EL PRECIO DE LA GRAN ILUSIÓN. Por Víctor Manuel Galán Tendero.
En 1910 Norman Angell publicó su casi profética La gran ilusión, en la que advertía que el vencedor de una guerra mundial se enfrentaría inevitablemente a la destrucción global de riqueza y a la inasequible individualidad de las minorías nacionales. Su triunfo sería su fracaso si se abandonara el umbral de la paz.
Cuatro años más tarde se desoyeron clamorosamente sus consejos, y el atentado de Sarajevo nos precipitó a la Gran Guerra, sobre cuyos orígenes tanto se ha disputado. El temor al crecimiento del tendido ferroviario ruso gracias a los capitales franceses determinaría a Berlín a avanzar la esperada conflagración al verano de 1914, alentando firmeza a Viena en su contencioso con los serbios. Se activó fatalmente la rueda de las amenazas y de las declaraciones de guerra, acogiéndose los alemanes a tal terrible rueda para hablar de responsabilidad compartida.
Lo cierto es que en 1900 el sistema de equilibrio de poderes acordado en el lejano Congreso de Viena de 1815, tan favorable a Gran Bretaña, se encontraba completamente superado. Francia, Austria y el Reino Unido se vieron sobrepasados por el II Reich, que reclamaba su hegemonía en Europa, mientras la potencia estadounidense ya mostraba su fuerza a los más clarividentes, como Ángel Ganivet. Añadían inquietud los dilemas de la modernización de Rusia, proclamados a los cuatro vientos tras su derrota ante el remodelado Japón imperial.
A cien años de la Gran Guerra Alemania ocupa el centro de la economía política continental con el permiso de EE. UU. Se ha dado la razón a Hobson, que veía en el comercio intereuropeo el mayor activo de sus naciones, y no en lejanas y costosas colonias. Sin embargo, los vates del imperialismo impusieron una solución terrible, que vino acompañada de inmensos sufrimientos humanos y terribles renuncias éticas. La Era de Prosperidad loada por Keynes se volatilizó, y los europeos nos enfrentamos sin concesiones con la angustia de la modernidad y con la subordinación a Estados omnipotentes en los que los ciudadanos se disolvían en la manipulable masa.
Pero la guerra también ubicó en nuestras vidas con vigor el deseo del cambio a través de todo género de revoluciones. Fue el paso de las sociedades de usos tradicionales a las abiertas de nuestros días. El mundo nacido aquel verano de 1914 nos ha legado la carga de la libertad acompañada de la degradación nacionalista, la deshumanización tecnológica y el dirigismo político, lastres del verdadero progreso. En el panorama internacional nos ha legado el conflicto árabe-israelí, los problemas de la modernización rusa o la cuestión de una Europa unida, entre otros muchos temas. De todos modos la gran cuestión es si seremos capaces en nuestro nuclearizado planeta de escuchar al viejo Norman.