ESPAÑA, CRISIS IMPERIAL Y NACIONAL (1891-98). Por Víctor Manuel Galán Tendero.
El malestar de fines de siglo.
El descenso de los precios agrícolas causó un hondo descontento en el medio rural, coincidiendo con las primeras críticas al sistema político de la Restauración. Animadas por Joaquín Costa, surgieron la Liga de Contribuyentes en 1891 y la Cámara Agrícola del Alto Aragón en 1892, que plantearon soluciones a los problemas económicos y sociales de España.
En el mundo del arte, la literatura y la ciencia, también se hizo patente el malestar de la cultura o insatisfacción de bastantes intelectuales con el mundo burgués e industrial coetáneo, presente en todo Occidente y que en España tuvo sus particularidades.
La pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas en 1898, el llamado Desastre, marcó decisivamente tal malestar finisecular. En plena época del imperialismo, se defendía que toda nación viva era conquistadora e imponía su genio a las demás. El darwinismo se distorsionó y los que caían derrotados en la carrera imperialista eran juzgados como perdedores del proceso de selección natural de la competida política internacional.
El nacionalismo había arraigado entre las clases medias de los distintos países europeos, lo que preparó el terreno de la Gran Guerra de 1914-18, y en España aquellas pérdidas fueron encajadas con dramatismo, el del fin del glorioso imperio iniciado bajo los Reyes Católicos. En ciertas versiones, el hidalgo don Quijote había vuelto a ser víctima de los malandrines modernos.
Hoy en día, la historiografía ha rebajado tal dramatismo y ya no contempla el fin de la dominación española de aquellos territorios como un desastre, por mucho que así lo sintieran algunos. Otros países, además, como Portugal, Italia, Francia o Rusia tuvieron que encajar durante aquellos años contratiempos o incluso desastres imperiales. Sin embargo, quedó en la sociedad española el poso amargo del problema nacional, el del destino del país, algo que llegaría a acentuarse trágicamente en el primer tercio del siglo XX.
El fracaso del reformismo en Ultramar.
La paz de Zanjón no acabó de satisfacer a todos los independentistas cubanos y entre agosto de 1879 y diciembre de 1880 se libró en la isla la guerra chiquita.
Cuba entró entonces en un tiempo de cambios, con su producción azucarera cada vez menos importante en el mercado mundial y la llegada creciente de inmigrantes peninsulares. La esclavitud fue abolida allí entre 1880 y 1886, aunque la suerte de la población negra no mejoró apenas, al igual que la de muchos mulatos. La vida política se animó: el Partido Autonomista Cubano nació en 1878. Tuvo enfrente a la conservadora y españolista Unión Constitucional.
En Puerto Rico se siguieron, en la política de partidos, pasos muy similares. El reformismo económico no fue acompañado del político en Filipinas, donde el intelectual José Rizal (muy crítico con las órdenes religiosas en el archipiélago) fundó la Liga Filipina en 1892.
Con la llegada de los liberales al gobierno, se planteó la posibilidad de aprovechar tal ambiente para acometer reformas. Bajo el ministro de ultramar Antonio Maura, el Partido Autonomista Cubano participó en las elecciones de marzo de 1893 a las Cortes españolas, condenando las tentativas de insurrección.
Maura propuso entonces un proyecto de descentralización, en el que Cuba se convertía en una sola provincia (dividida en seis regiones) con una diputación con amplias atribuciones. Sin embargo, se opusieron los más radicales de la Unión Constitucional, los conservadores de Cánovas y el mismo Sagasta no lo apoyó debidamente. Políticos con intereses en la isla como Romero Robledo, hombres de negocios como el marqués de Comillas (fundador de la Compañía Transatlántica) y la catalana Fomento del Trabajo Nacional se unieron al rechazo.
Las reformas en Puerto Rico y en Filipinas, como las del régimen municipal del archipiélago, también embarrancaron.
