ENVENENAR A LO LARGO DE LA HISTORIA. Por Víctor Manuel Galán Tendero.
El dramatismo novelesco del veneno.
En las crónicas más caballerescas, el veneno siempre ha sido el más deleznable de los villanos al asesinar con cobardía a la persona más digna de respeto. Se llegó a creer que la reina consorte de Aragón Juana Enríquez envenenó en 1461 a su hijastro el príncipe de Viana, fatalmente enfrentado al rey Juan II. De poco sirvió que muriera de resultas de la tuberculosis, pues la simple acusación de envenenamiento ayudó a desencadenar la guerra civil en Cataluña y a convertir al de Viana en santo a ojos de sus devotos seguidores. Tal historia tiene mucho de rocambolesca, pero cuenta con los ingredientes de muchos relatos de envenenamientos: una madrastra pérfida, un príncipe asesinado a traición y un cobarde beneficiario del delito, que no da la cara. Se diría que el estudio histórico de los venenos no escapa de una trama de cuento infantil, pero la realidad es mucho más rica y matizada.
El veneno y el antídoto.
El conocimiento de los elementos de la naturaleza ha ayudado a la Humanidad a sanar no pocas de sus enfermedades. La palinología o estudio del polen y de las esporas nos indica que en varios enterramientos paleolíticos se dispusieron flores con propósitos higiénicos, como en el de la Dama Roja en la cueva del Mirón, en la cántabra Ramales de la Victoria. La cultura ibera hizo uso de la adormidera, si nos fijamos en las ilustraciones de su cerámica.
Claro que las plantas también pueden dar la muerte. La extracción del principio activo de las semillas de la planta de la cicuta tuvo unas consecuencias letales, como muchos comprobarían. El veneno, pues, no es otra cosa que una sustancia química capaz de ocasionar lesiones o muertes, pero un hombre tan ponderado como el suizo Paracelso (1493-1541) vio las cosas de forma más compleja. Médico y alquimista, defendió que el exceso de una sustancia mataba, pero su empleo moderado podía sanar. A su modo, anunció la moderna toxicología. Vistas así las cosas, el veneno dependería de la ética de cada uno.
El veneno nos hará libres.
Los griegos y los romanos se interesaron con apasionamiento por la cuestión de la dignidad humana, lo que no evitó que practicaran con idéntica pasión el esclavismo. Los hombres libres, los ciudadanos, gozaban del derecho y del deber de guerrear por su comunidad, y su derrota los reducía en términos aristotélicos a la condición servil, de objeto de otro. En tales casos, el suicidio era la manera más clara de demostrar el señorío sobre sí mismos, según acreditaron los pueblos cántabros opuestos a los conquistadores romanos.
El geógrafo Estrabón apuntó que era costumbre ibérica portar un veneno extraído de una planta similar al apio, que mataba sin dolor y se empleaba cuando los acontecimientos imprevistos caían sobre ellos. Morir libre antes que vivir esclavo sería su lema. Desde San Isidoro de Sevilla se ha identificado tal planta con el tejo, empleado no solo por los cántabros. Los lusitanos, dentro de la Europa de cultura celta, alzaron ciudades como Eburobrittium, cuyo topónimo hacía alusión al eburos, al tejo, el de los ritos funerarios de los druidas y el del suicidio tras la derrota. En la Bélgica celta, el monarca de los eburones Catuvolco se decantó por el veneno del tejo antes que sobrevivir como guerrero vencido por los romanos.
Catuvolco no fue único, precisamente. Antes de ser entregado a los romanos por el rey de Bitinia, Aníbal hizo uso del veneno que durante mucho tiempo guardaba en su anillo y así liberó de sus temores a Roma.
Quizá el caso más peculiar de auto-envenenamiento por dignidad sea el de Sócrates. Acusado de corromper la juventud con sus enseñanzas y de alejarla de los principios de Atenas, fue condenado a ingerir cicuta, modo de ejecución que algunos han comparado con las actuales inyecciones letales. Al aceptar tal muerte dulce, el pensador convirtió el veneno en elemento de afirmación personal. Toda una declaración de principios.
