EL ORDEN PÚBLICO EN UNA CIUDAD DE FINES DEL XVII. Por Víctor Manuel Galán Tendero.
Los claroscuros de un reinado.
El reinado del desdichado Carlos II de Habsburgo (1665-1700) ha pasado por ser uno de los más desafortunados de nuestra Historia. Su enfermiza figura personificó el tiempo de mayor declive de la otrora poderosa Monarquía Hispánica. Las penalidades continuaron azotando a una debilitada Castilla y la Francia de Luis XIV atacó con voracidad nuestras fronteras. Desde hace unos cincuenta años los historiadores han ofrecido vivas notas de color en este tenebroso cuadro. Importantes áreas del litoral español ya salieron en esta época de la fuerte crisis del XVII, en Castilla aparecieron grupos favorables a las reformas (consiguiendo realizar la necesaria, a la par que dolorosa, reforma monetaria) y en el pulso con la potencia del Rey Sol no se encajaron grandes pérdidas.
En este complejo tiempo la sociedad no durmió el sueño de los justos, y en la conflictividad política y social hispánica se anotaron episodios de gran interés, aunque carecieran de las resonancias de las Comunidades, las Germanías o la rebelión catalana de 1640. En 1669 don Juan José de Austria, hermanastro del rey, protagonizó el que ha sido calificado como el primer pronunciamiento militar de nuestra Historia, entre 1687 y 1694 los campesinos de importantes zonas de Cataluña se sublevaron contra las exigencias militares del virrey y de los poderosos, en 1693 se alzaron los de la Marina y las montañas alicantinas en protesta del dominio señorial (la Segunda Germanía), y en 1699 el alza del precio del pan ocasionó un motín en Madrid. La Guerra de Sucesión se alumbró en una sociedad combativa con unas ideas muy precisas acerca del orden de la comunidad. A la luz de todo ello trataremos dos episodios acaecidos en el Alicante de Carlos II: el del apresamiento de un anónimo barquero por marinos franceses (1670), y el de la carga contra los religiosos de nuestra ciudad en 1685.
La idea de la protesta y de la paz pública en una época difícil.
En esta sociedad estamental todo movimiento de protesta era conceptuado de escandaloso e inconveniente, amenazador de la paz de la cosa pública auspiciada en teoría por la justicia del monarca. La inquietud en una ciudad y la conmoción de su pueblo podían acarrear la pérdida de la Tierra, riesgo que los servidores reales intentaban evitar con el mayor sosiego. Con la aquiescencia regia se reparaban los agravios y se atajaban los inconvenientes que habían desatado la contestación, ya que los sublevados no buscaban socavar el orden establecido, sino el restablecimiento de sus conculcados derechos particulares. Los grandes principios de autoridad y orden se preservaban en circunstancias adversas. Esta forma de metabolizar la protesta se observa en el teatro clásico castellano, de Lope a Calderón.
Con independencia del valor humano de sus sucesivos titulares, la realeza estructuraba la vida pública, y los coetáneos diferenciaron con claridad entre sedición y conmoción. Esta segunda no discutía ni impugnaba la autoridad de un rey en provecho de otro al estilo de lo que sucedería durante la Guerra de Sucesión. Nacía del choque entre varias fuerzas contendientes que creían tener la razón de su parte y el derecho de presentar sus quejas a un monarca indebidamente informado o mal aconsejado.
En la ciudad de Alicante, orgullosa de su fidelidad a la monarquía y receptora de nuevos estatutos de gobierno en 1669, se produjeron conmociones bajo Carlos II, y no tuvo acogida el pensamiento de los rebeldes catalanes de 1640, el del varón repúblico opuesto al disimulador cortesano que defendía con todo vigor los derechos de la Tierra (sus Constituciones) en contra de la arbitrariedad del mismo rey, degradado a la condición de tirano.
Los medios de la justicia.
Todo el poder del monarca, incluso el del más poderoso del orbe, quedaba en el aire sin el apoyo activo de los potentados locales. Los reyes absolutos carecieron de grandes dotaciones de policía regidas por algo equivalente a un moderno ministerio de interior, y los modestos efectivos de las fuerzas de seguridad dependieron con frecuencia de los propios municipios, que también gozaron en nombre del rey de la administración de justicia en grado variable, facultando el título de ciudad para sentenciar en procesos civiles y criminales. En caso de desbordamiento extremo de la situación las tropas reales intentaban restablecer el orden.