La guerra vuelve a iniciarse en Cuba
Paralelamente, los independentistas cubanos se habían ido organizando en el exilio estadounidense durante la llamada tregua fecunda. Bajo la égida del intelectual José Martí, hijo de peninsulares y contrario a que Cuba se convirtiera en una dependencia de Estados Unidos, se formó el Partido Revolucionario Cubano, con un claro enfoque social favorable a mulatos y negros, sin dirigirse contra los inmigrantes españoles. Martí es considerado por el actual régimen cubano el padre de su patria revolucionaria.
El 24 de febrero de 1895 se lanzó el grito de Baire, con el que se dio inicio a la nueva guerra, en medio de un clima de dificultades económicas. Pronto cayó Martí en batalla, convirtiéndose en un mito político, mientras la guerra continuaba.
La actuación del general Martínez Campos.
Para acabar con la guerra, se envió al pacificador de Zanjón, el general Martínez Campos, que se negó a concentrar en aldeas a la población civil para acabar con las guerrillas de los independentistas, que formaron el gobierno de la Cuba Libre y lanzaron al mando de Antonio Maceo la invasión del occidente de la isla, quemando las haciendas azucareras de los grandes propietarios partidarios de España.
El Partido Autonomista Cubano era partidario de la negociación, pero la posición española se endureció.
El general Valeriano Weyler toma el mando en Cuba.
El 10 de febrero de 1896, con Cánovas en la presidencia de gobierno, llegó a la isla el general Weyler, que respondió a la guerra con la guerra. Acorraló a las guerrillas en áreas delimitadas por trochas o líneas militares fortificadas. Reconcentró a la población rural en aldeas, lo que ocasionó no poco sufrimiento a la población civil, para cortar su asistencia a aquéllas. Tales métodos, de verdaderos campos de concentración, fueron después adoptados por los británicos en su guerra contra los bóers sudafricanos. En los combates, cayó Antonio Maceo.
Los métodos de Weyler fueron muy criticados. Sagasta pidió moderación, al igual que el conservador Silvela. En Estados Unidos, ya interesados ciertos grupos empresariales en intervenir en la isla, se orquestó desde la prensa amarilla de W. R. Hearts una campaña de difamación contra el general. Fue acusado injustamente de la violación de la Niña Angélica, en una sórdida serie de artículos, para inclinar a la opinión pública estadounidense a la guerra.
El 8 de agosto de 1897 murió Cánovas asesinado por un anarquista y en octubre de aquel año Weyler fue destituido.
Los intentos españoles de moderación.
El general Ramón Blanco tomó el mando y no aplicó los anteriores métodos. Sagasta intentó aplicar el 1 de enero de 1898 un régimen autonómico, cuyo estatuto tomaba la Constitución de 1876 como modelo. Se produjo entonces un motín contrario a la autonomía entre los españolistas de la isla. Desde Estados Unidos se señaló que Cuba yacía en el caos, perjudicando a sus ciudadanos e intereses económicos.
El levantamiento de Filipinas.
Mientras tanto, la causa independentista había ganado simpatías entre la población tagala o nativa de Filipinas, donde las transformaciones económicas habían alimentado un proletariado rural y una cierta clase media con pretensiones reformistas, que formaron la sociedad secreta del Katipunan.
Apoyada por los japoneses, que ya se interesaban por la suerte del archipiélago, sus actividades fueron descubiertas en agosto de 1896, lo que precipitó la insurrección.
El general Blanco no logró acabar con la misma y en diciembre de 1896 lo sustituyó el general García de Polavieja, que no dudó en fusilar al moderado Rizal y atacar Cavite, punto fuerte del levantamiento. Dimitió al no recibir mayores refuerzos y en abril tomó el mando Fernando Primo de Rivera, el tío del futuro dictador.
Emilio Aguinaldo proclamó en septiembre de 1897 la constitución provisional de la república de Filipinas, en medio de fuertes divisiones en el campo independentista, y en diciembre de aquel año se suscribió la paz de Biac-Na-Bató entre ambos bandos, con la promesa de reformas.
El compás de espera de Puerto Rico.
Aquí no cuajó ningún levantamiento por temor a que una Cuba independiente no comprara el café puertorriqueño y el miedo de los hacendados a la revolución social de los trabajadores. Con un independentismo minoritario, Sagasta le concedió la autonomía en noviembre de 1897.
La intervención de los Estados Unidos.