Las conspiraciones palaciegas.
Decididamente, uno de los medios más seguros de acabar con un rival político es el de su asesinato, incluso en las sociedades que se han declarado a favor de la redención de la Humanidad. El 5 de marzo de 1953 se hizo pública la muerte de Stalin, el todopoderoso dirigente de la URSS. Según las versiones más acreditadas, lo que sucedió en su casa de campo de Krylatskoye fue propio de una corte despótica. Uno de sus más estrechos colaboradores, Beria, contribuyó a su muerte de una manera u otra, ya que temía ser apartado de sus responsabilidades y represaliado. Stalin tomaría la insípida warfarina, un matarratas, inhibidora de la coagulación sanguínea y favorecedora de la apoplejía. Tras su muerte, Beria detuvo toda investigación sobre el llamado en la prensa soviética complot de los médicos. Antes del fallecimiento del dictador se había extendido por la URSS la idea de la conspiración de los médicos judíos para aniquilar con sus dirigentes.
Entre los nombres manejados por los historiadores como inductores del envenenamiento de Stalin se encuentra el de Khrushchev, que se convertiría en el dirigente de la URSS y comenzaría a criticar el comportamiento de aquél públicamente. La historia es en el fondo más vieja de lo que parece. En la Roma de los emperadores (en teoría protectores de la República) se dieron situaciones que conocemos gracias a Suetonio y que han sido divulgadas entre el gran público por Robert Graves, con la inestimable ayuda de una conocida serie televisiva. La ascensión al principado de Tiberio, hijo adoptivo de Octavio Augusto, fue tortuosa y la muerte de algunos de sus rivales se ha atribuido a veces al envenenamiento.
En esta clase de ambientes surgen figuras cuyos perfiles históricos más estrictos se han prestado a la interpretación o incluso a la leyenda. La hermana de Calígula, esposa de Claudio en terceras nupcias y madre de Nerón, Julia Agripina (15-59), lo cumple. En numerosas ocasiones se ha escrito que dio a comer a Claudio un plato de setas, en parte envenenadas para que ella pudiera compartirlo sin que nadie advirtiera su intención.
Otra ilustre envenenadora, según cierta manera de contar la Historia, fue Lucrecia Borgia. Hoy en día los historiadores menos exaltados y más apegados a los documentos la consideran una pieza política en manos de su ambicioso padre, el Papa Alejandro VI, y su no menos ambicioso hermano César, y se han olvidado de su fabuloso anillo que contenía el veneno con el que emponzoñaba la bebida de los rivales de su familia.
Sin embargo, nadie puede olvidar (ni los más escrupulosos adalides de la historia documentada) que a ningún asesino le convenía, ni le conviene, dejar pruebas, y menos escritas que los incriminaran y los descartaran para su propósito de hacerse con el poder con todos los honores. Así pues, estamos en manos de cronistas parciales, que en su particular lucha política ensalzaron a los suyos y denigraron con maestría variable a sus contrarios, a la hora de conocer los grandes envenenamientos del pasado.
En 1475 la princesa Juana de Castilla, la Beltraneja en innumerables libros, acusó a su tía Isabel, más tarde la Católica, de ordenar el emponzoñamiento de su hermano don Alfonso por ansías de poder. Años atrás, Alfonso y su hermana Isabel se habían enfrentado a su hermanastro Enrique IV, al que una parte de la nobleza depuso en la Farsa de Ávila el 5 de junio de 1465. Los alzados nombraron rey de Castilla a Alfonso, entonces un muchacho de once años. El primer Alfonso XII de nuestra Historia dio muestras de criterio independiente a medida que iba haciéndose mayor, con disgusto de sus principales seguidores, deseosos de tutelarlo. Cuando se aprestaba a dirigir su ejército para tomar Toledo, enfermó en la abulense Cardeñosa, donde murió un 5 de julio de 1468. Pronto surgieron rumores que su fallecimiento no había sido ocasionado por la peste, sino por un veneno, que había sido administrado en uno de sus manjares predilectos, la trucha. Cierto o no este extremo, prendió con fuerza en el agitado panorama político de la Castilla coetánea, en el que el marqués de Villena (su antiguo mentor) fue responsabilizado de la muerte de Alfonso y en el que su misma hermana Isabel se vio responsabilizada.
