al ser de la casa de Borgoña, debían entregarse a los archiduques Alberto e Isabel Clara Eugenia, que regían los Países Bajos hispanos.
Desde aquí se siguieron con vivo interés las negociaciones, y los mismos archiduques participaron del tratado de paz, alianza y comercio suscrito el 28 de agosto de 1604. Se expresó con solemnidad que el incendio de la guerra había quemado las provincias cristianas, y por la gracia de Dios ahora se pensaban extirpar las semillas de la discordia. La llegada al trono inglés de Jacobo de Escocia permitía restablecer la antigua alianza entre ambas monarquías. La liberación de prisioneros y la abstención de actos hostiles dieron la medida de los nuevos tiempos.
Tanto españoles como ingleses se abstendrían de dar apoyo a cualquier rebelde. Sin embargo, las plazas de Flesinga, Rammekens y Brille, que tanto revuelo habían ocasionado, no se entregarían a los archiduques por los compromisos previamente suscritos por Isabel I, que ataban a Jacobo I. Sin embargo, el nuevo rey de Inglaterra procuraría que se alcanzara una paz con las Provincias Unidas, disponiendo libremente a continuación de tales fortalezas.
En el ínterin, ni los españoles atacarían sus guarniciones inglesas, ni los neerlandeses serían socorridos por Inglaterra. Además, sus navíos no les transportarían mercancías de España u otros reinos. Atisbando la incipiente rivalidad anglo-neerlandesa, los españoles pensaban ahogar así política y económicamente a las Provincias Unidas.
En la cuestión del libre comercio, los españoles lo consintieron según los usos de las antiguas alianzas, sin autorizar la navegación a las Indias. De hecho, el 4 de enero de 1607 Felipe III confirmaría los privilegios consulares de los ingleses en Sevilla, Sanlúcar, Cádiz y Puerto de Santa María, que databan de 1538. Según los términos del tratado, el comercio inglés con las Indias sólo se podría hacer de manera indirecta, aceptando el monopolio sevillano.
De gran importancia fue que los barcos de guerra de ambas partes pudieran acogerse a los puertos de su aliado por mantenimiento o tempestad. No en vano, la armada española llegó a recalar en 1639 en las costas de Kent en pleno combate con los neerlandeses, resultando finalmente derrotada en la batalla de las Dunas.
La paz entre ambas coronas duró oficialmente hasta marzo de 1624. Aunque sobre el papel fue un éxito diplomático español, no se consiguió subordinar a los ingleses en los términos esperados.
Fuentes.
ARCHIVO HISTÓRICO NACIONAL.
Estado, 2798, Expedientes 6 y 14.
Documento SP 14/4 f. 146r en nationalarchives.gov.uk
Los católicos ingleses y las relaciones diplomáticas entre Felipe III y Jacobo I. Los enfrentamientos entre España e Inglaterra en la segunda mitad del siglo XVI estuvieron dictados por razones políticas y económicas, pero también religiosas. El reinado de la católica María Tudor, casada con Felipe II, había dejado un amargo recuerdo en la Inglaterra protestante, y en la festividad de San Juan se abolió allí el antiguo culto católico.
No obstante, Isabel I se mostró cauta y en sus diez primeros años de reinado no se persiguió con dureza a los católicos, que se conformaron con el culto privado. Con el concilio de Trento se impuso un cambio, el de no transigir con el llamado cisma de Inglaterra. William Allen, que alcanzaría el cardenalato, fundó en 1568 en Douai, en los Países Bajos españoles, un seminario de misioneros. Además, el Papa Pío V declaró en 1570 la deposición de Isabel I y la liberación de obediencia de sus súbditos. La hostilidad entre el catolicismo y la reina fue desde entonces más que manifiesta, agravándose con la guerra contra España. No pocos católicos ingleses se exiliaron a ciudades como París, desde donde siguieron con interés los cambios políticos en Europa.
El 24 de marzo de 1603 subió al trono inglés Jacobo, hasta entonces rey de Escocia, y se atisbó un cambio político. Hijo de la católica María Estuardo, ejecutada en 1587, tuvo una formación calvinista, pero él era un ecumenista erudito. De su nuevo reino de Inglaterra le agradó su sistema episcopal, más dúctil a la autoridad real que el presbiteriano de Escocia. Además, en Inglaterra había más católicos que allí. En su círculo más cercano, su esposa Ana de Dinamarca abrazó el catolicismo.
Muchos de ellos esperaron del nuevo monarca una respuesta de conciliación política, como la sugerida por la carta de los católicos de Inglaterra. Se esperaba que se acabara con las leyes penales contra el catolicismo, las que impedían el culto, la posesión de tierras y el ejercicio de responsabilidades públicas, y el traer de Roma objetos y libros religiosos. A los sacerdotes se les podía ejecutar. Jacobo I aseguró al conde de Northumberland que no perseguiría a nadie que negara su autoridad, pero la cámara de los Comunes se opuso firmemente a toda concesión.
El camino para una cierta tolerancia y reconciliación estaba plagado de obstáculos. Se descubrió en 1603 la conspiración nobiliaria católica de Bye, que pretendía derrocarlo por su prima Arabela. Uno de sus desveladores fue el jesuita Garnet, que quiso evitar así importantes represalias. Entonces Inglaterra se encontraba todavía en guerra con España, y aunque se negociaba ya la paz también se promovieron acciones hostiles para mejorar la posición en la mesa de negociaciones. El condestable de Castilla, uno de los diplomáticos españoles encargados, entró en contacto en Flandes con Guy Fawkes. Procedente de una destacada familia de Yorkshire, se había convertido al catolicismo y sentado plaza como soldado en 1593 en el ejército español de los Países Bajos.
Fawkes formaba parte de los designios de otro destacado católico, Robert Catesby. Su padre había sido sancionado por no someterse a la Iglesia de Inglaterra, y él se había unido en 1601 al fallido levantamiento del conde de Essex contra Isabel I. Al salir de prisión, quiso alentar una invasión española de Inglaterra, que nunca se produjo. Sus planes condujeron a la llamada conspiración de la Pólvora, que el 5 de noviembre de 1605 pensaba volar por los aires el parlamento y acabar con el gobierno de Jacobo I. Fue un fracaso, pero Jacobo I no rompió la paz alcanzada con España en 1604 ni desató un baño de sangre al modo de María Tudor.
Los conspiradores fueron defendidos por una religiosa española llegada a Londres por aquellas fechas, Luisa de Carvajal y Mendoza. Los ingleses le habían decomisado sus disciplinas en la aduana, y la consideraron poco menos que una monja huida de un monasterio. Mantuvo una actitud tan comprometida como militante, digna de una luchadora de la Contrarreforma que buscaba el martirio.
En mayo de 1606 Jacobo I se conformó con exigir a los católicos un juramento de lealtad, abandonando la obediencia al Papa al estilo de los jesuitas. Los católicos ingleses se dividieron al respecto, como observó Luisa de Carvajal un mes más tarde en su correspondencia con el jesuita José Cresvelo. No todos tenían el valor de enfrentarse a las leyes. Además, opinaba que la paz hacía creer a los ingleses que España era blanda y que no movería ficha por aquéllos.
Con semejantes bríos, nada tiene de extraña su resolución. Aprendió inglés, evangelizó, visitó a presos católicos y fundó la compañía femenina de la Soberana Virgen María. Se quejó a inicios de 1607 de la afluencia de muchos sacerdotes a Inglaterra sin la preparación necesaria, que deberían ser puestos bajo la dirección de los jesuitas. Polemizó especialmente con los mercaderes londinenses, acendrados protestantes. El jesuita Garnet temió su martirio, pero la protección de la embajada española resultó de lo más eficaz.
No pudo evitarse que fuera temporalmente encarcelada en 1608 tras arrancar pasquines contrarios al Papa y entablar polémica en las calles. A su salida de prisión, proseguiría en su empeño. El 9 de diciembre de 1610 organizó un banquete en la cárcel de Newgate para veinte condenados, como el benedictino John Roberts, descuartizado al día siguiente. Tuvo Luisa la costumbre de guardar en cajas de plomo los miembros de los católicos descuartizados como reliquias. Al respecto, escribió el 19 de octubre de 1612 a la duquesa de Caracena:
“Cuando se les antoja a estos salvajes de poner los cuartos sobre las torres, no hay llegar a ellos. Las cabezas de todos las ponen así siempre, y cuando los entierran es junto a la horca, en un hoyo hondísimo y muy ancho, que hay mucha cantidad de tierra que quitar, y ponen sobre los Santos los ladrones que ahorcan con ellos. A éstos no los hacen cuartos; y así, bien se ve cuáles son los Santos.”
En 1613 el arzobispo de Canterbury ordenó su nuevo encarcelamiento, junto a tres mujeres más, bajo la acusación de conspirar contra la autoridad real y parlamentaria. Como Jacobo I deseaba preservar la paz con España, el embajador conde de Gondomar pudo liberarla, haciendo valer toda su energía y ascendiente sobre el rey. A cambio, Felipe III ordenó el retorno inmediato de Luisa a España.
El 20 de noviembre de aquel año aseguraría epistolarmente al duque de Lerma que había ido a Inglaterra por vocación de Dios, y que el brío y el valor del embajador le habían arrebatado una gloriosa corona de mártir. Murió en casa de Gondomar el 2 de enero de 1614, trasladándose sus restos en 1615 a España.
Los españoles no jugaron a fondo la baza de los católicos ingleses, demasiado débiles para alterar la situación de su reino. Sin embargo, constituían al mismo tiempo un riesgo para la preservación de la paz de 1604, favorable a los intereses políticos y comerciales de la Monarquía hispánica, pues para numerosos protestantes ingleses la amenaza del papismo y de España era bien real.
