EN LOS ORÍGENES DE CASTILLA.
Castrojeriz, el banco de pruebas de la repoblación castellana.
En el siglo X varios mandatarios europeos como el emperador germano procuraron fortalecer su autoridad frente a sus potentados territoriales, dispuestos a convertirse en dignidades de mayor relieve. Los reyes de León, que a veces se presentaron como continuadores de los monarcas visigodos, no lograron frenar las ambiciones de los condes de Castilla, que a su vez también se encararon con las espinosas cuestiones de la autoridad.
En los ejércitos de la época la infantería no era tan infrecuente como a veces se ha sostenido. Alfredo el Grande hizo buen uso de la misma en sus guerras contra los daneses en Britania. En sus batallas contra las fuerzas del califato de Córdoba, los poderes hispano-cristianos lógicamente no dejaron de emplearla, pero las tropas montadas fueron adquiriendo cada vez mayor protagonismo, hasta tal extremo que para muchos todavía hoy la Edad Media es sinónimo de caballería. Los soldados a caballo tuvieron la ventaja de la movilidad en las luchas contra enemigos astutos y huidizos al modo de los húngaros, aunque no todos los combatientes dispusieron de los medios económicos suficientes para pagarse el corcel de guerra.
A cambio de la entrega de bienes patrimoniales en determinadas condiciones, un mandatario podía mantener una fuerza de caballeros fieles, progresivamente ennoblecidos. Así sucedió con los caballeros ministeriales alemanes. El conde y emperador (en el sentido de autoridad pública) de Castilla García Fernández siguió una política similar de promoción de la caballería, según se aprecia en el fuero de Castrojeriz, datado el 8 de marzo del 974.
El conde se presentó en su promulgación como el cabeza de una gran familia cristiana, ya que otorgó la escritura en compañía de su esposa, en nombre de la Santa Trinidad para la salvación de su alma, las de sus padres y las de sus fieles difuntos. Su paternalismo abrazó a los caballeros, erigidos en modelo para los eclesiásticos y los peones, temprana muestra en tierras hispanas del llamado orden social trinitario. Se estaba verificando, desde este punto de vista, una verdadera transformación socio-política en Castilla en sintonía con la de otras áreas europeas, concretada en casos como el que nos ocupa.
Los caballeros de Castrojeriz fueron considerados infanzones y tratados como tales, con capacidad para poblar sus heredades con hombres libres, cuyo régimen fue propio de la behetría. Se valoró su persona en caso de muerte en 500 sueldos, divididos en doce homicidias o partes a distribuir. Su responsabilidad por homicidio se estipuló en 100 sueldos. Se ampararon tanto sus casas de dentro como de fuera del núcleo de Castrojeriz, y se exoneraron de pagar los tributos de mañería y de nuncio: en el supuesto de muerte sin descendencia legítima, el conde no podía heredar sus bienes.
Tales prebendas no los obligaban a ir a las campañas condales, el fonsado, automáticamente, si carecían de préstamo del conde y del estipendio de su representante, el merino. Castrojeriz se convertiría en sede de una de las merindades de Castilla. La recepción de bienes feudales pudo asegurar una temporada de servicio de tres a cuatro meses, que en caso de prolongarse determinaba el pago de sumas de dinero suplementarias. Este modelo, que se fue afirmando a lo largo de la Plena Edad Media, no impidió que los caballeros pudieran tomar la iniciativa en acciones militares propias, nervio de las nacientes huestes concejiles.
Las disposiciones dadas a los caballeros también se aplicaron a los clérigos, lo que nos da a entender unas formas de vida compartidas más allá del privilegio de la infanzonía. A los peones de Castrojeriz se les reservó un trato más benévolo que el dispensado en otros lugares. La intención de atraer pobladores a un punto de interés amenazado militarmente es bien evidente. Se les prometió que no pagarían mañería, fonsadera o redención de fonsado, portazgo, montazgo, pontazgo, serna ni corvea, reducida a un día para barbechar, uno para sembrar, otro para podar y a un carro de mies, deberes para con el conde como señor patrimonial o para un infanzón al que sirvieran. Al igual que en otros puntos del antiguo imperio carolingio, varios peones podían unirse para cumplir mejor un deber público, generalmente relacionado con cuestiones militares. Tres podían aportar un asno para acarrear los bagajes en campaña, con la obligación de asistir dos de los mismos.
Organizados para la guerra, las gentes de Castrojeriz se distinguieron del resto en lo judicial por voluntad del conde de Castilla. El testimonio de sus infanzones y clérigos prevalecería sobre el de sus homólogos de otros lugares en los pleitos de la localidad, y lo mismo acontecería en el de sus peones en relación al de los caballeros villanos forasteros. Se estaban poniendo las bases del orgullo municipal, alma del naciente concejo.