El gobierno de Estados Unidos mandó el acorazado Maine a Cuba para intimidar a España y obligarla a venderle la isla. En consonancia, el de España mandó el crucero Vizcaya al puerto de Nueva York.
El 15 de febrero de 1898 estalló en el puerto de La Habana el Maine por una explosión interna, de la que los estadounidenses responsabilizaron a los españoles. Fue el pretexto para iniciar las hostilidades y los más belicistas clamaron Remember the Maine, to Hell with Spain! Semejantes mecanismos para entrar en guerra fueron empleados por los Estados Unidos en varias ocasiones sucesivamente.
La regente María Cristina no encontró ningún político que aceptara vender Cuba por 300 millones de dólares y se prefirió ir a la guerra. En la prensa española se extendió el patrioterismo y se animaba a liquidar a los cerdos yanquis. El personaje de Juan Español, un baturro de carácter intemperante y expresión castiza, representaba en tales periódicos el indómito carácter nacional. Los carlistas y los republicanos, como los de Blasco Ibáñez en Valencia, agitaron el ambiente a favor de la resistencia y a no ceder un ápice, acusando de negligencia y cobardía a los políticos del sistema, que temieron por su continuidad. Solo el PSOE se declaró contrario a la guerra desde el verano de 1896.
El 19 de abril de 1898 el Senado y el Congreso de Estados Unidos instaron a España a abandonar Cuba, un verdadero ultimátum. En vista de ello, se prefirió declarar la guerra a Estados Unidos el 24 del mismo mes, dando comienzo las hostilidades oficialmente al día siguiente.
La soledad internacional de España.
La España de la Restauración había optado por el retraimiento de los grandes conflictos europeos, manteniéndose al margen de las principales alianzas de potencias. Cánovas pensaba que era lo más conveniente para una nación modesta y con pasado honorable. Los liberales practicaron una política exterior un poco más participativa, acercándose para lograr ventajas en África a la Triple Alianza, patrocinada por Alemania junto a Austria-Hungría e Italia. En 1887 se firmaron los Acuerdos Mediterráneos y España suscribió un pacto muy vago con Italia como medio de aproximación, que no mereció mayor interés del canciller alemán Bismarck.
A la subida al trono del káiser Guillermo II, Alemania conservó la estrecha alianza con Austria-Hungría, pero Francia logró la de Rusia en 1892, mientras Gran Bretaña todavía mantendría su dorado aislamiento hasta la Entente con Francia en 1904. España permaneció al margen de tales coaliciones y Gran Bretaña ya no le fue favorable en Cuba como en el pasado.
Gran Bretaña había aceptado en 1897 el arbitraje estadounidense en su disputa territorial con Venezuela por la Guayana. Londres y Washington habían alcanzado también un acuerdo de límites entre el Canadá británico y Alaska. Algunos historiadores han interpretado estos movimientos como un consentimiento tácito de los británicos a la hegemonía estadounidense en América, bajo la Doctrina Monroe de América para los americanos.
En mayo de 1898 el primer ministro británico Lord Salisbury dividió a las naciones del mundo en vivas y moribundas, mientras su ministro de asuntos exteriores buscaba un acercamiento con Estados Unidos y Alemania, las naciones de raigambre germánica en pleno crecimiento frente a las latinas. Si estaba enfrentada con Francia por el dominio de Sudán, también lo estaba con Rusia por el de Asia Central.
A lo largo de la guerra hispano-estadounidense, los británicos autorizaron a la flota estadounidense a emplear Hong Kong en sus operaciones contra Filipinas y le negaron a España el paso de su armada de reserva por el canal de Suez. El entonces periodista Winston Churchill se quedó solo en sus simpatías por la causa española.
La procedencia de la regente María Cristina de Habsburgo no se materializó en un apoyo sólido de Austria-Hungría. La mediación de la Santa Sede quedó en agua de borrajas y Alemania habló de la tozudez española en no ceder, mientras observaba los movimientos políticos y militares alrededor del imperio español. Alemania, que había pretendido las Carolinas españolas en 1885, ambicionó ventajas en el Pacífico y situó su flota cerca de Filipinas a la espera de oportunidades, lo que favoreció que Gran Bretaña diera el beneplácito a la ocupación estadounidense del archipiélago.