Fuentes.
Epistolario de Luisa de Carvajal y Mendoza. Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.
España calibra atacar Jamestown.
La firma de la paz entre España e Inglaterra en 1604 no supuso el fin de las rivalidades y de las suspicacias entre ambas. Los españoles vieron con preocupación los avances de la colonización inglesa en Norteamérica, particularmente con la fundación de Jamestown en 1607, el punto de inicio de la Virginia inglesa.
El 8 de noviembre de 1608 se ordenó al gobernador y capitán general de Florida Pedro de Ibarra que mandara al capitán Francisco Fernández de Écija a que pasara el cabo San Román y reconociera el norte en busca de busca de establecimientos ingleses o de otras naciones. Comandaría una pequeña fuerza expedicionaria de veinticinco hombres de guerra y de mar, además de contar con los servicios de una traductora amerindia, casada con un español.
El 26 de junio de 1609 salió de San Agustín y el 8 de julio llegó al río Jordán, a cuatro leguas de Jamestown, donde recalaban los navíos ingleses. Supo de la cerca de madera del establecimiento y de su estrecha relación con los amerindios, expresada en términos de confederación.
A su regreso, los españoles temieron que los ingleses pretendieran internarse desde allí hasta el corazón de sus dominios, en la minera Zacatecas, y alcanzar la costa pacífica para comerciar con China, perturbando la navegación y la seguridad del Pacífico hispano. La seguridad del imperio español peligraba.
En vista de ello, la junta de guerra de Indias se pronunció el 5 de marzo de 1611 sobre la ocupación inglesa de Virginia, bajo el temor de la extensión del protestantismo y de nuevas conquistas. Se propuso enviar a dos religiosos como espías en los navíos ingleses que fueran a Virginia para conocer su fuerza exacta.
Sin embargo, don Diego de Ibarra y don Fernando Girón fueron de un parecer más enérgico. Aconsejaron reunir con prontitud una fuerza de cuatro a cinco mil hombres, con las naves necesarias, para marzo de 1612. Para recabar más detalles, se interrogó a marineros ingleses en La Habana.
Al final, todo quedó en agua de borrajas, pues en la junta de guerra pesó más el deseo de mantener la paz con Inglaterra que de abortar una de sus fundaciones coloniales.
Para saber más.
William S. Goldman, “Spain and the Founding of Jamestown”, The William and Mary Quarterly, 68 (3), 2011, pp. 427-450.
La pugna por la Guayana del Dorado.
El mito del Dorado no sólo sedujo a los españoles, sino también a los ingleses. Sir Walter Raleigh quiso adueñarse de aquel opulento imperio de metales preciosos y en 1595 comandó un ataque contra las posiciones españoles en Trinidad y en la desembocadura del Orinoco. Llegó a tomar San José de Oruña, en Trinidad, pero ni consiguió establecer un asentamiento inglés ni dar con el Dorado. Dio testimonio de sus esperanzas en su obra El descubrimiento del vasto, rico y hermoso imperio de la Guyana, un verdadero llamamiento a la acción de sus compatriotas.
A comienzos del siglo XVII, los españoles consolidaron su posición en aquellas regiones. Sus ciudades escogieron un procurador propio para representarlas y defender sus intereses. Con la intención de cortar los rescates o actividades comerciales con los extranjeros, la corona les autorizó a fletar un navío de permiso de porte menor para unirse con la gran flota de Tierra Firme y de Nueva España. A falta de minas de plata y de oro, los españoles comenzaron a cultivar el lucrativo tabaco. Consiguieron en 1616 no pagar alcabala ni almojarifazgo por su venta durante seis años.
Las cosas parecían enderezarse en la isla de Trinidad y en Santo Tomé de la Guayana del Dorado, pero pronto sus gentes tuvieron que enfrentarse a un aluvión de complicaciones. Padecieron desde 1617 los rigores del gobernador Diego Palomeque de Acuña, y entre ese año y el siguiente encajaron un nuevo ataque inglés. Con una fuerza de cinco navíos y seiscientos hombres, en la que tomó parte activa el segundo hijo de sir Walter, se lanzaron contra las posiciones españolas (calificadas de lugarejos por el mismo sir), quemaron sus tabaqueras, tomaron su navío de permiso e intentaron poner de su lado a los amerindios del territorio. Tal incursión no fructificó, costándole la cabeza al propio Raleigh. A pesar de ciertas instancias, Jacobo I no quiso romper la paz formal con España.
En aquellas codiciadas tierras habían quedado los españoles maltrechos, reducidos a vivir en los campos y con la vista puesta en marchar a otros lugares. Siguiendo usos muy propios de la época, solicitaron ciertas mercedes de la corona para no desamparar los territorios. Pidieron la exoneración por doce años del impuesto de un real y medio por cada libra de tabaco que pasaba por la aduana de Sevilla, que controlaba así la comercialización oficial del valioso género. Se estimaba que cada año circulaban unas treinta mil libras de tabaco por aquella aduana. La complacencia de los colonos no significaba cuestionar los monopolios de la corona, junto con los intereses asociados. Los compromisos fueron complicados, por muy amenazadores que fueran los enemigos de España.
Fuentes.
ARCHIVO GENERAL DE INDIAS.
Santo Domingo, 179 (R. 3, N. 65; R. 4, N. 81).
Los problemas del poder inglés en Irlanda.
Las monarquías autoritarias de la Europa de comienzos del siglo XVII se enfrentaron a desafíos comunes, como los de la rebelión de territorios poco favorables a su autoridad. La de Jacobo I de Inglaterra se encaró con el dominio efectivo del reino de Irlanda, y en 1614 se presentó un incisivo memorial en el que se exponía la preocupación por su situación.
Se sostenía que en los reinos conquistados, como el de Irlanda, el tiempo era el que unía al conquistador y al conquistado. En verdad, los ingleses menospreciaban a los irlandeses como bárbaros hasta hacía poco, pero los matrimonios mixtos, los viajes de los irlandeses fuera de su isla como soldados o políticos, y la afluencia de nuevos pobladores ingleses y escoceses habían limado tal percepción.
A los recién llegados, sin embargo, se les consideraba enemigos de los naturales, so capa de la religión. Se formó así una imperfecta unión, dañina para la autoridad. Si las antiguas rebeliones eran por motivos familiares o particulares, como no someterse a la ley, sin arriesgar la fidelidad de las ciudades o de los antiguos pobladores ingleses, ahora existía un peligro mucho mayor, atizado por la religión y las plantaciones o colonizaciones forzadas.
Se apuntaba que Irlanda contaba con una juventud numerosa y adiestrada en las armas por sus servicios en el exterior. Los naturales habían aprendido destreza política, y declararían cuando conviniera una rebelión bajo capa de religión y libertad, arrastrando incluso a los antiguos ingleses y gentes de las ciudades.
Conocedores en carne propia del poder del rey de Inglaterra, buscarían ayuda exterior. Los planes del conde de Tyrone causaban inquietud, particularmente cuando pensaba reunirse con el arzobispo pontificio de Dublín, pensionado con trescientos ducados por Felipe III y presente en Lovaina. Llegó a negociar en la misma España con el astuto y anciano Tyrone. Aunque tenía difícil concitar las simpatías de las ciudades y de los acaudalados, podía atacar con un ejército extranjero. Se desatarían de esta forma unas verdaderas vísperas sicilianas en Irlanda contra los dispersos ingleses y escoceses recién llegados.
En verdad, nadie parecía apoyar los irlandeses contrarios a Jacobo I, pero el Papa, el rey de España y los archiduques de los Países Bajos daban motivo de preocupación a más de uno. El de España era nada más que un enemigo reconciliado, dispuesto a la menor ocasión contra el defensor del Evangelio. Las plantaciones en Bermudas o Virginia le podían suministrar motivos de ruptura. Se planteaba que Irlanda pudiera caer igual que Navarra en manos del rey de España, por concesión papal, con el envío de unos diez mil soldados de infantería. Las fuerzas y castillos de Jacobo I no aguantarían la embestida. Tampoco Dublín resistiría una rebelión general.
La recuperación del reino de Irlanda sería tan costosa como la de Normandía o Aquitania en el pasado. Se responsabilizaba a los jesuitas irlandeses de animar a los arrogantes españoles, ya que el ejemplo de las Provincias Unidas los había convencido que se podía conquistar Irlanda y desgastar a una Inglaterra incapaz de volverla a poseer.
Entre tanto temor, se concedía que Felipe III no deseaba una guerra abierta, por mucho que el conde de Tyrone pudiera retornar con bríos. Se recomendaba estar prevenido, alzando ciudadelas en Waterford y Cork para contener a los naturales, y aprestando compañías para ser transportadas con rapidez en caso de necesidad. En verdad, España no emprendió ninguna campaña en Irlanda, pero los irlandeses no dejaron de estar en el centro del torbellino político del siglo XVII.
Fuentes.
109- Biblioteca del palacio de Lambeth.
Cromwell y España, entre el enfrentamiento religioso y el más mundano.
España e Inglaterra fueron enemigas, pero también aliadas en los siglos XVI y XVII. Carlos I, cuando era príncipe de Gales, aspiró a un matrimonio español, deseo que terminó con una ruptura de hostilidades entre ambas monarquías. Años más tarde, se enfrentaría a una oposición cerrada y contundente en sus reinos. Terminó decapitado y en Inglaterra se proclamó una república. El poder español se encontraba por entonces bastante castigado por la insurrección en Cataluña, secundada por Francia, y por la separación de Portugal y sus dominios. La paz con las correosas Provincias Unidas era una necesidad, cuando todavía se combatía con los franceses en distintos frentes.