Resistir al veneno.
En vista del gusto que muchos manifestaban por el veneno a la hora de dirimir sus litigios políticos y otros menos confesables, lo más sensato era prevenirse y prepararse contra el mismo.
Como los alimentos eran a veces portadores de muerte, los dignatarios tomaron a su servicio en sus cortes a unos sufridos sujetos, los catadores, generalmente esclavos que tenían el honor de probar el manjar destinado a su amo. En vista que aquel pobre hombre precedía en la muerte o en el placer al señor, los romanos le dieron el significativo nombre de praegustator, el catador que tenía el deber de portar la fatal copa y beber su contenido. Con el tiempo, dado que fueron muy requeridos, los catadores de la Roma imperial formaron su propia asociación o colegio, muy en la línea de la vida social de aquella civilización.
El oficio no ha caído en desuso, pese a que el imperio romano se liquidó hace muchos siglos. El diario The Independent reveló en el 2014, con motivo de un encuentro de chefs en Londres, que el presidente ruso Vladimir Putin contaba con los servicios de catadores profesionales para evitar el mal trago. Con precauciones dignas del anciano Octavio Augusto, Putin lleva su propia sal, pimienta, agua embotellada e incluso servilletas. No ha sido el único dirigente contemporáneo que ha adoptado semejantes cautelas, también tomadas por Ceaucescu o Sadam Husein.
Se han dado ejemplos de dignatarios que han ido más lejos y se han dedicado a estudiar la complejidad de los venenos con fines prácticos. Dioscórides, médico de Nerón, compuso el tratado De Universa Medica, en el que hizo una recopilación de los venenos y de las plantas medicinales. Cleopatra, que se dio la muerte por un áspid, tuvo fama de estudiosa del tema e incluso se ha dicho que llegó a experimentar consigo misma, aunque el caso más singular no ha sido el suyo.
El monarca del Ponto (el mar Negro) Mitrídates VI (120-63 antes de nuestra Era) ha pasado a la Historia como un implacable enemigo de los romanos. Consciente del riesgo de ser envenenado, se expuso a conciencia a venenos como el de los escorpiones. Si damos crédito a lo que se relata sobre él, generaría anticuerpos contra ciertas sustancias tóxicas.
Algunos dirigentes lo han tomado como un modelo a seguir. Se ha insinuado que el presidente ucraniano Víktor Yúshchenko pudo haberse prevenido al respecto, al sobrevivir a fines del 2004 a una ingestión de TCDD, la dioxina más tóxica, que le desfiguró su semblante. Sea verdad o no, lo cierto es que no todas las personas sobreviven a un envenenamiento así.
El juicio moral.
Como en muchos aspectos de la vida, los venenos han dado pie a la hipocresía, la de su condena legal por unos gobernantes que recurrían con placer a los mismos. Es de sobra sabido que el fin justifica los medios, en el sentir de muchos que son legión.
En el 81 antes de nuestra Era se dictó en Roma la Lex Cornelia, durante la dictadura de Sila. Se trataba verdaderamente de una serie de leyes que modificaban el derecho penal romano, dirigidas contra los sicarios y los envenenadores, a los que se condenaba a muerte. Las ponzoñas elaboradas con la salamandra merecieron una enorme reprobación.
Algunos historiadores han considerado el empleo de venenos como un signo de degradación política de un imperio poderoso. Leopold von Ranke, en su obra de 1837 Los otomanos y la monarquía española en los siglos XVI y XVII, sostuvo que las conspiraciones de harén abotargaron las aptitudes de los candidatos al trono otomano e impusieron a los menos capaces. Al comienzo, los turcos otomanos acostumbraron a dirimir esta cuestión por medio de guerras internas, en las que el más cruel y más capacitado para la lucha se imponía a sus rivales. De esta forma, según Ranke, el imperio se encontraba acaudillado por un gran general, capacitado para hacerlo más grande. Cuando el veneno y la intriga sustituyeron al combate abierto, se prodigaron sultanes débiles y poco marciales, en detrimento de las conquistas. Evidentemente, el juicio moral de Ranke no sería hoy en día compartido por muchos.