En Alicante el justicia, el principal oficio del municipio, se encargó de tal cometido. De designación anual, pudo nombrar a su asesor, a sus lugartenientes de la Villa Vieja, de los arrabales del Portal de Elche y de San Antón, de los contornos, San Juan y Benimagrell, Aguas y Barañes, y al carcelero. Dispuso de reducidas fuerzas de orden público. La custodia de las llaves de la prisión, ubicada fundamentalmente en las Casas Consistoriales antes del bombardeo de 1691, ocasionó problemas económicos y de vigilancia de los presos. En las Cortes valencianas de 1645 el rey Felipe IV autorizó a nombrar un alcaide de las prisiones o carcelero con el salario anual de cincuenta libras. El 26 de mayo de 1688 se confiaron las llaves al alcaide del castillo, que también sirvió de prisión de mercaderes en 1694.
La administración de justicia no fue una tarea fácil. El municipio se quejó en 1645 de la cortedad de los emolumentos del justicia, en contraste con su trabajo excesivo. No todos los titulares acreditaron su idoneidad en una ciudad mercantil tan compleja como Alicante. Asimismo se produjeron roces con los oficiales reales por cuestiones competenciales, muy propias del Antiguo Régimen. El “subrogat” o delegado del gobernador de Orihuela en Alicante no siempre resultó del agrado de la oligarquía local por motivos personales (al no ser alicantinos con rango nobiliario) o por sus actuaciones. La fragilidad de los medios de justicia se compensó con la fortaleza del vínculo entre la oligarquía y la monarquía, base de la república foral alicantina como ya dijimos en otra ocasión.
Alteraciones en el puerto de Alicante.
La primera conmoción que analizamos sucedió en nuestro puerto el viernes 9 de mayo de 1670. Aquel día el comerciante inglés Joseph Herne remitió en una barca varias seras de jabón a un bajel anclado en el puerto, ocasión que fue aprovechada por el barquero para quedarse con cuatro losas de jabón. El teniente de un navío de guerra francés actuó contra el infractor, ordenando la inspección. Se encontró el jabón apropiado, se ató la barca al navío y se detuvo al anónimo barquero.
El detenido quiso escapar cortando el cable de la barca, apartándose con viento fresco. Del navío salió para prenderle una lancha tripulada por una dotación de marineros. El barquero se defendió de ellos con un puñal, y los marineros recibieron la asistencia de gente armada. Desde el navío se abrió fuego de mosquetes, y el barquero volvió a ser hecho prisionero.
Desde el muelle muchos alicantinos contemplaron lo sucedido, persuadiéndose de la ejecución del barquero y gente de su compañía, supuestamente ahorcados de una antena del navío tras ser apaleados. La indignación popular contra los tripulantes franceses en tierra fue enorme. Se hirió al sargento de su dotación militar y a un artillero. En medio de la rabia de la gente el capitán francés y un camarada se arrojaron al mar para salvar la vida. El “subrogat” del gobernador, el marqués de la Casta, apareció en escena auxiliado por muchos ministros de la justicia y caballeros alicantinos.
La violencia del tumulto remitió. El marqués consiguió proteger a los tripulantes franceses, retirar a los heridos y conducir al capitán y a su camarada a su domicilio, donde supieron que el barquero vivía y la fuga de sus compañeros. Se cortó la escalada de tensión al lograrse un acuerdo salomónico. El capitán francés resignó la custodia del barquero al marqués. Los franceses liberados conducirían al navío a su capitán, que reconoció el mal proceder del teniente. A cambio el marqués se comprometió a investigar la alteración para castigar a los que maltrataron a los franceses.
Consciente de la gravedad de los sucesos, dignos de avivar la agresividad de la Francia del Rey Sol, el marqués de la Casta informó a las autoridades reales superiores. El 11 de mayo escribió al virrey de Valencia, el enérgico don Vespasiano Gonzaga y Manrique, conde de Paredes, que a su vez remitió carta a día 13 al secretario de despacho don Francisco Izquierdo de Berbegal. El 22 el Consejo de Aragón tomó nota de todo lo acontecido e informó a la regente doña Mariana de Austria por si el embajador francés se quejara movido de alguna siniestra relación de los hechos. Al final no se pasó a mayores.