Desde Inglaterra se habían seguido con vivo interés los sucesos de la Monarquía hispánica, como los de Cataluña. Sin embargo, el torbellino de las guerras civiles había impedido aprovechar tal situación. El embajador Alonso de Cárdenas informó como a Carlos I se “le cortó públicamente la cabeza a las nueve del dicho (6 de febrero de 1649) en un tablado que se levantó delante de su palacio de Whitehall, con asombro general de la multitud del pueblo que asistió a espectáculo tan horrible”. Conocedores de la importancia que España concedía a la defensa del catolicismo a nivel diplomático, los embajadores de la derrocada realeza inglesa le insistieron en 1650 a que animara al Papa a alentar la resistencia de los católicos, particularmente activos en la conflictiva Irlanda. Desde octubre de 1642 los dirigentes de los católicos irlandeses se habían reunido en la asamblea de Kilkenny, dotándose de una verdadera constitución política. En el pasado, los españoles habían secundado la oposición católica en Irlanda contra el poder inglés, llegando a desembarcar unidades militares, pero ahora no era el mejor momento para abrir un nuevo frente. El 27 de abril de 1652 el mismo Cárdenas recibió poderes como ministro plenipotenciario para tratar con el parlamento de la república de Inglaterra, con la pretensión de continuar la buena amistad y establecer un tratado en consonancia. El pragmatismo de la diplomacia española alcanzaba a ver la importancia estratégica de los puertos de las islas Británicas y el valor de los recursos navales ingleses, claves en la preservación de los dominios de los Países Bajos y en la derrota de Francia.
El acercamiento hispano-inglés, a despecho de la ejecución de Carlos I, parecía plausible, máxime cuando la agitada Francia no se mostraba dispuesta a reconocer a la nueva república de Inglaterra. No sería la última vez que la monárquica España hiciera causa común con una república regicida por imperativos diplomáticos. El idilio, sin embargo, duró poco por tres grandes puntos de discrepancia: el acceso a las Indias, el trato dispensado por la Inquisición a los mercaderes protestantes ingleses y el pago de impuestos sobre el comercio. Ya desde fines del siglo XVI los españoles residentes en Londres habían observado la popularidad del protestantismo más riguroso, el de los puritanos, en los círculos mercantiles ingleses, que habían secundado mayoritariamente al parlamento contra el rey en las guerras civiles. El acceso a los puertos y a los recursos del imperio español les resultaba de un valor incalculable. Sabían burlar las cortapisas del sistema monopolista del comercio español con América, y sostenían una importante actividad en puertos como el de Alicante, de gran valor en las operaciones con el Norte de África. Si la separación de Portugal les concedía una buena oportunidad de hacer prosperar sus negocios, la paz hispano-neerlandesa los enfrentaba a un notable competidor, las Provincias Unidas.
A los españoles tampoco les complacía la expansión ultramarina de los ingleses, ni su protestantismo militante, particularmente a sus círculos rectores. La nobleza castellana, atenta al servicio a la corona y a los lucrativos tratos con las Indias, había interiorizado el pensamiento de la Contrarreforma. En su correspondencia con el séptimo duque del Infantado, don Rodrigo de Sandoval Mendoza, don Pedro de Mendoza Enríquez expresaría elocuentemente en octubre de 1656 su temor a que los puritanos difundieran sus doctrinas (“templos de apostasías”) en tierras de la Monarquía. Si la España de mártires ejemplares podía cerrarles el paso, las Indias de evangelización reciente, “sin escrúpulos, ayunos, confesiones y con libertad de conciencia de los naturales” podían resultar presa fácil a su entender. El tiempo de las guerras de religión no parecía todavía pasado por mucho que se tuvieran muy presentes elementos más mundanos.
La república inglesa no gozó de estabilidad política, y en abril de 1653 el comandante del ejército parlamentario Oliver Cromwell disolvió la última representación del llamado parlamento largo. Pronto se avanzó hacia una forma de gobierno más autoritaria, y el 16 de diciembre de 1653 Cromwell fue proclamado oficialmente lord protector. Hombre determinado, de arraigadas creencias puritanas, los españoles terminarían acusándolo de conducirse de forma más ostentosa que los derrocados reyes de Gran Bretaña, expresión ya empleada por la diplomacia española.
Ingleses y neerlandeses sostuvieron una guerra por motivos comerciales y coloniales que duró hasta el 15 de abril de 1654. Sin embargo, el Protectorado no consideró adecuado mantener la paz exterior, especialmente con la aborrecida España. A esta atmósfera de hostilidad contribuyó la llegada de judíos sefardíes desde Ámsterdam, vista con buenos ojos por puritanos como Cromwell. La expulsión de 1492 era recordada con amargura, y además de servir a los sultanes otomanos también colaboraron con las Provincias Unidas en territorios como el de Brasil. A pesar que los grandes mercaderes de Londres se opusieron a su establecimiento por temor a su competencia, el lord protector terminó permitiendo su presencia en 1657. El caso de Antonio Robles, en el curso de las hostilidades contra España, terminó determinando el sentido de la balanza. Al declararse el embargo sobre los mercaderes españoles, perdió sus bienes Antonio Robles, que manifestó entonces su condición de sefardí y de español por imposición.
Abiertas las hostilidades, los ingleses decidieron hacer uso de su poder naval, que se articuló en tres grandes escuadras. La primera escuadra, de treinta navíos, se desplegó en el canal de la Mancha para evitar el retorno de Carlos II de tierras germanas. Se temía que los Estuardo emprendieran militarmente su restauración, explotando el descontento de los disidentes de los tres reinos de Inglaterra, Escocia e Irlanda.
La segunda fue enviada al Mediterráneo, al mando del almirante Robert Blake. En teoría debería de exigir al duque de Florencia el cobro de lo restante de la indemnización por pérdidas de guerra, sufridas por los ingleses cuando se refugiaron en 1653 de las fuerzas neerlandesas en el puerto de Liorna. Su objetivo, con todo, era más ambicioso. El 16 de febrero de 1655 partió la escuadra de Liorna en dirección a las costas norteafricanas, las de las regencias otomanas. Trípoli fue atacado y los cautivos ingleses liberados, represaliándose a los comerciantes ingleses en Egipto al conocerse las noticias. Las naves de Blake también recalaron en Túnez y Argel, antes de alcanzar a comienzos de junio las aguas de la bahía de Cádiz, el estratégico punto de enlace de las naves españolas que iban y venían de las Indias. España no hizo causa común ni con los otomanos ni con sus regencias, pues sostenía una implacable lucha con Argel, no dejando de insistir distintas voces en su conquista.
El despliegue de fuerza naval no sólo pretendía hacerse con la flota española de las Indias, con caudales que sostenían el crédito de la golpeada Monarquía hispana, pues también se acarició la idea de conquistar territorios a los españoles en América, el llamado Western Design, animado por Thomas Gage, el autor de The English-American. En nombre de Dios, los tiránicos españoles serían expulsados de las Indias y sus naturales podrían disfrutar de las mieles del gobierno puritano, que no dudó en emplear todo el arsenal propagandístico de la conocida leyenda negra. Una fuerza de treinta y seis navíos partió hacia aguas americanas el 6 de enero de 1655. A fines de febrero alcanzó las islas Barbados. Se consiguió conquistar a los bucaneros de origen francés y neerlandés las estratégicas islas de San Martín y San Cristóbal, pero el ataque a la española Santo Domingo con un ejército de siete mil hombres concluyó en fracaso el 23 de junio. Del ambicioso Western Design quedó la conquista de la isla de Jamaica solamente.
Mientras seguía su curso la guerra hispano-inglesa, el Protectorado y el rey de Francia concertaron el 3 de noviembre de 1655 una paz, con la pretensión de favorecer el comercio entre ambos Estados, si bien eran los prolegómenos de una acción militar concertada contra el común enemigo español. Las cuestiones religiosas y de legitimismo regio se dejaron a un lado oportunamente en este caso. A 9 de mayo de 1657 concertarían una alianza militar contra España, las Provincias Unidas, Dinamarca y Polonia, enemigas estas dos últimas de su aliada Suecia. Se pretendía “la ruina y destrucción de la orgullosa y tiránica monarquía española” fundamentalmente.
La diplomacia española tampoco se encontraba ociosa, y el 12 de abril de 1656 Felipe IV suscribió un tratado de paz con Carlos II, con asistencia del gobernador de los Países Bajos el archiduque Leopoldo. Carlos debía recuperar su trono, asistiéndolo Felipe con cuatro mil infantes y dos mil caballos, aprestando medios de conducción al lugar de Gran Bretaña que se estimara más oportuno. Si cobrara fuerza y buen éxito su causa allí, se le socorrería con el dinero oportuno. A cambio, Carlos se comprometía al acceder al trono a ayudar a la recuperación de Portugal con tropas inglesas e irlandesas, junto a una flota de doce navíos. Tampoco sus súbditos emprenderían nuevas plantaciones o colonizaciones en América, además de devolver lo tomado en ultramar desde 1630, particularmente lo conquistado por el Protectorado. Estas condiciones reflejaban los puntos débiles españoles, y no fueron en absoluto cumplidas en los futuros años de reinado de Carlos II.
