EL TESTAMENTO DE ALFONSO EL BATALLADOR.
“En el nombre del sumo e incomparable bien que es Dios. Yo, Alfonso, rey de los aragoneses, pamploneses y ribagorzanos, meditando conmigo y dando vueltas a la mente que todos los hombres son por naturaleza mortales, resolví en mi ánimo, mientras gozo de vida y salud, ordenar cómo ha de quedar el reino a mí por Dios concedido, así como mis posesiones e intereses. Así pues, temiendo el juicio divino, por la salvación de mi alma y también por la de mi padre y de mi madre y la de todos mis parientes, hago este testamento por Dios y nuestro Señor Jesucristo y todos sus santos.
“Y con buen ánimo y espontánea voluntad ofrezco a Dios y a Santa María de los Pamploneses y a San Salvador de Leire, el castro de Estella con toda la villa y con todo lo que al derecho real pertenece, para que sea la mitad de Santa María y la otra mitad de San Salvador. Igualmente doy a Santa María de Nájera y a San Millán el castro de Nájera con todas las cosas u honores que le pertenecen; también el de Tubia con toda su honor. Y de todas estas cosas sea la mitad para Santa María y la otra mitad para San Millán. Ofrezco, también, a San Salvador de Oña el castro de Belorado con todo su honor. Dono asimismo a San Salvador de Oviedo, San Esteban de Gormaz y Almazán con todas sus pertenencias. Lego también a Santiago de Galicia, Calahorra, Cervera y Tudején con todas sus pertenencias. Del mismo modo dejo a Santo Domingo de Silos el castro de Sangüesa con la villa y con los dos burgos, el nuevo y el viejo, y su mercado. De igual manera doy a San Juan de la Peña y a San Pedro de Siresa toda la dote que fue de mi madre, a saber, Biel, Bailo, Astorito, Ardaniés y Sosa y todo lo que puedan hallar que perteneciera a la dote de mi madre, y de esto que sea la mitad para San Juan de la Peña y la otra mitad para San Pedro de Siresa, con todas sus pertenencias.
“Asimismo para después de mi muerte dejo por heredero y sucesor mío al Sepulcro del Señor que está en Jerusalén y a los que lo guardan y conservan y allí sirven a Dios. Y al Hospital de los Pobres que hay en Jerusalén. Y al Templo del Señor con los caballeros que allí vigilan para defender el nombre de la Cristiandad. A estos tres concedo todo mi reino. También el dominio que tengo en toda la tierra de mi reino, el principado y el derecho que tengo sobre todos los hombres de mi tierra, tanto clérigos como laicos, obispos, abades, canónigos, monjes, nobles, caballeros, burgueses, rústicos y mercaderes, varones y mujeres, pequeños y grandes, ricos y pobres, judíos y moros, con la misma ley y costumbre que mi padre y mi hermano y yo hasta hoy tuvimos y debemos tener. Añado también a la Milicia del Temple mi caballo con todas mis armas. Y si Dios me concediese Tortosa, sea toda del Hospital de Jerusalén.
“Además, porque no es imposible, si nos hemos equivocado, pues somos hombres, si yo o mi padre o mi hermano quitamos algo injustamente a las iglesias, a las sedes episcopales o a los monasterios, de sus cosas, honores o posesiones, rogamos y mandamos a los prelados y señores del Santo Sepulcro, del Hospital y del Temple lo restituyan legalmente. Del mismo modo si a alguno de mis hombres, varón o mujer, clérigo o laico, yo o alguno de mis antecesores quitamos injustamente su heredad, restitúyase al mismo por misericordia y justicia.
“De igual manera, de las propiedades que por derecho de herencia nos son debidas, fuera de aquellas que fueron entregadas a los Santos Lugares, las dejo íntegras al Sepulcro del Señor, al Hospital de los Pobres y a la Milicia del Temple, a tal tenor que después de mi muerte aquellos que por mí las tienen las conserven durante toda su vida como si fuese por mí, y después de la muerte de ellos sean íntegras del Sepulcro, del Hospital y del Temple y puedan darlas a quien quisieren.
“De este modo todo mi reino, como se ha descrito arriba, y toda mi tierra, cuanto tengo, cuanto me quedó de mis antepasados, cuanto yo adquirí o adquiriré más adelante con la ayuda de Dios, y cuanto yo doy al presente y hubiese podido dar antes justamente, todo lo asigno y concedo al Sepulcro de Cristo, al Hospital de los Pobres y al Templo del Señor, para que ellos lo tengan y posean por tres terceras partes iguales.
“Todas estas cosas sobredichas doy y concedo al Señor Dios y a los Santos más arriba nombrados, tan propias y firmes como ahora lo son mías, y tengan facultad de dar y quitar. Y si alguno de aquellos que ahora tiene estas honores o las tendrá en el futuro quisiera ensoberbecerse y no quisiera reconocer a estos Santos como a mí mismo, que mis hombres y mis servidores les acusen de traición y de felonía como harían si yo estuviera vivo y presente y les ayuden por la fidelidad, sin engaño. Y si durante mi vida me placiera que de estas honores sobredichas quisiera dejar algo a Santa María o a San Juan de la Peña o a otros Santos, que los que las tuvieren reciban de mí lo que valgan.
“Hago pues estas cosas por el alma de mi padre y de mi madre y por el perdón de todos mis pecados y para merecer tener un lugar en la vida eterna.
“Esta carta fue hecha en la Era 1169 (1131), en el mes de octubre, en el sitio de Bayona. Sancho de Piedrarroja, escribano del rey, escribió la carta.”
Colección de Documentos inéditos del Archivo de la Corona de Aragón, Tomo IV, Barcelona, 1849, pp. 9-12.
Selección de Víctor Manuel Galán Tendero.