EL MUNICIPALISMO EN EL IMPERIO ESPAÑOL. Por Víctor Manuel Galán Tendero.
Ciertamente, la guerra contra Napoleón favoreció la independencia hispanoamericana, pero también puso de manifiesto las afinidades entre ambos lados del Atlántico. Las juntas florecieron en una tierra donde los poderes municipales gozaron de una gran solidez, por mucho que se subordinaran a un gran señor de la nobleza.
Las luchas por el dominio de los concejos fueron feroces durante la Baja Edad Media, cuando proliferaron las banderías. No hubo reino hispano o europeo que se librara de semejante epidemia. Algunas ciudades como Barcelona desafiaron a sus príncipes al más alto nivel, en medio de desgarradoras disputas. Todo lo probaron los reyes para someterlas a sus dictados: confiarlas a personas afines, la presencia de un representante de su autoridad o la fuerza militar. Que no fue una tarea sencilla lo prueban los hechos de la guerra civil catalana, la de las comunidades de Castilla y la de las germanías de Valencia y Mallorca.
Al igual que en las Indias, la Corona jugó con los intereses contrapuestos hasta lograr con el tiempo una serie de oligarquías fieles. El cese de las luchas, al menos de la forma más cruda, y los enlaces matrimoniales las cohesionaron. Como su lealtad no era gratuita, recibieron el control de los recursos municipales a todos los niveles. No hubo tierra o impuesto que no escapara a su apetencia. La idea del bueno de Alonso Quijano se aleja mucho de la realidad de muchos hidalgos que de caballeros y defensores de los demás tuvieron bien poco.
El poder real reposó en el de aquellos prohombres, que con el discurrir de los siglos alimentarían el caciquismo, que a su vez se estableció sobre otro ajuste de cuentas, esta vez con la propiedad eclesiástica y municipal. El fenómeno no era exclusivamente español, y el poder de los Austrias se extendió gracias también a la colaboración de las oligarquías de Sicilia, Nápoles, Milán o el Franco Condado. Cuando no se gozó de tal, se enfrentaron a rebeliones tan importantes como las de los Países Bajos.
Bajo reyes fuertes como Carlos V o Felipe II, las oligarquías castellanas se mantuvieron dentro de unos límites, pero bajo titulares más débiles en situaciones cada vez más apuradas su poder se acrecentó. Poco pudieron hacer demasiados corregidores, excepto ser diplomáticos. Hubo regidores que llegaron a asoldar a bandoleros para dirimir sus querellas. Al menos la sombra de la autoridad real era mejor que la rebelión abierta, como la catalana de 1640, que a su vez favoreció la separación de Portugal y de su imperio, en verdad un rosario de ciudades desde Macao a Sao Paulo, del que solamente Ceuta decidió mantener la obediencia a los monarcas españoles.
Los Borbones volvieron a un trato más decididamente autoritario, particularmente en la Corona de Aragón, donde desplegaron el poder militar en los gobiernos locales. Con la pérdida de lo que restaba de los Países Bajos y de las posesiones italianas, parecían inaugurar un nuevo imperio español, más centralizado y más centrado en el Atlántico. Lo cierto es que no consiguieron extinguir el poder de las oligarquías, de las que dependían para conseguir los recursos para sus guerras y empresas exteriores. Las luchas contra la Francia revolucionaria y napoleónica demostraron que los hechos locales se mantenían mucho más vivaces que el tambaleante Estado absolutista.
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