Se añadió, además, un artículo secreto de cariz religioso, en el que insistieron los negociadores españoles, por el que se prohibían las leyes contra los católicos en los tres reinos. Se facultaba el libre ejercicio del catolicismo, particularmente en las plazas más idóneas para alzar sus templos, siguiéndose el modelo que Enrique IV de Francia acordó con los hugonotes. En Irlanda, que Cromwell había invadido entre 1649 y 1653 con furia, se restituirían los bienes y las rentas de los católicos, otorgándoles la paz y asamblea de Kilkenny de 17 de enero de 1648. Tales puntos tampoco se cumplirían. Sería la Francia de Luis XIV, en lugar de la más débil España de Carlos, la que emplearía los argumentos de defensa del catolicismo contra Inglaterra en las décadas sucesivas.
Mientras se trazaban planes de alianza de muy difícil cumplimiento, los ingleses proseguían atacando las costas y la navegación de España. Naves inglesas fueron avistadas en Rota a 12 de junio de 1656, especulándose si su objetivo último sería intimidar Lisboa (al no haber alcanzado el Protectorado un acuerdo con Portugal a su satisfacción) o atacar una flota neerlandesa de noventa y ocho navíos, dotados cada uno con un mínimo de ochenta y seis cañones. Paralelamente, los ingleses reconocieron hasta tres veces el terreno del estratégico Gibraltar, que ya entraba dentro de sus planes, obligando a su gobernador a rechazarlos con una fuerza de noventa jinetes y ochenta mosqueteros. También se dio la alerta en las costas de Huelva. La presencia inglesa en estas aguas buscaba capturar las naves llegadas de Indias. A comienzos de octubre de 1656 el gobernador de Cádiz, el conde de Molina, dio noticia del apresamiento de naves de la flota de Indias, como el galeón capitaneado por Antonio de Hoyos. Se consiguió una suma cercana a los cuatro millones de reales.
Con tales recursos, sin embargo, el Protectorado no podía proseguir su gran ofensiva en distintos frentes, desde Canarias a los Países Bajos. Cromwell tuvo que convocar un parlamento adicto para conceder los oportunos fondos de guerra. Mientras, cundía el desánimo entre más de un responsable de la Monarquía hispánica. Dios castigaba a sus gentes con enfermedades y derrotas, cuando Cromwell se dirigía al Altísimo como si pretendiera ser un profeta antiguo. Tales consideraciones, dignas de las guerras de religión, no nos han de hacer olvidar que también se combatía por la primacía naval y comercial y por la hegemonía de una Europa en pleno cambio.
Fuentes.
ARCHIVO HISTÓRICO DE LA NOBLEZA.
Osuna, CT. 18, D. 75 (1-3).
ARCHIVO HISTÓRICO NACIONAL.
Estado, 2778, Parte 1ª, Expediente 12.
Derrota inglesa en La Española.
Los ingleses pensaron que sus colonias en la América del Norte no gozarían de un futuro próspero y dirigieron su mirada hacia el Caribe español, concretamente hacia la isla de La Española. En 1647, el embajador español alertó de un posible ataque inglés.
Oliver Cromwell ansió conquistar Puerto Rico, La Española y Cuba para lanzarse contra Cartagena de Indias, que se erigiría en el centro del nuevo imperio inglés y protestante de América. La ruptura de hostilidades con los aborrecidos españoles, en guerra también con los franceses, le permitiría cumplir el Gran Designio o sus empeños de expansión en las Indias
Cromwell encomendó la campaña al almirante William Penn y al general Robert Venables, personas de su plena confianza. A finales de 1654 partió de Inglaterra una expedición de treinta y cuatro buques de guerra, junto a ocho auxiliares. Recaló en Barbados, donde se incorporaron más hombres y más naves hasta formar una fuerza de cincuenta y siete naves, con 2.800 marineros y 9.500 soldados.
De Barbados navegaron hacia Antigua, Nevis y Saint Kitts, y entraron por el canal de Mona hacia el Caribe. Su objetivo inicial era Santo Domingo.
El 13 de abril de 1655 se presentaron los ingleses ante el Placer de los Estudios, el estuario de la ciudad. Desembarcaron días después al Oeste, entre Nizao y Haina, pero los españoles apresaron a un soldado inglés, que reveló los planes de los atacantes.
Los ingleses pensaban conquistar Santo Domingo, y muchos de sus vecinos huyeron con sus pertenencias y sus esclavos, recordando el ataque de Drake de 1586. La plaza parecía próxima a caer.
Sin embargo, las fuerzas inglesas (compuestas de gente indisciplinada) afrontaron la dura resistencia de las fuerzas de lanceros, avezados a combatir a los franceses del Occidente de La Española. La intendencia inglesa padeció enormemente en aquella situación.
Desde la ciudad de Santiago, en el interior insular, llegaron refuerzos, que permitieron también fortalecerse a los defensores en la posición de San Jerónimo. A 10 de mayo, los invasores desistieron. Derrotados, marcharon hacia Jamaica a probar fortuna.
Para saber más.
Juan Bosch, De Cristóbal Colón a Fidel Castro. El Caribe, frontera imperial, 2 vols., Madrid, 1985.
España pierde Dunquerque.
La guerra de los Treinta Años había finalizado, al igual que la de ochenta años entre españoles y holandeses, pero la paz no había llegado a los Países Bajos. El 17 de febrero de 1656, Felipe IV encomendó el gobierno de sus dominios en los Países Bajos a su hijo bastardo don Juan José de Austria, que había sido afortunado en otros frentes. El rey español contaba sobre el papel allí con un considerable ejército de unos 80.000 hombres, de los que unos 12.000 eran oficiales. El número de la oficialidad resultaba excesivo. Las tropas eran de procedencia española, italiana, alemana, valona e irlandesa, con importantes retrasos en sus pagas.
Como ya hemos dicho, la paz ya se había firmado con los holandeses, pero las espadas proseguían en alto con los franceses, añadiéndose los ingleses de Cromwell. Valenciennes era asediada por las fuerzas de Francia a la llegada de don Juan José de Austria, que logró alzar el sitio recién llegado a los Países Bajos. También consiguió tomar Condé, pero la falta de medios económicos no lograron paliarla los préstamos.
Con tal carencia se inició la campaña de 1657. San Julián cayó en poder español, pero más tarde los franceses lanzaron su contraataque por dos frentes a la vez. El general Turena desembarcó con 25.000 soldados en las costas de Flandes y Luxemburgo fue invadido por La Ferte. La importante plaza de Dunquerque se vio cogida entre dos fuegos. Condé, entonces al servicio de España, logró frenar por el momento el avance de Turena hacia Dunquerque, pero su defensa obligó a desguarnecer plazas menos valiosas.
Por el lado de Luxemburgo, los franceses conquistaron una Montmedy bravamente defendida por los españoles, y Saint Venant más tarde. Sus pérdidas fueron compensadas con la llegada de refuerzos ingleses. Todo parecía conjurarse contra la causa española en los Países Bajos, donde Juan José de Austria y Condé no mantenían una buena relación.
Los franceses y sus aliados se fijaron para 1658 la toma de Dunquerque frente a unos españoles que recibían muy contadas ayudas desde la Península, donde todavía se batallaba en Cataluña y Portugal. Aun así, los españoles derrotaron a los franceses cuando intentaban conquistar Ostende. Los enemigos de España no se desanimaron.
Procedieron a asediar con meticulosidad la ambicionada Dunquerque. Los buques ingleses la bloquearon por mar y por tierra las fuerzas de Turena. Su gobernador, el barón de Leiden, pidió auxilio, y don Juan José de Austria pudo reunir unos 14.000 hombres, frente a los 20.000 del adversario. Dejó atrás bagajes y artillería, y avanzó con unos 5.000 soldados con rapidez. En las Dunas de Dunquerque entró en combate con unos franceses que le doblaban en número. Con una caballería que no pudo maniobrar en aquel terreno, la infantería fue diezmada y la batalla perdida.
Los españoles perdieron Dunquerque, que los franceses entregaron a los ingleses según lo acordado. Conquistarían posteriormente Bergas, Furnes, Gravelinas e Ypres. Don Juan José de Austria no arriesgó otra acción como la que acabó en las Dunas e intentó llegar a algún tipo de acuerdo con Cromwell, lo que no fue bien visto por los defensores de los destronados Estuardo. Tampoco se quisieron hacerles concesiones en las Indias. El de Austria abandonaría los Países Bajos el 1 de marzo de 1659, a unos meses de firmarse la paz entre España y Francia.
Para saber más.
José Calvo, Juan José de Austria, Barcelona, 2003.
La persistencia del temor a las flotas inglesas: Alicante, 1661.
Al mediar la jornada del jueves 21 de julio de 1661 una poderosa armada inglesa entró en el puerto de Alicante. Se componía de dieciséis fragatas y cuatro “sumaques” o pequeñas naves de un solo arbolado. La fragata capitana alineaba hasta setenta y cuatro piezas de artillería de bronce de 48, 36 y 24 libras capaces de disparar balas de dieciséis onzas la libra. Las fragatas se habían convertido en verdaderas fortalezas navegantes con gran potencia de fuego, claves en los enfrentamientos marítimos entre ingleses y holandeses. Más de 6.000 hombres nutrían los efectivos de la flota. Al mando de tan imponente fuerza se encontraba el veterano Milord Montagu, antiguo general parlamentario en tiempos de la Revolución que terminó abandonando a Cromwell y abrazando la causa de Carlos II Estuardo.