Emplazada en el Camino de Santiago, Castrojeriz no se quedó en un simple puesto fortificado al estilo de varias localidades del interior de Europa frente a los húngaros. Las referencias ya apuntadas a las labores de poda son elocuentes de actividad vitivinícola, y las de exención de portazgo o pontazgo del deseo de promocionar las operaciones comerciales, más allá del autoabastecimiento. En estas circunstancias se entiende mejor que se tratara de ganar la residencia de los judíos, cuyo valor penal se homologó al de los cristianos. Tal fue el punto de arranque de la comunidad judía de allí. Castrojeriz es, pues, uno de los lugares que nos permiten conocer cómo se forjó la Castilla medieval.
La repoblación castellana avanza, Sepúlveda.
En el año 1076 el rey Alfonso VI regía León y Castilla tras no pocas complicaciones. Albergaba la esperanza de aprovechar la muerte de Sancho IV de Pamplona y de imponer su voluntad al emir de Zaragoza. Las incursiones de sus fuerzas en territorio andalusí todavía no auguraban la toma de Toledo en el 1085.
Tal conquista vino precedida de una importante reordenación de las tierras situadas entre el río Duero y el sistema Central, fuertemente disputadas entre el reino de León y el califato de Córdoba en el siglo X. Aquel año de 1076, cuando Alfonso confirmara en teoría el fuero de Sepúlveda junto a su esposa Inés, recordaría la figura de su abuelo Sancho III el Mayor, aunque también evocaría los tiempos de los condes de Castilla Fernán González y García Fernández. Estos largos antecedentes invocados nos hablan de la maduración de las disposiciones del fuero y de los correspondientes problemas a los que se tuvieron que enfrentar los pobladores de Sepúlveda.
Los límites de sus términos habían sido disputados con otras localidades cercanas, sus vecinos se habían tomado con frecuencia la justicia por su mano, y los infanzones se habían insolentado con los demás. Alfonso VI actuó con equilibrio al reconocer que Sepúlveda era una tierra de frontera, pero que debía someterse a la autoridad regia de forma más estrecha.
Toda persona de aquí que matara a otra de Castilla no debía ser perseguida al cruzar el Duero, verdadero límite de formas de vida. La distinción entre sepulvedanos y castellanos era muy clara en el fuero: si uno de los primeros matara a uno de los segundos debía de satisfacer la octava parte de su valor penal, y al contrario según sus fueros particulares. En Sepúlveda, en esta Castilla en proceso de serlo, se penalizó el abandono de la pareja, particularmente el del varón por la mujer, pero se permitió que se trajeran mujeres secuestradas de otros puntos con tal de acrecentar la población.
Para imponer orden se delineó la institución concejil, a la que se debería de recurrir para dirimir los pleitos particulares. Su deber era proteger a los vecinos incluso del señor rey. Tenían que ser sepulvedanos el alcalde, el merino, el juez e incluso el arcipreste, en una muestra clara de particularismo local en lo civil y en lo eclesiástico. Del juez, de ejercicio anual, se nos dice que debía ser elegido por las parroquias, que también abrazarían a las gentes de los otros núcleos subordinados a la villa principal, las aldeas. Era el punto de arranque de la comunidad de villa y tierra, institución de organización territorial que también se desarrollaría en otros puntos al Norte del sistema Central.
El rey hizo entrega a los vecinos de Sepúlveda de todo el dinero que se encontrara debajo de la tierra, el viejo derecho imperial a los tesoros del subsuelo. Cuando llegara a la villa, no debería forzar a los vecinos a darle posada. Como señor de Sepúlveda dispuso al menos de su propio palacio, al que debería convidar a comer al juez durante su estancia, símbolo de su generosidad para con sus fieles. El potestad lo representaba en sus ausencias.
Se puso a prueba el equilibrio entre el rey y los vecinos de Sepúlveda con motivo de las campañas militares. Los caballeros debían de participar obligatoriamente en las expediciones reales, pero los peones solo se sumarían a aquéllos para auxiliar al monarca en asedio o en batalla campal. La fonsadera o redención de la prestación militar se hizo según una escala social: el caballero debía pagar dos acémilas, cuatro peones un asno, y un simple particular (quizá un artesano o un mercader) el yelmo y la loriga de un caballero. La necesidad de animales de transporte para las campañas era obvia. Durante su ejercicio, los alcaldes estaban exentos de acudir en campaña.
De todos modos, en estas tierras al Sur del Duero se reconoció que todo guerrero fuera a la casa del señor que más le acomodara sin perjudicar al rey. Las conquistas futuras les darían un amplio margen de ganancias.
Fuentes y bibliografía.
Martínez Díez, Gonzalo, El Condado de Castilla (711-1038): la historia frente a la leyenda, 2 vols., Valladolid, 2005.
Pérez de Urbel, Justo, El Condado de Castilla. Los 300 años en que se hizo Castilla, Madrid, 1969.
Víctor Manuel Galán Tendero.