EN UN LUGAR DE ESPAÑA COMO OTRO CUALQUIERA. Por Gabriel Peris Fernández.
Hubo una vez una ciudad que se hizo demasiado grande demasiado aprisa. Sus pueblerinos barrios se convirtieron en colmenas suburbiales y sus sueños de sofisticación bajo el mayestático nombre de Juan XXIII en pesadilla barriobajera.
Bajo su proverbial luz mediterránea floreció la drogadicción, relevo del alcoholismo, y la despreocupación, aunque todo parecía pasión bajo la engañosa impresión de su principal equipo de futbol, pobre sucedáneo de la competición por sacar la cabeza del agua de la mediocridad.
Todos los veranos junto con el calor llegaban los madrileños, gentilicio que encubría procedencias y comportamientos muy variados. La playa quería colmar todos los buenos deseos enunciados en las fiestas del solsticio de estío, cuando San Pedro reaccionó con ira tempestuosa tras ser suprimido del calendario encarnado.
Sus ciudadanos se encontraban entre el desmán y la circunspección, entre el convencionalismo y la extravagancia. Orgullosos y gritones a veces, entrañables y anónimos otras.
A las faldas de su castillo los automóviles conquistaron sus calles e impusieron su ritmo a propios y extraños. Los autobuses atestados acercaron a las mujeres cargadas con la bolsa de la compra al mercado del centro y a los preocupados por una gestión o una visita médica a su laberinto. En los cines los vaqueros continuaban abriendo fuego y las chicas empezaban a desnudarse.
Su puerto ya no enviaba barcos a destinos significados y su huerta perecía bajo los materiales de la construcción, pero en su población activa los obreros cualificados, los administrativos y los autónomos se abrían briosamente paso.
Algunos todavía se dolían de las heridas de una infancia complicada, la de la postguerra inacabable, pero su realismo y sus lecturas los salvarían de la escollera.
A la orilla del mar emergía un volcán, que la vieja política no acertaba a calmar. Asociaciones vecinales e iniciativas novedosas exigían su lugar bajo el sol.
Los niños bien descubrieron su conciencia social y tuvieron ínfulas de redimir al mundo de sus padecimientos. De la catequesis pasaron al dogma de don Carlos y los hijos de quienes amenazaban con despedir a sus trabajadores cuando no acudían mansos a misa se erigieron en látigo de mercaderes y capitalistas.
En una recién creada universidad con restos de viejo polvo estelar se agazaparon y se alzaron con el ayuntamiento y la prensa local, purgada de su pecado original de ser del Movimiento.
Ahora eran autonomistas y cosmopolitas, aunque en el fondo eran provincianos y localistas con pedantería. Desterraron la seriedad por decreto de las sucias vidas de muchos y la fiesta se convirtió en santo y seña de un nuevo espíritu social, entre el folclorismo y la movida, entre la mantilla y la cresta de pollo, a modo de una Martirio hecha asfalto y hormigón.
Se hizo la Transición como se hizo y se felicitaron por ello hasta la saciedad, en un tiempo en el que ya eran europeos. Pero también se puede morir de éxito. El capitoste local quería un caudillaje mayor, que sus compañeros de viaje no le pensaban regalar. Entre los nuevos señores se abrió la berrea y más de uno se dejó la cornamenta.
Mientras los dioses andaban de trifulca, las hormigas seguían a la suya. Otra vez la crisis les volvía a dar tormento. Sus fábricas se cerraban con jubilaciones anticipadas y sus titulados universitarios probaron las delicias del caos administrativo y el gozo de la marcha de su ciudad natal. Su patria chica sería en adelante un conglomerado de recuerdos e impresiones, dejando un vacío que en el fondo ya nada colmaría.
Poco importaba la marcha de los inadaptados, pues ahora se disponía de un gran comercio en una magnificente avenida que antes no era nada. Ahora la noche era de cálida alegría, de fiesta de eterno fin de semana. Ahora había etiqueta churrigueresca en todo festejo. Ahora era el momento del liguero bajo el sayal.
La gestión privada avanzó en procesión en honor del Cristo de los Gitanos y todos los cofrades de la Comunidad Autónoma quisieron su mayordomía, donde estirar la mano a placer en instituciones, bancos y cajas.
Aperturas, inauguraciones y proyectos faraónicos decían cambiar la vieja cara de una ciudad muy maleada. Las gentes tenían ante ellos 3-D y euros en sus bolsillos. Las miserias de la peseta y del duro eran cosas de la ancianidad.
Todo subía como la espuma, desde la inmigración a la construcción al alcance de una hipoteca en interminables plazos de años y un día. Con tanto dinero circulando tonto era el que no lo atrapaba. Asesores, favoritos y constructores florecieron para imponer su ley del silencio trenzada a base de complicidades.
Un triste día el dinero dejó de llover del cielo y el infierno volvió a declarar parte de su imperio esta tierra. Se hundieron instituciones y reputaciones en medio de nuevas berreas, esta vez televisadas al modo de programa verdulero.
Ahora se descubría que el rey iba desnudo y los ingenuos se indignaron. Se quería honradez y se compraba papanatismo. Se vuelve a querer cambiar las cosas para cambiar poco, pues bajo la crisis del moderno Estado del bienestar se oculta una vez más el pícaro, el borracho y la monja. Aquí está la verdadera ciudad eterna.