La Inglaterra de la Restauración ya no era la del Lord Protector, gran enemigo de la España católica a lo largo del mundo, pero las susceptibilidades hacia los ingleses no habían fenecido entre los españoles. El navío El Ángel, fletado por los comerciantes ingleses establecidos en Alicante Herne y Basset, fue capturado en aguas del Estrecho por las Escuadras de Mallorca y de Ostende en 1660. El 3 de septiembre de aquel año el Consejo de Guerra no consideraba suficientemente fundada la suspensión de armas para reanudar el tráfico comercial. Estaba aún vivo en Alicante el recuerdo de la amenaza inglesa de 1656, que obligó a revisar sus delicadas defensas amuralladas, faltas de buena artillería y de soldados suficientes. El matrimonio en 1661 de Carlos II con la portuguesa Catalina de Braganza no contribuyó a sosegar los ánimos, ya que Portugal se encontraba en guerra contra la Monarquía española. De todos modos las autoridades alicantinas creyeron oportuno agasajar a Lord Montagu como si hubiera sido antes del enlace con la princesa portuguesa.
La alteración del mar impidió al gobernador de Orihuela don Diego Saiz de la Llosa visitar al comandante inglés el día de su llegada, pero a la mañana siguiente Lord Montagu desembarcó diciendo encontrarse enfermo, tomando posada en nuestra ciudad. Aquello no era habitual y los alicantinos se temieron lo peor. A los tensos días que siguieron dedicamos este artículo.
La atracción inglesa por el Mediterráneo se remontaba a la Baja Edad Media, y se intensificó durante los siglos XVI y XVII. Ingleses y españoles intercambiaron negocios y animadversión. La Monarquía hispánica requirió las naves y los productos textiles y atlánticos aportados por los ingleses, cada vez más rivales de los grandes enemigos de los españoles, las Provincias Unidas. A su vez la emergente Inglaterra se interesó vivamente en los circuitos comerciales que enlazaron España e Italia. A veces cooperó de diversos modos contra España con los corsarios de las regencias otomanas: el capitán Brush alcanzó en 1637 notoriedad por llevar armas a Argel. En otras ocasiones los buques ingleses y berberiscos colisionaron en las aguas del Mare Nostrum.
La persecución de la piratería islámica se convirtió en un objetivo acariciado por las marinas de los diversos poderes de la Cristiandad. La llamada Segunda Edad de Oro de Argel, que supuso que sus navíos alcanzaran las costas atlánticas del Norte de Europa, hizo saltar las alarmas, de tal modo que toda acción punitiva antiberberisca podía ocultar un despliegue militar contra otra potencia europea. Así comenzó en tiempos de Cromwell la ofensiva naval antiespañola.
Precisamente en 1661 los comandantes de la flota arribada a Alicante justificaron su presencia por el deseo de ajustar paces con Argel, y en caso contrario romper las hostilidades. La reciedumbre del viento de levante a quince leguas de la plaza norteafricana determinó su retirada a Alicante, según la versión inglesa. Los españoles la cuestionaron abiertamente al no apreciar un temporal tan severo.
La alianza matrimonial entre Inglaterra y Portugal no incitaba a la tranquilidad. Los insurrectos portugueses podían asoldar unidades militares de los reinos de Carlos II Estuardo en su enfrentamiento contra España, en vísperas de lanzarse nuevas campañas en el frente de Extremadura. A cambio Inglaterra vería franqueada su entrada al Mediterráneo, ya que Portugal le ofreció Tánger además de Bombay y una acrecida dote de la mano de la princesa Catalina. Un anónimo confidente inglés católico expuso inquietantes noticias. En la ruta de Setúbal los ingleses ubicaron una fuerza de seiscientos soldados, y de retorno guarnicionarían Tánger con otros seiscientos más. Ya tentaba a los ingleses la posesión de un punto de control en el Estrecho de Gibraltar.
Acostumbrados a toda clase de añagazas, los alicantinos no dieron crédito de las intenciones pacíficas inglesas. Tampoco les sosegó que verdaderamente la armada estuviera al acecho de la flota holandesa del almirante de Ruyter, procedente de la India Oriental. El costear el litoral hispánico los buques ingleses durante aquel verano y estar a la espera desde Portugal de una nave cargada de bombas, innecesaria en una operación de alta mar, no inclinaba al sosiego.
Además, ciertas operaciones parecían anunciar la inminencia de un bombardeo. Antes de ponerse el sol el 22 de julio siete lanchas se dirigieron al área de la Sierra de San Julián. Sus tripulantes se encaminaron a la Huerta por uvas y vino. Aunque al final llegaron a pagar 18 reales por dos capazos de uva, se llegó a temer un serio enfrentamiento entre marineros y labradores que diera excusa a bombardeos de represalia. Se instó a Montagu a ordenar la retirada de sus hombres y a que en lo sucesivo compraran en la plaza de la ciudad sus víveres. Hasta cinco atajadores en compañía de un inglés se enviaron a la Huerta para evitar las suspicacias de los naturales.
Ciertamente algunas maniobras no parecían muy amistosas. Los “sumaques” inspeccionaron nuestras defensas. Determinados enviados observaron con detenimiento las murallas y baluartes alicantinos, especialmente en el sector de la Plazuela de Ramiro, y su dotación artillera. Aunque la medición de las defensas podía efectuarse desde las naves con la ayuda de instrumentos geométricos, los ingleses prefirieron hacerlo desde el tramo más abierto de Ramiro, calibrando los “padrastros” o puntos de ataque cercanos a la muralla. No contentos con ello, algunos ingleses pasearon por las cercanías y el interior de Alicante, saliendo uno por la Puerta de la Huerta para entrar nuevamente por la Nueva. El testimonio de un navegante mallorquín acogido en Santa María tras una riña con un inglés anunciaba lo peor. El peligro de ataque determinó la formación en nuestra ciudad de una Junta de Guerra para encarar la arriesgada situación. Su cúpula dirigente estaba formada por el gobernador de Orihuela, su abogado fiscal y patrimonial el doctor Laureano Martínez de la Vega, el auditor del Tribunal de la Capitanía General alicantina el doctor Ricardo Paravesino, y el abogado fiscal y patrimonial de Alicante el doctor Vicente Justino Berenguer, selecta representación local de las autoridades reales, más ducha en cuestiones jurídicas que militares.
Tal cúpula convocó a las reuniones de la Junta a las autoridades municipales más destacadas y a propósito: el baile don Cristóbal Martínez de Vera, el justicia el doctor don Pedro Maltés, el jurado “en cap” don Juan Agustín Ansaldo, el jurado teniente de alcaide don Juan Bautista Paravesino, el jurado don Nicolás Escorcia y Ladrón, el maestre de campo reformado don Diego, don Pedro de Çeverio y Valero, el requeridor del partido alicantino Luis Rotlà y Canicia, y el capitán Pedro Sanz. El día 28 de julio el gobernador envió a don Gaspar Moxica al virrey el marqués de Camarasa, y la Junta acordó una serie de medidas defensivas.
Antes de romper hostilidades y precipitarse, la Junta sopesó sus fuerzas y no desdeñó el camino de la diplomacia. El gobernador requirió los servicios de don Guillermo Blunden, un comerciante inglés de confesión católica que se había afincado en nuestra ciudad. El susodicho había hospedado en su domicilio al mismo Montagu. Con acierto se pensó que la ruptura bélica perjudicaría el comercio inglés con Alicante en particular y el Reino de Valencia en general, aprovechando a los holandeses y otras nacionalidades.
Escogido el mediador, se insistió en el respeto por la Paz de 1630, instrumento diplomático acatado por las Coronas española e inglesa antes del terremoto revolucionario de mediados del XVII. En Alicante se libró una batalla diplomática que afectaba a toda la Monarquía hispánica. En el octavo capítulo de la Paz se abordaba el punto de las entradas de naves de una de las dos Coronas en puertos de la otra. Una flota de más de ocho naves de guerra necesitaba la licencia de entrada de las autoridades locales.
Los comandantes ingleses conocían al menos desde Málaga la vigencia de la Paz, que decían respetar, pero la falta de entendimiento del español (así llamado el castellano en la documentación) por los ingleses y viceversa dificultaba las negociaciones, la galantería del trato cortés.
Resignándose a lo peor, la Junta se aprestó a la lucha sigilosamente. Por desgracia Alicante adolecía de serios problemas de provisión monetaria, fortificación y armamento, que posteriormente tendrían consecuencias nefastas y fatales. Se intentó vigorizar la fuerza militar. El teniente de alcaide dobló la guardia del castillo e hizo subir a la fortaleza del Benacantil a los soldados de boleta, despachando petición de socorro armado a Jijona y al virrey. Se avisó a las Compañías del Socorro de otras localidades con acuerdos defensivos con Alicante. Tales compañías se encontraban muy alteradas por las bajas de sus miembros y los cambios de los últimos tiempos. Las exenciones no se tendrían en cuenta dada la gravedad del peligro. El municipio alicantino correría con la mayor parte de los gastos. Se formaría entre naturales y gentes del Socorro una fuerza articulada en escuadras repartidas por baluartes y muros, obligadas a cumplir con diligencia las rondas de vigilancia. Cada treinta soldados estarían a cargo de un sargento, que daría las órdenes necesarias de salida. Las unidades de infantería serían reforzadas por la de caballería integrada por los insaculados en los oficios municipales. De escasa efectividad, el alguacil y escribano de la Capitanía los convocó bajo pena de veinticinco libras.
Alicante se preparaba para repeler un desembarco enemigo tras un bombardeo, y el arsenal municipal de la Casa de las Armas prestaría las necesarias a los combatientes que carecieran de ellas. Por desgracia nuestra plaza se encontraba falta de pólvora y de armas. Su disposición artillera era también mejorable. ¿Qué hubiera acontecido en caso de desembarco? Las experiencias de 1691 y 1706 probaron con creces el espíritu combativo de los alicantinos pese a las sangrantes carencias defensivas. Indiscutiblemente el desenlace final de la batalla hubiera dependido del auxilio recibido por las fuerzas del rey y del empeño puesto por sus enemigos.