El contrabando.
El contrabando estuvo muy generalizado en los extensos dominios de la España Imperial del siglo XVII, enfrentada a graves retos militares y a delicados equilibrios económicos. Los incidentes narrados reflejan con gran claridad su importancia en el Alicante de la época, del que participaron varones poderosos y gentes modestas como nuestro barquero.
Se defraudó el pago de los impuestos reales y municipales por diferentes vías, superándose la más elemental sustracción de productos. Ciertos mercaderes extranjeros se sirvieron de las cartas de franquicia para comerciar ilegalmente con partidas de lana. Con la colaboración de testaferros, algunos comisionistas de casas comerciales foráneas, se embarcaron importantes cantidades de cereales sin satisfacer los debidos tributos.
El Tribunal de la Bailía persiguió con muy discreto resultado estas infracciones. El municipio intentaría reducirlo administrando o cobrando directamente el impuesto de la aduana desde 1678, sin confiarlo a grupos de arrendadores que a cambio de avanzar el capital se quedaban con una valiosa parte de la recaudación. El resultado fue alentador en una situación de expansión comercial, ya que las 12.573 libras de 1677 se convirtieron en las 28.050 de 1699. Precisamente en 1688 se vigilaría con mayor meticulosidad los puntos de atraque de los barqueros más díscolos (el Postiguet, la Plaza de las Barcas y el Baver), obligándoseles a recalar en el muelle.
La extralimitación francesa.
Sin los intereses de los mercaderes extranjeros no se explicaría del todo el contrabando, pero los incidentes del 9 de mayo de 1670 aportan matices interesantes a la cuestión. La generalización del fraude terminaría por perjudicar a sus mismos promovedores, que manifestaron un abierto menosprecio por la capacidad de hacer cumplir la justicia de las autoridades españolas en Alicante, una vez que Francia firmara con España la victoriosa paz de Aquisgrán (1668) tras invadir el Franco-Condado.
El teniente del navío francés no titubeó en aplicar una acción de política de cañonera digna del imperialismo de finales del XIX, extralimitándose a todas luces. La arrogancia de la armada francesa en el Mediterráneo era bien manifiesta, y en 1665 ya había atacado las regencias otomanas del Norte de África. Eran lúgubres anuncios para nuestra plaza, salvajemente bombardeada en 1691. Este despliegue naval formó parte del intento de Colbert, ministro de Luis XIV, de convertir Francia en una gran potencia comercial y marítima digna de las Provincias Unidas de los Países Bajos. Su mercantilismo alcanzó su apogeo entre 1664 y 1671: se fundaron las compañías de las Indias, se ensayó la matrícula de mar en Santoña, y se pusieron en vigor tarifas proteccionistas.
La condescendencia hacia los intereses del comerciante inglés Herne emanó del entendimiento entre Francia e Inglaterra contra las Provincias Unidas, concretado en el Tratado de Dover de 1670. Desde 1664 el cónsul francés Pregent había advertido a sus superiores de la preponderancia holandesa en Alicante, que recibía anualmente tres convoyes de su bandera compuestos de quince a veinte buques y de dos navíos de escolta cada uno. Nuestro puerto servía de punto de redistribución de sus especias, azúcar, tintes y textiles en una buena parte de España, participando en este tráfico el citado Herne (asociado con el inglés católico Antonio Basset, naturalizado en Alicante). La defensa de los derechos de Herne intentó demostrar que los franceses eran aliados convincentes de los ingleses para desplazar a los holandeses de su favorable posición mercantil. Sin embargo, las buenas relaciones anglo-francesas se romperían de forma clara en 1674.
Las acciones de la armada del Rey Sol provocaron la cólera de los pueblos de España, y los naturales del Reino de Valencia se amotinaron en varios lugares contra la nutrida colonia francesa tras el bombardeo de Alicante de 1691. La historiografía ha enlazado un tanto precipitadamente tales alteraciones con la difusión del austracismo en la Guerra de Sucesión. La situación fue más compleja, dada la vigorosa imbricación de los comerciantes y artesanos franceses en nuestra tierra, y la alteración de 1670 acredita que la rabia contra la tripulación del navío no se transmitió a los franceses residentes en Alicante de forma mecánica e injusta. Formaban parte de nuestra vida ciudadana, y en 1689 el “subrogat” Jaime Borrás no pudo obligar a los mercaderes franceses en Alicante (representados por Nicolás Humblet, Bernardo Simón Blanch o Juan Bigot) a pagar un tributo anual especial para evitar represalias bélicas y mantener el ejército real en Cataluña.
