EL LEJANO NORTE DE LA NUEVA ESPAÑA. Por Víctor Manuel Galán Tendero.
Al comienzo del siglo XVII la frontera septentrional de la Nueva España avanzaba no sin dificultades. La esperanza de encontrar en California las míticas Siete Ciudades de Cíbola y Quivira movió la exploración de Sebastián Vizcaíno de 1602. Juan de Oñate había penetrado en Nuevo México, donde se fundó en 1598 San Gabriel y Santa Fe formalmente 1610. Sin embargo, la ausencia de nuevos hallazgos de minas al Norte de Zacatecas no justificaban los enormes sacrificios de colonización de unas tierras de amplios horizontes recorridos por pueblos amerindios que se habían beneficiado de la difusión del caballo.
En 1601 proseguía la lucha en Topía, en el actual Estado mexicano de Durango, y contra los amerindios de Parras. El conflicto se venía arrastrando desde hacía una década.
En 1616 se tiñó de sangre el área de Nueva Vizcaya, en el Noroeste del actual México, cuando los tarahumaras emprendieron el camino de la guerra. Los misioneros jesuitas habían contactado con los de las zonas serranas diez años antes, pero la entrada de los españoles provocó severos altercados. Algunos pretendieron quedarse con sus tierras y los comerciantes uncirlos a su red de intercambios. Ante la perspectiva de ser reducidos al peonaje en las haciendas, muchos optaron por oponer resistencia desde la sierra.
El reino de la Nueva Vizcaya no tuvo precisamente una existencia tranquila en el XVII. Los sedentarios pimas, distribuidos entre las actuales Sonora, Chihuahua y Arizona, se enfrentaron con los españoles en 1629 y en 1632 fue el turno de los guazaparis de Sinaloa, que se lanzaron al ataque de las misiones.
El contacto entre el mundo hispano y el amerindio era áspero, pero poroso. En 1645 los salineros de Tizonaso fueron dirigidos por un caudillo llamado el Obispo.
En el ecuador del XVII a la iniciativa española parece sonreírle cierto éxito. Pedro Porter Cassanate recorrió la costa de la Baja California a la búsqueda de un puerto apto para el comercio con el Extremo Oriente. El Nuevo Reino de León, plataforma de la ulterior colonización de Texas, es pacificado hacia 1650. Allí descolló el novohispano don Martín de Zavala, que pobló y redujo a los infieles al gremio de la Santa Madre Iglesia, lo que no le evitó pasar graves apuros económicos al final de sus días.
Las grandes distancias entre el centro de la Nueva España y sus tierras fronterizas creaban enormes dificultades de colonización y abastecimiento. Los bárbaros chichimecos de la nación apache, gentiles contrarios a los franciscanos, tomaban en sus asaltos a los poblados hispanos de Nuevo México imágenes de la Virgen para sus danzas en 1672 como forma de afirmar su poder mágico-religioso. La cabecera del reino, la villa de Santa Fe, se encontraba casi aislada y muchos de los pocos españoles de aquellos parajes sin armas ni caballos por las depredaciones enemigas. Todo se fiaba al socorro económico virreinal para pagar soldados de guarnición, aunque fueran forzados, con el personal de servicio para molerles las tortillas de su modesta alimentación.
Las cosas aún se torcieron más a fines de siglo. En 1680 se levantaron en el Nuevo México hispano unos veinticinco mil amerindios, lo que obligó a abandonar Santa Fe a los españoles. Fue recuperada la villa con gran esfuerzo en 1693 por Diego Vargas Zapata, que irrumpió en el valle de San Ildefonso.
Los ataques de los apaches entre 1694 y 1696 cubrieron nuevamente de peligrosidad una frontera que los oficios de los misioneros jesuitas y franciscanos intentarían apaciguar, una frontera en la que ya se anticipaban las características del Lejano Oeste estadounidense: sed minera, modo de vida ganadero, violencia y contacto entre personas de distinta cultura.