Las cortas noches mediterráneas de julio se cargaron de amenaza. La ronda nocturna estaría dirigida por el propio gobernador o por un individuo de su tribunal. Cada noche se nombrarían cabos de vigilancia a dos caballeros, comandando cada uno cien soldados. Asimismo, una barca costearía todas las noches necesarias desde la Torre de Agua Amarga para dar alerta de cualquier emergencia. El sistema de torres de vigilancia y de defensa del distrito alicantino, útil en la guerra contra el corso berberisco, fue activado una vez más.
Las espadas estaban en alto, al menos por parte española, pues al final la armada inglesa no dio el temido paso. Montagu y sus capitanes se conformaron en ofrecer nuevas excusas. La tripulación necesitaba tomar el fresco y los buques sólo intentaban proteger los pesqueros y el tráfico de mercancías de su pabellón. Al final la armada se retiró sin mayores incidencias. Pese a sus compromisos con Portugal, la Inglaterra de Carlos II no se arriesgó a una ruptura de hostilidades con España, inconveniente para su comercio y la estabilidad política de la restaurada monarquía, máxime cuando se impuso a Argel al año siguiente. De todos modos en Alicante tanteó sus fuerzas, desplegando una poderosa armada, esgrimiendo especiosas excusas empleadas con éxito en otras ocasiones y fijando su atención en una valiosa plaza del Mediterráneo Occidental. En el Gibraltar coetáneo observaron el mismo proceder, disfrutando ocasionalmente de la galantería de sus autoridades locales. En Alicante se abría una época de expansión mercantil y amenaza naval, que culminaría con la Guerra de Sucesión. Las visitas de armadas extranjeras pronto volvieron a resultar molestas, y las autoridades alicantinas intentaron defenderse de sus exigencias invocando el peligro de un contagio epidémico.
Ante el riesgo de haber recalado en un Tánger azotado por la enfermedad, el almirante John Lauson fue socorrido el 27 de julio de 1664 con mucha prevención en nuestro puerto. Entre 1666 y 1667 el peligro de contagio enturbió las relaciones mercantiles con Inglaterra. Reanudado el tráfico, el problema volvió a resurgir en diferentes momentos. En octubre de 1670 el general de la armada Thomas Allen no pudo abastecerse en Alicante al llevar a bordo textiles y cautivos de un Argel inseguro en lo sanitario. Los mismos obstáculos se opusieron al también general Anthony Stibertt en febrero de 1681 y al convoy inglés procedente de Liorna en septiembre del mismo año. El cumplimiento de las normas de cuarentena fue de gran valor para frenar la conversión de Alicante en una mera factoría de otros poderes marítimos más vigorosos. Desembarazarse de los ingleses no era ni factible ni recomendable, ya que desembarcaban esclavos norteafricanos, aportaban grandes cantidades de bacalao, pagaban derechos comerciales a la ciudad y mantenían a raya a los corsarios argelinos.
En este empeño la rivalidad entre los ingleses y otras potencias fue vital. Tras varias guerras con las Provincias Unidas, la Francia de Luis XIV acabó convirtiéndose en el gran rival de los ingleses, especialmente después del destronamiento de los Estuardo. Los franceses también siguieron el proceder inglés: el 8 de mayo de 1666 la gobernación alicantina se enfrentó una vez más con las exigencias de una fuerte armada de setenta naves, esta vez bajo pabellón francés, en conflicto con los ingleses. Una vez más el fuerte interpretó a su conveniencia un tratado de paz. Los diplomáticos franceses no vacilaron en difundir toda clase de noticias sobre el peligro de epidemia en Argel en 1681. En todo este tiempo Alicante transitó un camino anunciado en 1661 y rematado brutalmente treinta años después.
Fuentes y bibliografía.
ARCHIVO DE LA CORONA DE ARAGÓN.
Consejo de Aragón, legajo 0556 (012), 0587 (034) y 0588 (003, 021, 033, 035, 036 y 037).
Una quimérica alianza hispano-inglesa.
En 1660 la casa de los Estuardo fue restaurada, e Inglaterra y España suspendieron las hostilidades iniciadas en 1655 bajo el protectorado de Cromwell. Los ingleses habían hecho causa común con los franceses contra los españoles, que terminaron perdiendo Dunquerque. Aunque España hizo la paz con Francia en 1659, proseguía en guerra con un Portugal que no se resignaba a perder.
Por mucho que hubiera interés en restablecer las relaciones comerciales con el imperio español, Carlos II de Inglaterra apostó por la causa portuguesa, también secundada por Luis XIV de Francia. El 23 de junio de 1661 se concertó la alianza anglo-portuguesa. El rey inglés se casaría con Catalina de Braganza, que aportaría como dote Tánger, las siete islas de Bombay, privilegios mercantiles en los dominios portugueses ultramarinos y la suma de dos millones de coronas, unas 300.000 libras.
El régimen de la Restauración se mostró dispuesto a fortalecer el imperio inglés, aunque los dispendios obligaron a vender Dunquerque a Luis XIV por 375.000 libras en 1662. También los problemas económicos, junto a la hostilidad del sultán de Marruecos, determinaron el abandono de Tánger en 1684.
En 1665 se inició la segunda guerra de Inglaterra con las Provincias Unidas, y resultaba de gran provecho acercar posiciones con España. El escollo de la alianza portuguesa se evitó pactando unos artículos secretos a 17 de diciembre de aquel año. Se insistió en que España debía lograr algún acomodo con Portugal, resultando de gran utilidad una tregua de treinta años. Los portugueses podían acogerse a las condiciones de los ingleses por el tratado de 1630 en sus tratos comerciales con el imperio español. Las piraterías y otros actos de hostilidad se evitarían, y Portugal podría ingresar en una alianza hispano-inglesa bajo la garantía de Carlos II Estuardo. Las derrotas en Estremoz y Villaviciosa inclinaron a ceder a España, que terminaría reconociendo la independencia de Portugal el 13 de febrero de 1668.
Por entonces, los españoles se encontraban en serios aprietos en los Países Bajos. Luis XIV había desencadenado en mayo de 1667 la llamada guerra de Devolución, mientras se batían ingleses y neerlandeses. España sabía que si Francia se apoderaba de los Países Bajos meridionales podía incomodar notablemente tanto a Inglaterra como a las Provincias Unidas, y comenzó a jugar sus cartas diplomáticas. En 1667 diseñó un proyecto de alianza militar con Inglaterra que iba mucha más allá de los acuerdos comerciales más al uso.
La nueva liga debería de tener una duración mínima de diez años, a prorrogar o modificar a conveniencia. Se dirigía no sólo contra los enemigos exteriores, sino también contra los rebeldes, algo a tener muy en cuenta por los reyes de España e Inglaterra tras las turbulencias de la década de 1640.
No obstante, el gran enemigo era Luis XIV, el iniciador de una guerra falta de razón y justicia para los españoles. Carlos II de Inglaterra ordenaría a sus súbditos que dejaran de servir en los ejércitos franceses. En la primavera de 1668 los ingleses entrarían en el conflicto, destacando contra la costa de Guyena una flota, que los españoles reforzarían con quince o veinte navíos. Tal ataque de diversión entroncaba con la Historia de dominio inglés de aquella área, bien clara durante la guerra de los Cien Años.
Se pensó que los ingleses podían llegar a conquistar plazas francesas, en las que no podrían invalidar el culto católico. Sus tropas, asimismo, deberían abstenerse de toda profanación o blasfemia. El tiempo de las guerras de religión estaba todavía muy cercano para los europeos.
La liga no descuidaría el frente de los Países Bajos. También en la primavera de 1668 los ingleses destacarían en Ostende ocho mil infantes y dos mil caballos montados, con las obligaciones de reclutamiento y mantenimiento durante los meses de campaña. A los españoles sólo correspondería su pan de munición y sus cuarteles de invierno, aunque el gobernador de Flandes podía decidir si toda o parte de tal fuerza debía invernar en Inglaterra, corriendo de los ingleses el envío y pago de las embarcaciones. Además, enviarían mayores socorros militares de asediarse Ostende u otras plazas.
Los españoles pensaban utilizar la liga más allá de la guerra de Devolución, abriéndola en el término de seis meses al emperador u otros príncipes del Sacro Imperio. Se querían contratar barcos de Inglaterra más allá de las hostilidades con Francia. Por si fuera poco, en caso de aprieto extraordinario, todos los navíos ingleses en el Canal, en el Atlántico, el Mediterráneo e Indias acudirían al socorro de los españoles, sin ninguna retribución. Tan quiméricos propósitos se trataban de lograr de una Inglaterra en guerra con las Provincias Unidas, cuya flota había remontado exitosamente el Támesis en el verano de 1667.
No se olvidaron los aspectos más domésticos, pues en caso de rebelión de algún reino o provincia de la Monarquía hispana, el rey de Inglaterra la auxiliaría con las fuerzas debidas. En caso de invasión o levantamiento en Inglaterra o Irlanda, el monarca español adelantaría el pago de diez mil infantes y cuatro mil jinetes. Curiosamente, no se citaba en este punto a Escocia.
Decididos a resistir y a invadir a cualquiera de sus enemigos por medios secretos o públicos, Carlos II Estuardo no trataría por separado con Luis XIV, con el que estaba en relación. Los españoles, de entrada, pagarían a los ingleses 200.000 reales de a ocho en dos mesadas (una de inmediato y la otra un mes después de su ruptura de hostilidades) para pagar las levas movilizadas hacia los Países Bajos.
