EL NORTE DE MÉXICO, EL OTRO FAR WEST. Por Víctor Manuel Galán Tendero.
El Norte del virreinato de la Nueva España, la Gran Chichimeca, nunca había sido una tierra para pusilánimes. Sus misterios y riquezas tentaron a los más aventureros desde el siglo XVI, prestos a medir sus fuerzas con los bravos amerindios de aquellos parajes, en los que crecieron grandes manadas de caballos salvajes desde Hernán Cortés. La vida de los pueblos nativos conoció una notable alteración y surgieron con fuerza pueblos tan legendarios como los apaches.
Los españoles no consiguieron extender su poblamiento allí más allá de una serie de enclaves militares o misionales capaces de plantarles cara de forma muy limitada a los bárbaros de la frontera. El México independiente heredó tal situación, agravada con la expansión conquistadora de los Estados Unidos, que en 1848 fijó por las armas su frontera en el río Grande.
Aprovechándose de la guerra de Secesión y de la invasión francesa de México, los apaches y otros pueblos hicieron de las suyas en el castigado Norte mexicano. Mataron y saquearon a placer durante muchos años a un lado y otro de la frontera. La caballería de los Estados Unidos llegó a incursionar sin permiso en territorio mexicano contra el apache. Estuvo a punto de estallar la guerra entre los dos Estados, evitada por el temor mexicano a la derrota y el interés de algunos círculos de negocios estadounidenses.
A finales del siglo XIX el gobierno mexicano controló con mayor eficacia su territorio septentrional de Sonora, Chihuahua, Nueva León y Durango gracias a la victoria sobre los apaches y al tendido de la red ferroviaria con grandes capitales de Estados Unidos. El Norte comenzaba a ofrecer de manera mucho más apacible sus atractivos mineros, ganaderos y agrícolas.
Entre 1900 y 1908, en consonancia, se llevaron fuertes campañas contra los yaquis de Sonora, cuyas tierras apetecieron muchos. Una gran parte del pueblo yaqui sufrió la deportación al Yucatán, padeciendo una política muy similar a la de otros pueblos amerindios afectados por la expansión de los Estados Unidos en la América del Norte.
Se afincaron en el Norte mexicano unos quince mil estadounidenses, cuya condición social abarcaba desde el más encopetado financiero al minero que exigía un trato más equitativo de sus patronos. Por supuesto también alcanzaron estas tierras de frontera los propios mexicanos, en número de trescientos mil entre 1877 y 1910, a la búsqueda de una vida mejor tras perder sus tierras o sus negocios.
Las ciudades crecieron en esta nueva tierra de promisión. Monterrey saltó de los 14.000 habitantes en 1877 a los 78.528 en 1910. Torreón salió de la insignificancia para alcanzar los 43.000.
Aunque las grandes familias conservaron gran parte de su poder territorial y ascendiente político en la región, tuvieron que lidiar con una nueva sociedad, más alfabetizada y consciente de sus derechos. El viejo peonaje por deudas, propio de un tiempo de malas comunicaciones e incertidumbre militar, fue decayendo en favor de unas relaciones laborales más abiertas, en las que se retenía a los trabajadores más con incentivos que con el endeudamiento. Los vaqueros comenzaron a disponer de ganado propio y a otear un horizonte más favorable en lo personal.
Terratenientes como Francisco Madero fueron sensibles a las ideas políticas de democracia y de mejora social. En este poroso Norte, abierto a los Estados Unidos, floreció una de las principales fuerzas de oposición al régimen personalista de Porfirio Díaz, que sería derribado por la revolución iniciada en 1910.