EL PRINCIPADO VALENCIANO DEL CID.
Los castellanos medievales, del Norte del Duero a las Canarias.
Entre los años 1094 y 1099 Rodrigo Díaz de Vivar, el que sería conocido como el Cid, se convirtió en el príncipe o gobernante de Valencia. Formalmente vasallo del rey de León y Castilla, su relación con Alfonso VI había sido bastante tortuosa. La consagración de la catedral de Santa María Virgen en Valencia y su política de alianzas matrimoniales con los reyes de Aragón y los condes de Barcelona se encaminaron a consolidar su poder propio, reforzado en lo militar con la toma de Murviedro (el actual Sagunto) en el 1098. En la Hispania del siglo XII, su figura se convirtió en el referente de muchos guerreros deseosos de acrecentar su fortuna, en el ejemplo de quien supo medrar en la frontera de la Cristiandad, coincidiendo con el tiempo de las Cruzadas.
A lo largo de los años, don Rodrigo había acreditado unas extraordinarias dotes diplomáticas en sus tratos con los gobernantes andalusíes, especialmente con los de Zaragoza. Supo vivir del terreno como pocos: atacó las montañas de Morella (tierra de buenos ganados) con saña, en nombre de Al-Mutamin de Zaragoza contra su hermano Al-Hayib, y llegó a subir hasta la puerta de su castillo. También fue un maestro en fortificar posiciones como la de Olocau, donde iría a parar el tesoro de Al-Qadir de Valencia, y en atacar a sus adversarios en el momento apropiado, sin perder la calma en el peor momento. Con estas cualidades, se alzó victorioso frente a las fuerzas almorávides, de movilización más lenta que las suyas y no siempre en buena sintonía con los andalusíes, algo que contrastó con las derrotas encajadas por las huestes de Alfonso VI. En el 1094 les ganó la batalla de Cuarte y les arrebató un gran botín, entre el que se encontraban numerosos corceles de guerra.
Más allá de los botines, don Rodrigo impuso a varios dignatarios andalusíes tributos a cambio de su protección (o más bien de no ser atacados por él). También supo lucrarse con el sistema de las parias, justo en un momento en el que hacía aguas con la irrupción almorávide en la Península. Hacia el 1090, Al-Qadir de Valencia le pagó 57.200 dinares anuales, el gobernante musulmán de Tortosa, Játiva y Denia unos 50.000, el de Albarracín 10.000, el de Alpuente otros 10.000, el de Murviedro 8.000, el de Segorbe 6.000, el de Jérica 3.000, otros 3.000 el de Almenar y el de Liria 2.000. Siguiendo los cálculos de Ubieto, estas cantidades equivaldrían a casi 283 kilogramos de oro amonedado al año.
Con semejantes medios, el Cid podría retribuir a unos 7.000 soldados de todas las armas, más allá de su parentela y de sus fieles más directos. Con semejante fuerza, podía mostrarse muy contundente, pero también clemente llegado el momento. Algunos de sus cautivos en combate dieron testimonio de su calculada generosidad. En las operaciones de asedio de Valencia, estableció su campamento en Yuballa. Al aproximar sus posiciones a la ciudad, sometió a los habitantes musulmanes de sus arrabales, a los que impuso un trato benigno, en la línea de la sumisión mudéjar. A los que no se plegaron a su autoridad, los seguidores de los almorávides, los envió a Denia. Ordenó quemar, siguiendo la ley islámica, al cadí Ibn Yahhaf.
A la muerte de don Rodrigo, su viuda doña Jimena no pudo mantener la posición valenciana con la asistencia de Alfonso VI. En una primera aproximación, podemos sostener que el Cid tuvo unas cualidades excepcionales, pero tal explicación no basta para entender el hundimiento final de su principado. Comandante de una tropa retribuida y atento a la conservación de la población tributaria musulmana, en la medida de lo posible, del príncipe don Rodrigo no nos constan concesiones feudales a sus vasallos, interesados en defender un castillo que ya empezaban a considerar propio. A este respecto, el Campeador no siguió la estela de Guillermo el Conquistador en Inglaterra. Tampoco auspició la formación de un concejo de hombres buenos. La llamada Repoblación no enraizó en la Valencia cidiana, y el contraataque musulmán pudo recuperarla para su causa. La conquista fue flor efímera, pero su memoria no quedó en olvido. Jaime I se preciaría de poder blandir una de las espadas de don Rodrigo, Tizón, en su conquista de Valencia.
Víctor Manuel Galán Tendero.