Ni Carlos II de Inglaterra ni nadie de su círculo aceptó semejanzas proposiciones, que no dejaban de ser fruto de los graves problemas del imperio español. Sin embargo, dejar que los franceses arroyaran a los españoles en los Países Bajos era muy arriesgado, y en enero de 1668 Inglaterra se sumaría a Suecia y a su enemigo de la víspera (las Provincias Unidas) para evitar nuevas conquistas de Luis XIV. La guerra de Devolución finalizó el 2 de mayo, pero no el doble juego del rey de Inglaterra. Si el 1 de junio de 1670 firmó el tratado secreto de Dover con Luis XIV, el 18 de julio logró de los españoles el reconocimiento de los dominios ingleses en las Indias Occidentales. Los problemas del imperio español y sus deseos de superarlos ayudaron a los ingleses a construir su imperio.
Fuentes.
ARCHIVO HISTÓRICO NACIONAL.
Estado, 2797, Expediente 27.
Los giros diplomáticos de la Inglaterra de la Restauración.
La Inglaterra de la Restauración podía seguir distintos caminos en su política exterior, como la de hostilidad hacia España. El 23 de junio de 1661 se firmó un tratado con Portugal, por el que Carlos II se casó con la infanta Catalina de Braganza, que aportó como dote dos millones de coronas y la plaza de Tánger. Sus habitantes, no obstante, gozarían de libertad de culto. Además, Portugal cedía Bombay y permitía el libre comercio. A cambio de estas concesiones, Inglaterra apoyó a Portugal frente a España con una fuerza de dos regimientos y diez buques de guerra.
Sin embargo, el principal rival de Inglaterra en los mares no era una España en dificultades, sino las Provincias Unidas de los Países Bajos, ya reconocidas por la misma España. Carlos II libró una segunda guerra anglo-holandesa, que terminó oficialmente con la paz de Breda del 31 de julio de 1667. A pesar de sus victorias, las Provincias Unidas tuvieron que aceptar la pérdida de Nueva Holanda a cambio de Surinam y el derecho de la bandera inglesa a ser saludada en el canal y en las aguas de Gran Bretaña. Por el contrario, Inglaterra reconoció la interpretación neerlandesa de las importaciones del Sacro Imperio y de los Países Bajos españoles, recogida en las Leyes de Navegación.
El 23 de enero de 1668, durante este apaciguamiento, Inglaterra suscribió con las mismas Provincias Unidas y Suecia la Triple Alianza frente a las ambiciones de Luis XIV de Francia, que amenazaba con arrebatar a España importantes territorios de los Países Bajos. Se mediaría para alcanzar la paz. De no conseguirse, se entraría en guerra para que Francia se viera reducida a los términos del tratado de los Pirineos.
Sin embargo, el entendimiento terminó rompiéndose. Carlos II firmó secretamente con Luis XIV el tratado de Dover el 1 de junio de 1670, dirigido contra las Provincias Unidas. Sería el Rey Sol quien decidiría el momento de inicio de las hostilidades, comprometiéndose a pagar a Inglaterra treinta millones de libras anuales y de poner a disposición del duque de York una flota de treinta barcos. A Inglaterra se prometía como botín de guerra dos islas del Escalda. Carlos II reconoció el catolicismo como la verdadera religión y debería reconciliarse con el Papa cuando las circunstancias lo permitieran. Luis XIV fortaleció este proceder con el ofrecimiento de dos millones de libras y de seis mil soldados. En el curso de la guerra con las Provincias Unidas, se trataría de conseguir la neutralidad de España, el Sacro Imperio, Dinamarca y Suecia.
El 19 de febrero de 1674 se hizo la paz entre Inglaterra y las Provincias Unidas por el tratado de Westminster, que rindió a la primera una indemnización, mayores honores a su pabellón y la promesa de un nuevo tratado de navegación más ventajoso. Ambas partes se comprometían a no apoyar a sus respectivos enemigos. Finalmente, en 1678, culminó la alianza anglo-holandesa, por la que Carlos II auxiliaría con diez mil soldados a las Provincias Unidas, que a su vez le asistiría con otra de seis mil. La resistencia inglesa en los mares y el aumento del poder francés en el continente europeo facilitaron el viraje diplomático, bien patente tanto en la guerra de los Nueve Años como en la de sucesión española.
Para saber más.
George Holmes, The Making of A Great Power. Late Stuart and Early Georgian Britain, Londres, 1993.
Más maniobras inglesas en el Mediterráneo.
La Inglaterra de Carlos II, la de la Restauración, dejó a un lado los rigores morales de tiempos de Cromwell, pero no desechó algunas de sus líneas de política exterior. Se mantuvo la rivalidad con las Provincias Unidas, grandes competidoras comerciales, y la alianza con Portugal, todavía en guerra contra España.
Ciertamente, las relaciones con los españoles habían mejorado tras los embates de Cromwell, pero todavía estaban marcadas por la mutua desconfianza. Los avances ingleses en el África del Norte, donde lograron la plaza de Tánger de los portugueses, inquietaron a los españoles, y en 1662 la paz entre Inglaterra y Argel hizo saltar más de una alarma.
En noviembre de aquel año, el gobernador de Alicante informó con preocupación de dos navíos ingleses llegados al puerto de la ciudad. Se supo que habían conducido abastecimientos a su armada, situada en Túnez, en la órbita otomana como Argel. Se receló que procedieran de Tánger, verdadera base de operaciones inglesas en el Mediterráneo, antes de la toma de Gibraltar.
Las amenazas no sirvieron para que uno de los dos navíos abandonara la rada alicantina. Al final, se tuvo que recurrir a los oficios del cónsul inglés para preservar la paz. La ruptura parecía posible, y el establecimiento de controles sanitarios, con la inspección de su marinería, permitió a los españoles conocer las intenciones de los ingleses.
Desde los puertos de la Corona de Aragón, abastecían los ingleses Tánger, que abandonaron en 1684 ante la presión marroquí. En aguas mediterráneas, el corso musulmán proseguía bien activo, inquietando incluso a los convoyes holandeses entre Cádiz y Liorna, y probando las fuerzas de la flota española de las galeras de Cartagena.
Los ingleses arriaron momentáneamente su pabellón en el Estrecho, pero años más tarde aprovecharon la guerra de Sucesión Española para abrirse camino en el Mediterráneo y lograr importantes posiciones, como Gibraltar y Menorca.
Fuentes.
ARCHIVO DE LA CORONA DE ARAGÓN.
Consejo de Aragón, Legajos 0074, nº 003.
Un general inglés en la España de la guerra de Sucesión.
Charles Mordaunt, que llegó a ser el tercer conde de Peterborough, vino al mundo en el 1658, el mismo año de la muerte de Oliver Cromwell, el férreo Lord Protector que había terminado capitalizando en su favor la revolución parlamentaria contra Carlos I de Inglaterra. En 1660 su hijo Carlos tomó tierra en Dover y la monarquía inglesa fue restaurada. Los alegres y frívolos años del comienzo de la Restauración, en contraste con la precedente rigidez puritana, brindaron al joven Mordaunt notables oportunidades. Hijo del vizconde John Mordaunt y de la nieta del primer conde de Monmouth, recibió una educación acorde con su posición social.
En la primera mitad del reinado de Carlos II, el Parlamento se mostró acorde con el nuevo monarca, que obró con prudencia en atención a lo acontecido en Inglaterra a mediados del siglo XVII. Para la alta nobleza y para los caballeros era una oportunidad para intervenir en la vida política y brillar en sociedad aún más si cabe. Mordaunt haría más tarde carrera parlamentaria, pero antes acreditó sus méritos militares. En 1674 se distinguió en la expedición contra la regencia otomana de Trípoli y después en la segunda campaña contra la plaza de Tánger. Ya entonces Inglaterra manifestaba unas vivas apetencias por fortalecer su posición en el Mediterráneo, coaligándose ventajosamente con Portugal y poniendo sus ojos en Tánger, Gibraltar y Alicante, en pugna con las Provincias Unidas y, sobretodo, con la Francia de Luis XIV. De la asediada España coetánea trató de aprovecharse lo que pudo.
A finales del reinado de Carlos II, las relaciones con los parlamentarios se hicieron más tirantes por la voluntad de aquél de afirmar su autoridad, en una Europa en la que el absolutismo real se imponía. Ni la Cámara de los Lores ni la de los Comunes eran asambleas democráticas, pero sí reuniones de personalidades muy influyentes capaces de moderar los apetitos regios, al modo preconizado años más tarde por Montesquieu. La situación se agravó con el ascenso al trono del hermano de Carlos, Jacobo, el antiguo conquistador de Nueva Ámsterdam a los holandeses. Dentro del Parlamento se fue verificando la división entre los que pese a todo aceptaban la superioridad real o tories y los whigs o defensores más claros de las prerrogativas parlamentarias. Su política de tolerancia hacia los católicos encendió las iras de muchos. Al español duque de Béjar llegaron rumores de la supuesta renuncia del difunto Carlos II al anglicanismo y de las intenciones de su hermano Jacobo II de abolir las leyes anticatólicas.
Mordaunt se situó en las filas de los whigs y al final marchó a las Provincias Unidas de los Países Bajos en 1686, donde entabló amistad con Guillermo de Orange. Fue uno de los que acabaron convenciéndolo para que invadiera Inglaterra invocando sus derechos dinásticos de yerno y su condición de protestante. Aquel movimiento terminaría llamándose la Gloriosa Revolución, que desplazaría a los Estuardo al exilio.