Más allá de los palacios.
Hasta ahora, da la impresión que el veneno sea patrimonio de los cortesanos menos escrupulosos. Sin embargo, las personas corrientes también recurrieron al mismo por motivos bien prosaicos.
Archivos de instituciones encargadas de la administración de justicia, como el de la Real Chancillería de Valladolid, atesoran largos litigios, varios por envenenamiento.
Uno se dilucidó a comienzos de 1582. El vecino de la riojana Alfaro Juan González Indiano había tratado de ser emponzoñado con hierbas por su esposa Magdalena Jiménez, amante de Juan Sánchez. La imposición de penas determinó a la propia mujer de Sánchez, Inés de Antillón, a interponer pleito ante la Chancillería contra el intentado de ser envenenado Juan González.
El envenenamiento en masa.
La peste ha figurado con todos los honores entre los cuatro jinetes del Apocalipsis. Tucídides ya describió sus funestos efectos en la cercada Atenas de Pericles, y sus escenas de horror se reprodujeron hasta bien entrado el siglo XVIII en el continente europeo. En la angustiosa búsqueda de sus causas se llegaron a veces a conclusiones ciertamente grotescas.
En 1576 el imperio español se encontraba en guerra contra varios enemigos. El agente Carlos de Heredia alertó desde Turín de una inquietante noticia. Desde Argel, los turcos habían mandado enviados a Francia con hábitos de peregrino, a fin de pasar desapercibidos, con la intención de emponzoñar España. Según Heredia, tal era el origen de la peste que entonces asolaba Venecia. De cumplirse los turbios propósitos de los falsos peregrinos, la población de Perpiñán, Colliure, Mallorca y Menorca sería diezmada y sería sustituida por guarniciones de origen norteafricano.
Este paranoico planteamiento encierra la idea de la guerra bacteriológica, que se remonta a la antigua Grecia al menos, y la no menos reprobable del chivo expiatorio o acusado de un mal, que debía ser castigado con sumo rigor.
A los judíos les cupo tan triste papel en demasiadas ocasiones de la Historia. En 1348, terrible año de peste, los de Renania y Franconia (entonces tierras del Sacro Imperio Romano) fueron culpabilizados de envenenar los pozos arrojando sacos llenos de ponzoña para provocar la enfermedad. Muchos lo creyeron a pies juntillas, aunque Konrad von Megenberg insistiera que en Viena la peste había fulminado tanto a cristianos como a judíos, obligando a ampliar las zonas de sepultura.
Los diablos familiares del envenenamiento.
Más allá del empleo de ciertas sustancias, el veneno encara a las personas con su propia ambición o sus deseos más inconfesables, reiterados en distintas épocas.
Al menos los venenos y las ponzoñas han despertado el deseo de descubrir la verdad científica y a veces la pretensión médica de obrar el bien, como se consigna en obras como Manual médico-legal de venenos de Montmahou, publicado en España entre 1831 y 1833 bajo el patrocinio del Real Colegio de Medicina y Cirugía de San Carlos. No es poco para tanto despropósito.
Fuentes y bibliografía.
ARCHIVO DE LA REAL CHANCILLERÍA DE VALLADOLID, Registro de Ejecutorias, Caja 1456, 91.
DEL PULGAR, Fernando, Crónica de los Reyes Católicos, 2 vols., Madrid, Marcial Pons, 2008.
ESTRABÓN, Geografía, Madrid, Gredos, 2005.
LEWIN, Moshe, El siglo soviético. ¿Qué sucedió realmente en la Unión Soviética?, Barcelona, Crítica, 2017.
MUÑOZ, Adela, Historia del veneno. De la cicuta al polonio, Madrid, Debate, 2012.