EL TEMOR INGLÉS A UNA INVASIÓN ESPAÑOLA DE IRLANDA. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

24.09.2024 08:42

               

                Irlanda fue tan codiciada como difícil de dominar para los reyes de Inglaterra. Su poder efectivo se redujo durante siglos a los alrededores de Dublín, mientras los aristócratas del resto de la isla mantenían con fuerza sus posiciones. El problema se complicó para el poder inglés cuando sus enemigos del resto de Europa hicieron causa común con sus oponentes irlandeses.

                Los náufragos de la Gran Armada no merecieron la misericordia de las guarniciones de Isabel I en Irlanda, pero en los círculos españoles se conocía bien el potencial irlandés como ariete. A las discrepancias políticas y religiosas se sumaba el descontento ocasionado por la política inglesa de colonización o plantación. Los españoles podían aprovecharse de todo ello, y en agosto de 1590 se temía que unas fuerzas inglesas ni muy numerosas ni bien armadas no pudieran frenar un desembarco español. Figuras como la del lord diputado de Irlanda sir John Perrot (un verdadero virrey) fueron acusadas de alta traición al mantener correspondencia con Felipe II.

                La preocupación era tan grande que cuando en 1595 se planificó una gran expedición contra España, bajo el mando de Drake y Hawkins, se insistió sobremanera en la protección de Irlanda. En los años sucesivos, el conde de Tyrone pondría en jaque al poder inglés, haciéndose deseable una paz con España. La isla se había convertido en el Flandes de Isabel I, según se reflejó en el informe de 1597 sobre la situación de Irlanda, donde la gran rebelión del Ulster había tomado gran vuelo. Faltos de medios, los cinco condados del círculo de Dublín no reaccionaron con la rapidez oportuna, mientras la tercera parte de las fuerzas inglesas era diezmada por las enfermedades. En aquellas circunstancias, se temió que los españoles llegaran a marchar victoriosamente sobre Dublín.

                La corrupción alcanzó a las tropas inglesas en Munster, donde sus oficiales vendían sus víveres o los cambiaban por otros de calidad inferior. En 1600 se pensó atajar tanto desorden restituyéndole a Irlanda su propia moneda, pero terminaron imponiéndose medidas más draconianas. El lord diputado Mountjoy impuso orden en el ejército, insistiendo en mantener el decoro religioso, no tratar con el enemigo, prohibir violaciones y saqueos, vedar los rescates de prisioneros por dinero y en no permitir a los soldados llevar muchacho o mujer de servicio.

                En septiembre de 1601 tuvo lugar el tan largamente temido desembarco español, en Kinsale, mientras el marqués de Caracena se comunicaba con el arzobispo de Dublín, fray Matthew de Oviedo. Los habitantes de Kinsale pudieron marchar, sin ser acusados de alta traición, mientras la alarma cundía en la isla. Sin embargo, las fuerzas españolas resultaron insuficientes, y Kinsale no se convirtió en la punta de lanza de la conquista.

                No obstante, los ingleses estimaron en 1602 que sería necesaria la llegada de cuatro mil soldados más a Irlanda, en un momento en el que los condados de Inglaterra se encontraban sobrecargados por los requerimientos del gobierno. El balance del 31 de marzo de 1602 sobre los gastos en Irlanda fue esclarecedor de las dimensiones del problema.

                Entre 1573 y 1579, las autoridades inglesas habían gastado en Irlanda una media de unas 26.000 libras. Sin embargo, se saltó de 1579 a 1584 a las 93.583 por el estado de guerra, alcanzándose las 322.502 en 1602, cuando se devaluaron todas las monedas que circulaban por la isla. Con tales dispendios se mantuvo una fuerza que alcanzó los 17.300 soldados, a veces muy poco eficaz. Da idea de su magnitud que a comienzos del siglo XVII el erario real inglés ingresaba unas 374.000 libras. La asistencia a los rebeldes de los Países Bajos sólo le suponía 25.000 libras.

                No obstante, en sus últimos momentos de vida Isabel I decidió emplear a fondo sus contadas fuerzas contra sus enemigos, buscando mejores condiciones en la mesa de negociaciones con España. En julio de 1602 se emprendió una guerra más sistemática contra los enemigos irlandeses, que no disponían de la debida asistencia española, mientras se enviaba una flota contra la misma España. Se fueron abriendo al mismo tiempo otras opciones.  En 1603 se pensó establecer una casa de la moneda del reino de Irlanda en Dublín, que enriquecería el país. Se creía que los irlandeses captaban mejor los metales preciosos españoles que los ingleses, al dispensar a España pescado, tocino y cueros. Tal hecho causó inquietud en Inglaterra, donde se pensó conseguir el ansiado dinero español vendiendo tejidos a los irlandeses.

                Los problemas no cesaron en Irlanda, por mucho que la amenaza española se reveló como un tigre de papel. En el futuro, la combinación de descontento interno y amenaza externa continuaría atenazando al poder inglés y británico en Irlanda.

                Fuentes.

               109- Biblioteca del palacio de Lambeth.