En la Inglaterra de Guillermo de Orange ocupó nuestro hombre importantes responsabilidades. En 1689 formó parte del Consejo Privado y fue Lord del Tesoro. Dentro de la política contra la expansiva Francia de Luis XIV, acompañó a Guillermo III a Holanda en 1691. Alcanzó el condado de Peterborough por herencia. Sin embargo, las cosas se terminaron torciendo. Hombre de carácter independiente y hasta cierto punto extravagante, fue acusado de intentar asesinar al rey Guillermo en complicidad con el jacobita sir John Fenwick. Por ello se le confinó en la Torre de Londres en 1697.
El 8 de marzo de 1702 falleció Guillermo III tras un accidente de cacería. Al morir sin descendencia directa, el cetro pasó a Ana, la hermana de su esposa María. Ello facilitó el retorno pleno de lord Peterborough a un bullicioso Parlamento, enfrentado a la enorme crisis internacional de la sucesión de la Corona de España.
El difunto Guillermo de Orange se había inclinado por el reparto de los dominios hispanos de común acuerdo con Luis XIV, pero cuando éste aceptó el testamento de Carlos II de España, que transmitía a su nieto Felipe toda la Monarquía, no puso objeciones al mantenerse separadas las coronas española y francesa. Las acciones del Rey Sol tendentes a difuminar toda división, como si Felipe V fuera su títere, condujeron a la coalición de Inglaterra con las Provincias Unidas y los Habsburgo de Viena para mantener el equilibrio de poderes europeo.
Tories y whigs coincidieron en su interés por el imperio español en lo comercial y en lo político, pero con estrategias distintas. Los tories se inclinaron por hacer la guerra por mar al modo de Isabel I y los whigs por comprometerse más en la lucha terrestre con la aportación de importantes sumas de dinero para costear las tropas. No olvidemos que se asoldaron regimientos alemanes mercenarios en varias de las campañas europeas de una Inglaterra a punto de convertirse en Gran Bretaña. El control parlamentario de semejante fuerza había ocasionado no pocos debates.
Se ensayó al comienzo la primera opción, contra Cádiz, cuya toma iniciaría la insurrección de Andalucía a favor de los Austrias. No se consiguió ni lo uno ni lo otro, pero al menos se apresaron frente a Vigo varias naves de la Flota de Indias, con perjuicio de más de un comerciante inglés. La entrada en guerra de Portugal contra Felipe V hizo triunfar los puntos de vista de los whigs plenamente. Con la toma de Gibraltar en 1704, en sustitución de Cádiz, por los ingleses (teóricamente en nombre de Carlos III de Austria) se consiguió un notable activo estratégico. Lord Peterborough se mostraba a la sazón muy activo en el Parlamento y en parte para evitar problemas políticos se le enviaría a España al frente de las tropas inglesas de tierra, en la gran expedición que debería de derrocar a Felipe de Borbón.
Desde Portugal se había reclamado la presencia del archiduque Carlos en la Península para emprender un esfuerzo bélico acorde con la situación. Arribó a Lisboa en consecuencia y pronto también llegarían las fuerzas que deberían entronizarlo en las Españas. El conde de Peterborough fue designado comandante en abril de 1705 y el 20 de junio se encontró ya en Lisboa. Las tropas se dirigieron hacia el Este, hacia una inquieta Corona de Aragón, y en agosto desembarcaron en Barcelona, que no parecía fácil de ganar. Peterborough fue de los que se inclinaron al principio por desistir de su toma y recomendó poner rumbo a la Italia hispana. La determinación de Carlos de Austria lo impidió y el asedio prosiguió. No fue la última vez que chocaron ambos hombres. En el curso de las operaciones, Peterborough se dio cuenta de la debilidad defensiva de las posiciones de Montjuic y las unidades austracistas atacaron con vigor. El 14 de octubre cayó Barcelona en sus manos.
Entre soldados ingleses, alemanes, holandeses y españoles, Peterborough dejó en Cataluña una fuerza de unos 7.100 soldados y emprendió el camino hacia Valencia, donde entró el 24 de enero de 1706 tras burlar las posiciones borbónicas de Burjasot. Su desplazamiento a Valencia no agradó a varios de los comandantes austracistas, empezando por el mismo don Carlos, que consideraron que había debilitado peligrosamente la posición de Cataluña, lo que incitaba a los borbónicos a tratar de recuperar Barcelona. Estas previsiones se cumplieron, pero los de Felipe V tuvieron que levantar el asedio de la Ciudad Condal el 11 de mayo. Con las fuerzas borbónicas en retirada, se planteó el asalto a Madrid.
La toma de la ciudad de Valencia, donde Peterborough impuso la autoridad de Carlos III frente a sus seguidores socialmente más radicales, había convertido Requena en una posición avanzada del campo borbónico, a donde marcharon fugitivos de toda condición y distintas unidades militares. De la mejor manera que pudo se fortaleció, municionó y se preparó para el ataque. En la Junta de Estado y Guerra de don Carlos se aprobó que Peterborough se encaminara hacia Madrid por Requena, mientras aquél se dirigía por Zaragoza. Desde Portugal lord Galway y el marqués de Las Minas completaron el despliegue en tenaza. En mayo de 1706 las vanguardias austracistas alcanzaron las cercanías de Madrid.
Sin embargo, Peterborough no se apresuró. Hizo avanzar primero a su lugarteniente Windham con 1.500 soldados, que en Chiva tuvieron que deplorar el incendio de su pólvora, que el borbónico padre Miñana atribuyó a sus excesos alcohólicos. Aun así, el 13 de junio los de Carlos de Austria llegaron a Requena, que tras un enconado asedio capituló el primero de julio.
Las imperativas necesidades de los soldados y sus brutales comportamientos hicieron trizas muchos de los puntos de la capitulación y conculcaron la pretensión de los seguidores de Carlos de Austria de ser reconocido como verdadero rey. En la obra atribuida a Domínguez de la Coba, se desgranan algunas de las destrucciones y muchos sacrilegios cometidos por los aborrecidos ingleses, algunos de otras procedencias nacionales. El Hospital de Pobres y el Archivo Municipal los padecieron. Sus depredaciones de objetos litúrgicos alimentaría la propaganda borbónica contra los servidores protestantes del archiduque Carlos. Su alojamiento en el convento de San Francisco junto a distintas mujeres acrecentó su pésima reputación ante la población católica sometida a notables exigencias.
El paso de Peterborough por Requena fue fugaz. Atendió protocolariamente algunas de las peticiones de Domínguez de la Coba en nombre de la población, pero sin voluntad de cumplirlas. A su modo, representa a todos los conquistadores que han pasado por esta tierra con todas sus urgencias y ambiciones. Con semejantes mimbres la causa de Carlos III no resultó popular en Castilla y a comienzos de agosto de 1706 tuvo que abandonar un díscolo Madrid. En esta ocasión se siguió el parecer de Peterborough, que le recomendó retirarse hacia Valencia en lugar de seguir la ruta en dirección a Lisboa. Por entonces, intentó conseguir un acuerdo comercial lo más favorable posible a los intereses ingleses en los territorios de la Monarquía hispana. Se supuso que la hostilidad castellana forzaría a los súbditos aragoneses de Carlos III a ser más complacientes con el comercio inglés.
De todos modos, la relación entre el conde y el archiduque fue pésima. Carlos nunca lo consideró un servidor fiel, sino un intrigante atento a otros intereses, y Peterborough lo contempló como un príncipe débil, demasiado oneroso para el tesoro inglés. Llegó a insinuar su buena disposición hacia el duque de Saboya en caso de muerte de don Carlos y se mostró partidario en economizar esfuerzos militares en la Península. Gran lector del Quijote y muy aficionado a cortejar a las bellas valencianas, fue llamado a Inglaterra en marzo de 1707, en vísperas de la gran batalla de Almansa, para dar cuenta de graves cargos de falta de determinación y de malversación de fondos. La coalición contra Felipe V y su abuelo Luis XIV se mantuvo con fuertes dificultades.
A su retorno a Inglaterra no se amilanó el duque y supo defender su actuación ante la opinión pública de su tiempo y ante el Parlamento. Parte de su correspondencia se publicó en forma de libro para demostrar su buen hacer en España. Como defendió no subordinarse a los intereses de los Habsburgo, economizar dinero y emplear a las tropas en campañas de interés propio se ganó el aprecio de los tories, cada vez más populares en un país crecientemente harto de los dispendios y sacrificios de una guerra que se alargaba demasiado.
Su conducta fue restituida y en 1708 se le agradecieron sus servicios y experiencia con la misión diplomática en Viena, donde abogó para que los Habsburgo asumieran mayores compromisos materiales en la coalición contraria a los Borbones. Cuando en 1712 se planteó la asistencia a la causa catalana, una vez entronizado en el Sacro Imperio don Carlos, se mostró remiso a secundarla al encontrarla contraria a los intereses de su país, entonces enfrascado en negociaciones de paz, y no ser afín a los mismos catalanes. En 1714 subió al trono británico el hannoveriano Jorge I y Peterborough perdió su influencia dada su reciente afinidad con los tories. En 1722 nuestro mujeriego personaje se casó en secreto con la cantante Anastasia Robinson. Murió en Lisboa en 1735. Con fama de enredador como de enérgico, Charles Mordaunt ejemplificó los ímpetus de la Inglaterra de su tiempo, que en más de una ocasión tuvieron que sufrir españoles como los de Requena.
Bibliografía.
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