El freno aristocrático.
Muy ligados al comercio, los caballeros alicantinos ayudaron al marqués de la Casta, buen conocedor de los entresijos tributarios y sociales de nuestro tráfico, a serenar los encrespados ánimos. En España y en otros puntos de la Europa del XVII los amotinados intentaron ganarse el apoyo de los poderosos locales en líneas generales. En la Sevilla de 1652, por ejemplo, las gentes sublevadas arrastraron al arzobispo y a otros en su movimiento, que nunca cuestionó el orden social (como bien observara don Antonio Domínguez Ortiz). En Alicante el poder, las aspiraciones y las rivalidades de los caballeros influirían en las tomas de partido de la Guerra de Sucesión.
La falta de tal freno en las discordias con los eclesiásticos.
El 28 de agosto de 1685 estalló el segundo episodio que comentamos, el de la carga contra los religiosos, en el que los caballeros no apaciguaron la alteración.
Los incidentes nacieron de la negativa de las órdenes religiosas radicadas en Alicante a que los franciscanos descalzos fundaran un hospicio. El “subrogat” Francisco Grau de Siurana no se arredró ante reclamaciones y protestas. Cuando los prelados de las comunidades no pudieron (o no quisieron) impedir la salida de sus religiosos en protesta, ordenó el cierre de las puertas de las murallas y la acción de los bandoleros de la compañía de Martín Muñoz.
Los bandoleros ya los aguardaban en el lugar destinado a la fundación, no especificado en la documentación consultada. Un carmelita y un dominico encajaron sendos tiros de escopeta, y se arrojó a una noria a un franciscano.
Se acusó al “subrogat” de celebrarlo con alborozo en un refresco a sus allegados. En protesta se cerraron los templos a los fieles y se excomulgó a los responsables. Fray Vicente Agramunt, procurador general de las comunidades alicantinas, se quejó con amargura al rey del más lamentable atropello de la inmunidad eclesiástica que se hubiera perpetrado en España. Al final la fundación no prosperó, pero la enérgica postura de don Francisco Grau acredita que las autoridades religiosas no gozaron de carta blanca en la España de Carlos II, como ya observara Kamen.
Las relaciones entre los poderes de la época.
El militante catolicismo tridentino no impugnó en modo alguno las más vivas disputas jurisdiccionales entre congregaciones religiosas y con las autoridades reales, pues formaron parte del carácter de las sociedades estamentales del Barroco. Este episodio se encontraría en los antecedentes del futuro anticlericalismo, pero aún no en posturas propias de los siglos XIX y XX.
Fray Vicente no se recató en quejarse del intrusismo de los franciscanos descalzos del Orito, ya agraciados con la limosna de harina, en un tiempo de vacas flacas. En su expresivo alegato, la viña del Señor en Alicante ya había sido cultivada por otros, y un advenedizo no tenía ningún derecho a beberse sus frutos.
La proliferación de fundaciones religiosas en las Españas del XVII, tan marcada por las dificultades, se convirtió en un problema serio. En 1637 se quejaron de no recibir la limosna de la harina el Convento de la Sangre, los capuchinos, los dominicos y los agustinos, y en 1639 nuevamente los capuchinos, los franciscanos, el Convento de la Sangre, los dominicos, los carmelitas y los jesuitas.
La autoridad y el patronazgo municipal no podían ser desoídas por las distintas congregaciones. En 1604 el convento dominico de Nuestra Señora del Rosario le solicitó el traslado de un matadero, y en 1608 pleiteó por unas casas con el “consell” municipal. En 1614 las monjas agustinas de la Sangre de Cristo le pidieron la merced de la suculenta cantidad de 8.000 ducados, libres del derecho de sello, en amortización. En 1636 impuso a las monjas de la Santa Faz unas normas de clausura más estrictas. En 1646 el cabildo de la Colegial le reclamó la dotación suficiente. En esta atmósfera de reclamaciones se planteó el problema del hospital y el del hospicio.
