EL INTENTO DE IMPULSO DEL COMERCIO ENTRE EL EGIPTO DE MEHMET ALÍ Y LA ESPAÑA DE CARLOS IV. Por Víctor Manuel Galán Tendero.
En 1798 las tropas francesas dirigidas por el ambicioso Napoleón desembarcaron en Egipto, donde lograron victorias tan resonantes como la de las Pirámides el 21 de julio. Ya a Luis XIV se le había ofrecido dominar la puerta del Oriente, en manos otomanas, pero al final declinó tal empresa. Ahora los franceses parecían en condiciones de disputar a los británicos el control de las rutas de la India, de la que habían expulsado a los franceses en el transcurso de la guerra de los Siete Años (1756-63).
Los británicos habían logrado con no escasas dificultades la apertura de la navegación del mar Rojo en 1775. Ante el reto francés reaccionaron con presteza. La armada de Nelson derrotó a la francesa en la rada de Abukir a principios de agosto de 1798 y al final Napoleón tuvo que marchar del país del Nilo y de Oriente.
Egipto formaba oficialmente parte de los dominios otomanos, pero en la realidad los cuerpos de los mamelucos (los antiguos señores del territorio) se habían hecho con su control en la segunda mitad del siglo XVIII. Pusieron en práctica su propia política con el descontento de Constantinopla.
La invasión francesa derrotó a los aborrecidos mamelucos y ofreció al sultán otomano, con la ayuda británica, la posibilidad de restablecer su autoridad. Al frente de un importante ejército mandó al capaz Mehmet Alí, de orígenes albaneses. En 1803 logró desalojar a las últimas fuerzas francesas de El Cairo. De todos modos el control de Egipto no retornó al sultán, sino que él se lo quedó.
Los pueblos del Mediterráneo cristiano seguían con vivo interés los sucesos de Egipto, en los que se dirimía la supremacía sobre el codiciado mar. La propaganda francesa animada por Bonaparte había insistido en que los italianos podían recuperar su vieja hegemonía comercial apoyando la empresa oriental, una aspiración que algunos patriotas italianos ya habían manifestado.
El mismo señuelo sería lanzado posteriormente por los franceses en una Cataluña incorporada oficialmente al imperio napoleónico, aprovechándose del nuevo interés manifestado por la Crónica de Ramón Muntaner en ciertos ambientes.
En 1800 Manuel Godoy reasumió el poder y en 1801 puso a disposición de Napoleón la armada española por el convenio de Aranjuez. Otra vez España se encontró en guerra con Gran Bretaña hasta la paz de Amiens de 1802, por la que se recuperaba Menorca de los británicos a cambio de la cesión de la isla de Trinidad. En este ambiente pareció propicio tentar la empresa egipcia a los españoles.
Desde el consulado español en Alejandría se hicieron planes para impulsar el comercio con Egipto. Al poco de la reasunción de Godoy, el cónsul Juan Soler realizó un primer intento. Acudió a la colaboración del gobierno y de la Compañía de Filipinas, creada en 1785, que invirtió con poco beneficio 67.099 reales en géneros de sus almacenes con poca salida en España.
Se creía que la Compañía era el agente idóneo por sus capitales y experiencia para mostrar el camino a otros y dar un buen ejemplo en el comercio del Levante. Muy dependiente del gobierno, no tuvo más remedio que intentar una segunda empresa en diciembre de 1801, cuando todavía proseguía la guerra con Gran Bretaña.
El 11 de diciembre de 1802, aprovechando la paz de Amiens, se pudo poner en práctica el segundo intento, nuevamente con el aliento del consulado en Alejandría. Se invirtió un capital de 860.000 reales esta vez y se embarcaron en el bergantín la Bárbara grana, añiles, pimienta de Tabasco, café, azúcar, regaliz y gorros de la fábrica valenciana de Paterna. Desde la recuperada Mahón partiría con dirección a Esmirna.
El balance que los directores de la Compañía hicieron al secretario Pedro Ceballos, pariente de Godoy, el 11 de mayo de 1804 no pudo ser más desalentador. A las pérdidas sufridas a nivel general se añadió la costumbre levantina de la tardanza en el pago de los deudores, que acrecentaba los riesgos de capital.
El estado político tampoco inclinaba al optimismo, con un gobierno local despótico y una Francia y Gran Bretaña nuevamente enfrentadas. Desde este punto de vista los directores se mostraron más prudentes que el nuevo cónsul español en Alejandría José Camps y Soler, pero también más conservadores y menos audaces.
Desestimaron por insegura y cara la ruta hacia la India por Suez y el mar Rojo, recomendando la más larga del cabo de Buena Esperanza a los poco avisados británicos. A su juicio España no debería de enredarse en las complicaciones levantinas y tenía que aprovechar sus importantes posesiones en América y Asia.
Pocos meses después la armada española resultó casi aniquilada en Trafalgar y las comunicaciones imperiales con América sufrieron un golpe irreparable. Cuando el desenvuelto Domingo Badía, el famoso Alí Bey, intentaba arriesgados planes en el mundo islámico en nombre de España, otros terminaron siendo víctimas de su conservadurismo, una actitud que no dejó de pasar factura a los españoles del siglo XIX.