EL OCTUBRE ROJO, A CIEN AÑOS VISTA. Por Antonio Parra García.

06.11.2017 09:32

                

                El siglo XX, el de un extraordinario cambio social, ha estado marcado por la revolución bolchevique, por el Octubre Rojo, del que ahora se cumplen los cien años. El hundimiento y descomposición de la Unión Soviética, por razones históricamente muy concretas, ha cuestionado la validez del marxismo, ya en entredicho desde la experiencia estalinista, aunque nadie niega el profundo impacto del leninismo en la política del mundo de Entreguerras. Algunos observadores coetáneos vieron con una mezcla de interés e inquietud la toma del poder por una minoría decidida, capaz de imponer su autoridad a una compleja sociedad de masas.

                El 7 de noviembre de 1917, según el calendario gregoriano todavía no adoptado en Rusia, el Comité Revolucionario Popular dirigió una fuerte movilización en Petrogrado, el San Petersburgo cuyo nombre había sido cambiado por otro más eslavo a raíz de la guerra con Alemania. Muchos edificios oficiales fueron ocupados. Al día siguiente se tomó la sede del gobierno emanado de la revolución de febrero, el de Alexander Kerensky: el Palacio de Invierno. Aquella misma jornada, los triunfantes bolcheviques promulgaron sus decretos de paz y tierra, conducentes a ganarse el apoyo de soldados hartos de la prosecución de la guerra y de campesinos hambrientos de tierra.

                En numerosas ocasiones se ha destacado que sin la Gran Guerra no se hubieran dado las condiciones más favorables para el éxito bolchevique, pues el mismo Karl Marx nunca había considerado factible el inicio de una revolución socialista desde la más rezagada Rusia, cuyo alcance debía de ser mundial. La industrializada Gran Bretaña era su candidata más firme, pero en 1917 no estalló ninguna revolución socialista en una Inglaterra también en guerra. Al único movimiento revolucionario al que se tuvieron que enfrentar las autoridades de Londres fue al del nacionalismo irlandés por aquel entonces.

                La I Guerra Mundial envió a pique a imperios tan veteranos como el turco o el austro-húngaro, además del ruso, sin olvidar al más reciente II Reich. En Hungría o Alemania surgieron fuerzas y movimientos revolucionarios, pero ninguno tuvo el mordiente del bolchevismo ruso. Los intentos de modernización del zarismo desde la abolición de la servidumbre tras la guerra de Crimea no habían dado pie a una verdadera modernización política en el corazón del imperio ruso, carente de vida parlamentaria. Trotsky, gran protagonista de la revolución, enunció en su ley del desarrollo desigual cómo era compatible el auge de sectores financieros e industriales del capitalismo más avanzado de su tiempo con la pervivencia de estructuras mucho más arcaicas, incapaces de forjar una ciudadanía más acabada. La ruina del zarismo dejó un enorme imperio de gentes que no querían ser súbditos, pero todavía no acertaban a ser ciudadanos.

                La cultura política rusa no era favorable al pacto, al acuerdo, y se impuso el principio de fuerza en una circunstancia histórica harto complicada. En las elecciones del 12 de noviembre a la Asamblea Constituyente los bolcheviques solo lograron 175 de los 715 escaños. Los más votados fueron los del Partido Revolucionario Socialista, y el 5 de enero de 1918 la Asamblea no aceptó los decretos bolcheviques. Tomada por la Guardia Roja Petrogrado, se disolvió aquélla y se proclamaron los Soviets.

                Con los alemanes muy avanzados en territorio del antiguo imperio, la toma del poder por los bolcheviques no fue fácil ni completa geográficamente. En Moscú hubo luchas. Las áreas del Cáucaso no reconocieron a la nueva autoridad. Hasta octubre de 1922 se libró una cruenta guerra civil. Muchas unidades de los Guardias Rojas surgieron de la descomposición del anterior ejército zarista, y Trotsky las reorganizó a partir de enero de 1918 en el nuevo Ejército Rojo. Una gran parte de su oficialidad procedía del antiguo ejército. Aplicó una férrea disciplina y se enfrentó a numerosos enemigos: los ejércitos verdes campesinos hartos de las requisas bolcheviques, el Ejército Insurreccional Revolucionario de Ucrania o Negro de obreros y campesinos de tendencia anarquista (al que llegaron a sumarse fuerzas disidentes del Rojo), el Ejército Blanco o zarista de Crimea y del Lejano Oriente, las Legiones Checoslovacas que se desplegaron por el Transiberiano, y las tropas de potencias extranjeras. Los nacionalistas de Finlandia, Estonia, Letonia, Lituania y Polonia aprovecharon la ocasión.

                La cantidad de enemigos de los bolcheviques era formidable, pero no consiguió vencerlos. Terminada la guerra, se adoptó la línea pragmática de la NEP. La revolución socialista no se activó en la industrializada Europa Occidental, pero el Octubre Rojo se convirtió en un referente para todos aquellos que quisieron impulsar cambios revolucionarios. Trotsky propugnó la alianza de obreros y campesinos con las burguesías radicales y patriotas para alcanzar el poder e impulsar la gran revolución, que el estalinismo parecía acotar. Con independencia de la evolución de la URSS, los movimientos de inspiración comunista terminaron arraigando en China, Cuba o Nicaragua, en un siglo que también fue el de la Descolonización. La movilización de todos aquellos que se sintieron amenazados por el Octubre Rojo fue intensa, y se materializó desde la política internacional a la doméstica, con cazas de brujas y reformas sociales preventivas. Así pues, lo que sucedió aquel mes de 1917 en Petrogrado estuvo en el corazón de toda una época, el del siglo en que muchos de nosotros nacimos y nos hicimos adultos. ¿Cuántas personas todavía sienten aquellos días de noviembre como algo más que Historia?