EN LOS ORÍGENES DE EUROPA. Por Víctor Manuel Galán Tendero.
Muchas culturas de Europa son el fruto de la unión del hierro y del comercio. La aplicación del hierro permitió labores agrícolas más profundas, que redundaron en cosechas más seguras y en una población creciente. Las comunidades crecieron demográfica y económicamente, lo que estimuló el comercio. Sus aristocracias sintieron viva predilección por los objetos de lujo, fuera en la mesa o en la exhibición guerrera, pues los símbolos de prestigio eran indisociables de su encumbramiento. Así emergieron los griegos, los celtas, los iberos o los etruscos con sus características singulares.
Claro que no todo el continente europeo presentaba los mismos rasgos de evolución, ya que el impacto de las transformaciones neolíticas y de los contactos entre Estados habían sido más acentuados a orillas del Mediterráneo, donde tuvo lugar la eclosión griega. Las formas de vida de los pueblos del Norte de la península Ibérica resultaban rudimentarias a ojos de los observadores greco-romanos de comienzos de la era cristiana.
Tanto celtas como iberos conformaron distintos Estados, cuyo conocimiento nos resulta tan desigual como precario todavía a día de hoy, pero correspondió a los etruscos afianzar a Roma. En tratos de toda laya con griegos y cartagineses, los etruscos terminaron convirtiéndose en los villanos de los orígenes míticos de los romanos, que con el paso del tiempo dominarían la cuenca mediterránea.
Regida por una aristocracia que decía estar atenta al pueblo, la república romana se diferenció de la Atenas de Pericles no sólo por sus instituciones, sino también por la tenacidad de sus conquistas, llevadas a cabo por las legiones, el trazado de caminos y las alianzas. Los romanos probaron el amargo sabor de la derrota ante los galos o los cartagineses, entre otros, aunque al final se alzaron como unos victoriosos conquistadores, capaces de acabar con Numancia, Cartago, Rodas o la Atenas partidaria de Mitrídates.
Los éxitos trajeron gloria y riqueza a Roma, pero también el desquiciamiento de su república, asaltada por las tensiones sociales y las ambiciones individuales que dirigían sus miradas hacia el idealizado Alejandro el Grande, que ya en vida experimentó las ínfulas de sus subordinados. A diferencia de los dominios del macedonio, los romanos no se escindieron gracias a las sólidas instituciones forjadas.
La paz imperial les debió mucho. La reconcentrada autoridad del príncipe no se hubiera podido ejercer sin la pléyade de centros urbanos, con estatutos jurídicos distintos, y sin el impulso humano que fecundaba el imperio. Por el orbe romano se movieron administradores, soldados, mercaderes, filósofos y un largo etcétera de personas. Más tarde, los cristianos consideraron que la venida al mundo del Salvador en aquel tiempo no resultó nada fortuita.
En aquella paz echaron raíces los elementos de la decadencia romana: la enorme extensión de sus fronteras, el protagonismo de los ejércitos profesionales, la aspiración a una autoridad más omnímoda, el déficit y los desajustes productivos de la esclavitud. En un mundo de ambiciones enfrentadas y de divisiones cada vez más profundas, como las que separaban el Occidente del Oriente romano, fue emergiendo una nueva sociedad.
A este respecto, no tiene mucho sentido hablar de decadencia, pues el término más apropiado sería el de transformación. Los pueblos germanos, procedentes de unas tierras en pleno cambio a impulsos del comercio y las luchas de todo género, no pretendieron aniquilar Roma. Solamente desearon figurar a su frente con orgullo. Sus reinos intentaron amoldarse a los cánones romanos. Paralelamente, los romanos de Oriente prosiguieron su andadura, con el considerable legado griego.
La variopinta Europa del siglo V antes de Jesucristo se había convertido mil años después en algo más familiar a las gentes del siglo XXI, con su división entre el Oeste y el Este, con sus Estados nacionales que intentan poner en pie una delicada Unión. Por algo, todos los caminos conducen a Roma.