La guerra hispano-estadounidense.
El 1 de mayo la escuadra del comodoro Dewey derrotó a la del almirante Montojo con rotundidad. Los estadounidenses trasladaron a la isla de Luzón a los dirigentes independentistas filipinos y se inició el asedio de Manila. El 12 de junio se proclamó la República de Filipinas.
El 19 de mayo el almirante Cervera llegó a Santiago de Cuba desde Cádiz. Allí fue bloqueado por la armada estadounidense. El 24 de junio los estadounidenses desembarcaron al Este de Santiago, en una operación que los observadores alemanes juzgaron chapucera. Aun así, derrotaron la tenaz resistencia española en las lomas de San Juan y El Caney. Se completó el cerco a Santiago, donde se libró la suerte del imperio español.
Desde Madrid, se ordenó por cable la salida de la escuadra de Cervera a entablar batalla. El almirante obedeció, aunque sus oficiales no aconsejaron una medida tan temeraria, que los exponía a la derrota segura. Los buques españoles salieron de uno en uno frente a los estadounidenses, que el 3 de julio los cañonearon y derrotaron estrepitosamente: 1.700 españoles cayeron muertos frente a un estadounidense. Cervera fue hecho prisionero junto a otros, tratados con cortesía en todo momento. Habitualmente se ha destacado la inferioridad técnica de la escuadra española frente a la estadounidense, algo que ha sido relativizado recientemente. España contaba con algunos barcos de guerra a la última, como el crucero acorazado Cristóbal Colón, construido en Italia. El error radicó más en la estrategia.
El 24 de junio los estadounidenses desembarcaron tropas en Filipinas y el 14 de agosto capituló Manila. También desembarcaron en Puerto Rico el 26 de julio, sin grandes resistencias. Para Estados Unidos fue la guerra bonita, en la que entraron por la puerta grande en el círculo de las grandes potencias mundiales.
El gobierno español temió ataques a Canarias, Baleares e incluso la Península, en un desastre que no parecía tener fin. La prensa se hizo eco de tales alarmas y en el teatro popular se hicieron burlas sobre la llegada de los independentistas cubanos (los mambises) a pueblos como Muchamiel en Alicante.
Del armisticio a la paz de París.
Francia aceptó mediar para alcanzar una paz entre los contendientes. En el armisticio o cese temporal de hostilidades del 12 de agosto, España renunció a Cuba y Puerto Rico, pero no a Filipinas. Estados Unidos obtuvo de momento las Marianas y retuvo Manila a la espera de la firma de la paz.
El 1 de octubre comenzaron las negociaciones de paz, sin representantes de los independentistas de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, cuyos países terminarían subordinados a Estados Unidos. A España no se le aceptaron sus propuestas durante las negociaciones.
El 10 de diciembre de 1898 se firmó la paz de París. España renunció a la soberanía sobre Cuba, cedió Puerto Rico y Guam a Estados Unidos, y las Filipinas a cambio de 20 millones de dólares.
De su imperio, España solo conservaba las Carolinas y las Marianas. La Oceanía española, también ambicionada por Japón, era muy difícil de mantener sin las Filipinas y en febrero de 1899 fueron vendidas a Alemania por 25 millones de marcos.
El contrapunto heroico a la derrota lo puso la resistencia de los últimos de Filipinas, los de la guarnición de la iglesia del pueblo de Baler, entre el 1 de julio de 1898 y el 2 de junio de 1899. Uno de aquellos soldados fue el requenense Loreto Gallego García. El teniente al mando Saturnino Martín Cerezo no dio crédito a las noticias de la paz de París hasta que un detalle en un periódico se lo confirmó. A los supervivientes, los asediadores les rindieron honores militares.
El coste humano de la guerra.
España hizo un esfuerzo extraordinario. Ninguna potencia antes de la segunda guerra mundial trasladó tantos soldados de una orilla a otra del Atlántico. En Cuba llegó a disponer unos 200.000 soldados, en Filipinas unos 30.000 y en Puerto Rico unos 4.500.