La asistencia social en Alicante.
Nuestra portuaria ciudad no dejó de crecer demográficamente pese a los embates de las enfermedades del siglo, cuando la población de muchas localidades españolas se desplomó. Los 1.340 vecinos contabilizados en el “maridatge” de 1619 se convirtieron en 1.435 en el de 1660.
A la altura de 1665 el veterano hospital de San Juan de Dios, de asistencia a los pobres, se había quedado estrecho. Así lo evidenció el desembarco de los regimientos de grisones, destinados a combatir contra Portugal, y otras urgencias de asistencia militar. Edificar un nuevo hospital era una necesidad y una nueva carga económica. Ante el peligro de peste en Cartagena, se impuso una tasa de ocho dineros por libra en 1676, acrecida más tarde con dos dineros más. Se pensó en emplazarlo en el área del arrabal de San Antón, pero los religiosos de San Juan de Dios no aceptaron la primera edificación de 1693.
En el seno del hospital también se proyectó un hospicio para los niños, pues los 600 pesos anuales empleados para conducir a los expósitos a Valencia se malgastaban y no evitaban la muerte de muchos de ellos.
El municipio ensayó una solución a estos problemas de asistencia social acudiendo a otras opciones eclesiásticas, como los franciscanos descalzos del Orito para el hospicio. Se postuló una comunidad de cuarenta religiosos, considerada excesiva para sus numerosos rivales, hasta tal punto que algunos de los descalzos entraron secretamente en Alicante vestidos de mujer con la ayuda del “subrogat”. Al final nada se consiguió, pero los medios empleados para lograrlo dicen mucho del estado social de la justicia.
El recurso al bandolerismo.
El “subrogat” Grau de Siurana desplegó en el tumulto las fuerzas de la compañía de Martín Muñoz Salcedo, más aptas para ciertas extralimitaciones que las regladas. Muñoz capitaneó una partida de bandoleros que alcanzó una temida fama en el antiguo Marquesado de Villena, donde las cuadrillas eran asoldadas por las facciones municipales en disputa. En 1680 inquietó Chinchilla, y en 1683 encontró cálido refugio en el Reino de Valencia, pese a las órdenes de prendimiento del virrey.
En el siglo XVII las autoridades y los poderosos alicantinos tuvieron un trato íntimo con el bandolerismo, al igual que en otras localidades hispánicas. Los bandidos engrosaron sus comitivas, prestas a dirimir por las bravas lances de honor señoriales. Siguiendo un proceder que en Alicante se remontaba a la Baja Edad Media, la monarquía los indultaba si combatían contra sus enemigos, aprovechándose de los buenos oficios oligárquicos. Antonio Espino nos ha narrado como en 1680 reclutó bandoleros para las fuerzas reales en Alicante y en otros puntos el asesor de la Bailía don Francisco Pasqual de Ibarra, que en 1692 sería conducido prisionero a las Torres de Serranos y a Madrid. El marqués de la Casta también se mostró ducho en tales tratos, como acreditó al frente del virreinato de Mallorca.
Se atrajo a no pocos bandoleros con el señuelo del servicio en Nápoles, aunque terminaran en la aborrecida Orán. En 1679 las cuadrillas reclutadas se encerraron en el castillo alicantino, agravando problemas de abastecimiento y tentando ciertas voluntades. En la Guerra de Sucesión estallaría con violencia mayor todo este legado.
Cómo entender los móviles de los altercados.
Las motivaciones económicas de las revueltas del Antiguo Régimen han sido muy bien estudiadas a lo largo del último siglo, desde las abruptas oscilaciones de los precios de los alimentos de primera necesidad hasta el incremento de los impuestos sobre unas poblaciones apuradas. Asimismo la historia de las mentalidades nos ilustra acerca de la forma de entender la vida y de protestar de aquellas gentes.
En la España de Carlos II se distinguieron varios tipos de conmociones sociales: 1) los motines (como el de subsistencias de Madrid de 1699), 2) las asonadas antifiscales, caso de la Cartagena de 1683, 3) la revuelta campesina como la Segunda Germanía, 4) la rebelión popular con ribetes políticos como en la Cataluña de 1687-94, y 5) las luchas de parcialidades del nivel municipal al cortesano.
