EL MURO DE TRUMP. Por Antonio Parra García.
La frontera entre Estados Unidos y México separa dos países distintos. Muchos economistas han subrayado la diferencia del bienestar entre El Paso y Ciudad Juárez, que han explicado por razones sociales y legales. Los mexicanos de la segunda localidad padecen una espantosa inseguridad y unos niveles de marginación considerables.
La República de México, tan lejana de Dios y tan cercana a los Estados Unidos según Porfirio Díaz, se ha esforzado durante décadas por acercarse al nivel de vida de la opulenta América del Norte y distanciarse de la pobreza de la del Sur. Ha suscrito también con Canadá importantes acuerdos de comercio, que según algunos visionarios podían haber dado la réplica en el Hemisferio Occidental a la Unión Europea. Sin embargo, los mexicanos no han conseguido superar sus importantes problemas de pobreza y muchos de ellos han optado desde hace décadas por la inmigración ilegal, erizada de todo tipo de dificultades, la de los espaldas mojadas. Los rigores del desierto y las redes de la delincuencia han segado los sueños de muchos de ellos.
Al otro lado del río Grande varios grupos de estadounidenses formaron patrullas o unidades paramilitares para frenarlos. Como el flujo no se ha detenido, algunas voces clamaron por la construcción de un muro frente a México, una idea que ha retomado con fuerza el candidato a la presidencia de Estados Unidos Donald Trump, que no cuenta con el respaldo de muchos republicanos, descontentos con su populismo nacionalista.
Con una frontera con más de 3.000 kilómetros de extensión, la idea del muro se antoja un disparate de primer orden por caro e ineficaz. Las murallas chinas nunca han servido para detener a los bárbaros y sí para demostrar la arrogancia del emperador. A Trump, un provocador nato, no parece importarle, máxime cuando se autoerige en el verdadero representante del espíritu americano.
Su intransigencia conecta con una clara tendencia anti-hispánica de la América anglosajona, que se remonta a los tiempos de la colonización. Los papistas debían ser aniquilados para conseguir la Nueva Jerusalén, una idea que a su modo heredaron de Inglaterra los Estados Unidos, empeñados en aniquilar el imperio de los hidalgos españoles desde el interior del continente al golfo de México. Los mexicanos lo pagaron muy caro en 1848, cuando perdieron la mitad de su territorio. Más recientemente Margaret Thatcher abominó de la difusión del idioma español en unos Estados Unidos amenazados con perder su “verdadera” identidad.
Los mitos nacionalistas acostumbran a parecerse poco a la realidad histórica, pues muchos elementos que se consideran consustanciales de la identidad estadounidense proceden de una frontera mestiza, la de la Nueva España. Allí se difundieron las manadas de caballos, que cambiaron la forma de vida de los pueblos amerindios. En sus vastas extensiones crecieron no sin dificultades los ranchos, donde se aquilató la manera de ser de los vaqueros en todos los aspectos. Cuando los Estados Unidos tomaron posesión legal de estas tierras se encontraron con localidades fundadas por los españoles donde vivían muchos mexicanos, que facilitaron el asentamiento de colonos de otras procedencias. Los tratos entre estadounidenses y pueblos como los indómitos apaches se acostumbraron a hacerse en lengua española, que ofreció uno de los nombres más temidos de toda la frontera, el de Jerónimo. El sagaz Jefferson recomendó el aprendizaje del español a las gentes de la joven república anglo-americana para promover sus relaciones comerciales.
Frente a la creatividad de un padre fundador como Jefferson Trump representa la cerrazón de un político nacionalista que confunde el respeto con la mala educación. Los caminos hacia la grandeza nacional de esta clase de salvadores no terminan en buen puerto.