Muchos soldados murieron, más que por los combates, por las malas condiciones del viaje, el paludismo y la fiebre amarilla. Su repatriación se hizo en condiciones muy precarias, con no pocos males de salud. Algunos soldados destinados en Cuba prefirieron desertar tras la guerra y quedarse en la isla con su fusil y porvenir por delante. Tal fue el caso del padre de Fidel Castro.
En España no hubo motines contra el reclutamiento, pero sí bastantes prófugos en las regiones del Norte y del Mediterráneo.
Su alcance económico.
La guerra fue financiada con créditos a corto plazo y la deuda española alcanzó las 2.528.122.970 pesetas.
Con todo, la crisis de la guerra fue muy puntual y la pérdida de las colonias no arrastró a España a la ruina. Las exportaciones coloniales apenas llegaban al 20% del total español y la repatriación de capitales desde Cuba fue beneficiosa. La devaluación de la peseta y la coyuntura internacional alentó el comercio exterior de España.
La emigración española a Cuba distó de detenerse tras el 98 y el ministro Fernández Villaverde pudo sanear la Hacienda, lo que ayudó a mantener el régimen de la Restauración por encima de las amenazas y los reproches.
El regeneracionismo y la generación del 98.
El Desastre del 98 contribuyó notablemente a la afirmación del regeneracionismo, que pretendía renovar la vida pública española, equiparándola con los países europeos más avanzados. Denunció la corrupción política y propuso la mejora administrativa y científica, con fundamento estadístico, a aplicar en la enseñanza y en la agricultura, a través de la extensión de los regadíos.
Francisco Giner de los Ríos y la Institución Libre de Enseñanza abrieron el camino de esta corriente de opinión. Algunos regeneracionistas propusieron soluciones drásticas. Ricardo Macías Picavea defendió el cierre de las Cortes y la búsqueda de un salvador público en El problema nacional (1899), considerándose un anticipo del autoritarismo del siglo XX.
La más destacada figura del regeneracionismo fue Joaquín Costa, el león de Graus, que puso en valor las tradiciones comunitarias españolas de cara a la creación de mutualidades en el medio rural y a la defensa de la autonomía municipal. Tomó parte en la asamblea de las cámaras de comercio de Zaragoza en agosto de 1898, donde se elaboró un programa de gobierno favorable a la descentralización y al servicio militar obligatorio, sin redenciones. Partidario de fomentar escuela y despensa, propuso poner doble llave al sepulcro del Cid o no dejarse llevar por aventuras exteriores guiados por el patrioterismo, aunque también era un convencido africanista o favorable a la acción en África. En 1902 publicó su Oligarquía y caciquismo como la fórmula actual del gobierno de España, obra en la que denunciaba el dominio de una casta de políticos y la necesidad de un cirujano de hierro que conociera la anatomía del pueblo español y le tuviera una infinita compasión para acometer las reformas.
Estas ambigüedades favorecieron que figuras como el general Weyler se apuntaran a la retórica regeneracionista. En este ambiente inquieto, conmocionado y deseoso de reformas, floreció una verdadera literatura del Desastre, en la que se reflexionaba amargamente sobre los males de España, destacando los autores de la Generación del 98, formada especialmente por personas de la periferia como el alicantino Azorín, el vitoriano Maeztu, el donostiarra Baroja o el bilbaíno Unamuno. Muchos de ellos pasaron de defender posiciones ácratas en su juventud a autoritarias en su madurez.
Para saber más.
Sebastian Balfour, El fin del imperio español (1898-1923), Barcelona, 1997.
Philip S. Foner, La guerra hispano-cubano-americana y el nacimiento del imperialismo norteamericano, 1895-1902, 2 volúmenes, Madrid, 1972.
José María Jover, España en la política internacional, siglos XVIII-XX, Madrid, 1999.
Antoni Marimon, La crisis de 1898, Barcelona, 1998.
Manuel Moreno, Cuba/España, España/Cuba: historia común, Barcelona, 1995.
Carlos Serrano, El turno del pueblo. Crisis nacional, movimientos populares y populismo en España (1890-1910), Barcelona, 2000.