El mantenimiento de las cargas militares ocasionó muchos de estos problemas. De su peso en nuestra ciudad en tiempos de Carlos II ya nos ocuparemos en otro artículo. A la luz de lo expuesto, Alicante experimentó motines y luchas de parcialidades. En los altercados tratados hemos visto que la expectativa de ganar o perder algún provecho material tuvo una enorme relevancia, más allá de lo meramente crematístico, ya que la degradación económica menoscababa la situación honorable de los grupos sociales en una comunidad estamental, prestos a defender sus intereses con todos los medios a su alcance. El eclipse de la figura real, la del doliente Carlos II, alentó a fines del XVII este género de disputas. En Alicante se detuvo una conmoción mayor gracias a vivirse a veces al margen de ciertas normas regias, algo muy favorable a los poderosos locales. No en vano la época ha sido catalogada como la de la oligarquía absoluta.
Fuentes documentales.
ARCHIVO DE LA CORONA DE ARAGÓN, Consejo de Aragón, Leg. 1356 (nº. 054), Leg. 0555 (nº. 066), y Leg. 0580 (nº. 033).
ARCHIVO MUNICIPAL DE ALICANTE, Cartas recibidas 1665-1704 (Arm. 11, Libro 11), y Privilegios Reales de Felipe IV (Arm. 1, Libro 20).
Bibliografía.
ALBEROLA, A., II), Jurisdicción y propiedad de la tierra en Alicante (ss. XVII y XVIII), Alicante, 1984.
BERCÉ, Y.-M., Fête et révolte. Des mentalités populaires du XVIe au XVIIIe siècle, París, 1976.
CUTILLAS, E., El monasterio de la Santa Faz: El patronato de la ciudad (1518-1804), Alicante, 1996.
DANTÍ, J., Aixecaments populars als Països Catalans (1687-1693), Barcelona, 1990.
DOMÍNGUEZ ORTIZ, A., Crisis y decadencia de la España de los Austrias, Barcelona, 1971.
-, Alteraciones andaluzas, Madrid, 1973.
ESPINO, A., “Recluta de tropas y bandolerismo durante el reinado de Carlos II: el caso de la compañía ilicitana del capitán Gaspar Irles (1677)”, Revista de Historia Moderna, nº. 24, Alicante, 2006, pp. 487-512.
GOUBERT, P., Louis XIV et vingt millions de Français, París, 1966.
KAMEN, H., La España de Carlos II, Barcelona, 1987.
MALTÉS, J. B.-LÓPEZ, V., Ilice Ilustrada. Historia de la Muy Noble, Leal y Fidelísima ciudad de Alicante. Edición de M. L. Cabanes y S. Llorens, Alicante, 1991.
MARTÍNEZ RUIZ, J. I.-GAUCI, P., Mercaderes ingleses en Alicante en el siglo XVII. Estudio y edición de la correspondencia comercial de Richard Houncel & Co., Alicante, 2008.
MOLINA, S., “El gobierno de un territorio de frontera. Corregimiento y corregidores de Chinchilla, Villena y las nueve villas: 1586-1690”, Investigaciones históricas. Época moderna y contemporánea, nº. 25, Valladolid, 2005, pp. 55-84.
MONTOJO, V., “El comercio de Alicante a mitad del siglo XVII según los derechos y sisas locales de 1658-1662 y su predominio sobre el de Cartagena”, Murgetana, nº. 122, Murcia, 2010, pp. 43-66.
SÁNCHEZ BELÉN, J. A., “El comercio de exportación holandés en el Mediterráneo español durante la regencia de doña Mariana de Austria”, Espacio, Tiempo y Forma, Serie IV, Historia Moderna, t. IX, Madrid, 1996, pp. 267-321.
SÁNCHEZ BELÉN, J. A.-ALCARAZ, A. T., “Oligarquía municipal e impuestos: la asonada del campo de Cartagena en 1683”, Espacio, Tiempo y Forma, Serie IV, Historia Moderna, t. IV, Madrid, 1991, pp. 163-202.
STOYE, J., El despliegue de Europa 1648-1688, Madrid, 1974.
TENENTI, A., De las revueltas a las revoluciones, Barcelona, 1999.
VV. AA., La Segona Germania. Col.loqui Internacional, Valencia, 1994.