ENRIQUE III Y EL PROTECCIONISMO ECONÓMICO CASTELLANO.

17.03.2018 16:38

                Los castellanos medievales, del Norte del Duero a las Canarias.

                A la muerte de Juan I el 9 de octubre de 1390, la Corona de Castilla se encontraba en una situación delicada. La derrota en Portugal todavía dolía y el tesoro real no pasaba por sus mejores momentos. El Consejo de Regencia del entonces niño Enrique III optó al comienzo por no aumentar los gastos. Las mercedes no aumentarían más allá de lo establecido en las Cortes de Guadalajara, el número de oficios municipales tampoco se acrecentaría de no mediar petición unánime del concejo, no se darían licencia para nuevas escribanías y no se entregaría el cobro de los impuestos a los deudores.

                La difícil situación política surgida tras el fracaso de Portugal y la minoría de edad real obligaron a tener presente la opinión, en algunos casos, de los procuradores de ciudades y villas, que cargaban con demasiados tributos. En 1391 el Consejo prometió no elevarlos y ajustó el valor de la moneda, concretamente el de las blancas de Juan I, reducido a tres y dos dineros y medio con gran perjuicio de las gentes por la inflación. Las mercedes reales no aprovechaban a sus beneficiarios. Los procuradores ciudadanos pidieron que se restableciera el real de plata de tres maravedíes, el novén o medio real castellano, y el cornado. Oficialmente diez cornados equivalían a un maravedí y ocho a un sueldo o doce dineros. Por el ordenamiento de Cuenca la blanca se puso al valor del cornado.

                En la organización fiscal castellana los financieros judíos llegaron a tener una gran relevancia, y los alzamientos antihebraicos que comenzaron en Sevilla y Córdoba en 1391 resultaron una enorme contrariedad, además de un desastre ético. Dadas las circunstancias, el apoyo al Honrado Concejo de la Mesta era una garantía para no perder dinero, dado el impulso de la ganadería trashumante por aquellos años. Se confirmaron sus privilegios en 1392, y se protegió expresamente a sus pastores y rebaños: no se les debía cobrar montazgo, servicio o asadura, impedir la toma de alimentos para su manutención o de leña para lumbre, corrales o puentes. Los alcaldes y los guardas de sacas no registrarían sus caballos, yeguas o potros, ni se entrometerían en las ventas de ganado de sus pastores.

                Un claro continuismo se hacía visible, pero también de claros deseos de reforma, dentro del orden social coetáneo. En las Cortes de Madrid de 1393 los procuradores urbanos se quejaron de la mengua del reino, entre otras razones porque los nobles defraudaban en la asignación de 150.000 maravedíes para poner cien lanzas o unidades de lanceros en pie de guerra. Las Cortes concedieron 12.000.000 de maravedíes por la alcabala veintena, 9.000.000 por las seis monedas y 7.000.000 por montazgos, portazgos, pechas, salinas, juderías y diezmos de la mar. Su mensaje fue claro, y el joven Enrique III supo imponer desde aquel año como rey su autoridad sobre los grandes magnates. En Murcia puso orden entre las parcialidades de los Manuel y los Fajardo, incorporó el marquesado de Villena y tuvo gestos como los de ordenar el derribo de las casas construidas por Juan Gaitán alrededor del alcázar de Toledo. Semejantes energías se acompañaron de la extensión de los corregidores o representantes del monarca sobre el mapa urbano castellano, y de la afirmación de la Real Chancillería, tan importante a la hora de confirmar privilegios o de dirimir litigios.

                El recuperado autoritarismo regio se puso al servicio de una política que podríamos definir de proteccionista, con todos los matices, casi de afirmación nacional. Desde hacía mucho tiempo Castilla venía experimentando la pérdida de metales preciosos por la vía comercial, y Enrique III y sus consejeros trataron de ponerle freno. Para pagar las cantidades debidas al duque de Lancaster (fruto amargo del pasado enfrentamiento con Portugal y su aliada Inglaterra), se dispuso en 1395 que el único encargado de cambiar moneda en la importante tesorería de Burgos fuera su titular Sancho García de Medina. Se prohibió la concesión de dignidades eclesiásticas a extranjeros para evitar el despojo de bienes y que muchos fieles castellanos dejaran de pagar diezmos y limosnas. Los males a la nación de los míos, de gente despierta que no aprendía lo suficiente de su alta clerecía, fueron sentidos como propios por Enrique III en los tiempos del Cisma, pero el Papado de Aviñón contó con la ayuda del rey de Francia y de algunos magnates castellanos para estorbar e incumplir lo decidido. En 1398 se decidió que las mercancías castellanas fueran transportadas por naves de su pabellón.

                Enrique III fue un firme partidario de fomentar el poder naval castellano, cuando muchos navegantes y comerciantes de la cornisa cantábrica se aventuraron por el Mediterráneo. Cartagena comenzó a animarse durante su reinado, como base de corsarios y punto de intercambios. Animó el inicio de la conquista de Canarias, su flota atacó Tánger y sus embajadores ante el triunfante Tamerlán (azote de los turcos otomanos) alcanzaron una gran notoriedad.

                Esta reafirmación del poder castellano en la denominada por Braudel Mancha mediterránea repercutió en las relaciones con la Corona de Aragón, cuyos productos a veces se vendían más caros en Castilla que los castellanos en sus mercados, a pesar de la importancia de los cereales y la carne para el abastecimiento de las ciudades aragonesas. En 1403 se inició una prohibición de comerciar con Aragón que duró hasta 1409, en la que se inscribió la de importar paños aragoneses en 1406. La desposesión del marquesado de Villena a don Alfonso de Aragón, en buenas relaciones con Valencia, fue otra medida conducente a afirmar el poder castellano.

                Semejante tirantez no concluyó en guerra abierta con Aragón, pero con Portugal y Granada se sacaron las uñas. En 1393 se ajustaron treguas con Portugal, con el establecimiento de mecanismos de restitución de daños, pero en 1397 pintaron bastos. Castilla tuvo que levantar una fuerza de 30.000 infantes, y ciudades como Burgos aportaron a la misma un contingente de 450, seleccionado entre los varones de 18 a 50 años. Los concejos debían nombrar un alférez para conducir a sus unidades, en las que cada ballestero debía portar dos ballestas y dos docenas de viratones, y cada peón su lanza y escudo. Enrique III se salió con la suya, y Juan I de Portugal decidió no embarcarse en una guerra de mayores proporciones. También se alcanzó en 1406 una tregua circunstancial con la Granada de Muhammad VII, extensible de manera clara a los puertos de mar. El paso de Alcalá de Henares se facultaría para el paso de comerciantes de ambos lados de la frontera.

                El 25 de diciembre de 1406 el doliente Enrique III fallecía. Su temple fue más enérgico que su cuerpo. Había alentado a su modo las fuerzas productivas de Castilla y la de sus concejos, que bajo la autoridad de sus regidores delimitaron sus dehesas, vitales para costear los tributos en muchos casos. Su sucesor Juan I no estuvo a su altura, pero su política fue un ejemplo para muchos. A comienzos del siglo XV, Castilla tenía abiertas diferentes opciones, que distaban de condenarla a los problemas de doscientos años después.

                Víctor Manuel Galán Tendero.