EL IMPERIO DE DIONISIO I DE SIRACUSA. Por José Hernández Zúñiga.
En el 406 antes de Jesucristo los cartagineses se empeñaron en conquistar toda Sicilia y Akragas cayó en sus manos. Los griegos de la isla se sintieron aterrorizados, especialmente los de su mayor ciudad, Siracusa.
Sus tropas no fueron capaces de frenarlos y su asamblea popular juzgó con severidad a sus responsables militares. En este clima de angustia emergió la joven figura de Dionisio, un seguidor del defenestrado oligarca Hermócrates que se ofreció para plantarle cara al peligro.
Los salvadores de la patria no han sido patrimonio exclusivo de la España contemporánea y el aprendiz de tirano agitó el glorioso recuerdo de la batalla de Himera (en el 480 antes de nuestra Era), en la que los de Cartago cayeron vencidos ante los griegos como los persas en el otro extremo de la Hélade. Se erigió en estratego autocrator y confirmó su fuerza contrayendo matrimonio con la hija de Hermócrates.
Se enfrentó sin fortuna Dionisio en Gela a los cartagineses, que le propusieron con habilidad una paz que ponía la Sicilia occidental en sus manos de Cartago en el 405 antes de Jesucristo. Dionisio aceptó por conveniencia la derrota puntual, disponiéndose para la revancha.
En la ciudadela de Ortygia acrecentó su fuerza mercenaria, superó con éxito una rebelión en el 404 y sometió a los sículos a tributo. Movilizó con recompensas y el ejemplo a la población siracusana en la construcción de nuevas defensas y en la elaboración de armas, inventándose la catapulta. A los esclavos les ofreció la manumisión.
Puso al frente de sus tropas mercenarias, tan propias de los griegos del tiempo, a capitanes igualmente mercenarios, especialistas competentes en las cosas de la guerra. Desplegó Dionisio las artes de la disciplina paralelamente y cortejó con éxito a las ciudades de Mesina y Regio en el estrecho entre Sicilia y el continente, ganándolos a su causa.
Entonces atacó a los cartagineses lanzando a su flota contra sus puertos y devastando sus tierras. Su enemigo era tan capaz como correoso: en su victoriosa reacción contraatacó entre Panormos y Motya con operaciones anfibias en el 397 antes de Jesucristo.
Otra vez el animoso Dionisio se enfrentó al retroceso en dirección a Siracusa y a los males de la rebelión sícula. Pidió ayuda urgente a los griegos de Italia, Esparta y Corinto, aunque al final fue el tifus el que acudió en su socorro en el 396, diezmando a las huestes púnicas.
La rebelión libia que conmovió Cartago le ofreció una notable oportunidad, pese a la nueva intentona cartaginesa en Sicilia en el 394-3. Fueron años de triunfo los que conoció Dionisio: dominó Regio en el 387, hizo expediciones contra los ilirios a favor del rey Alcetas en Epiro y pugnó con éxito contra los poderes etruscos en el Tirreno. Sostuvo nuevas guerras con Cartago con las habituales alternativas en el 383-78 y en el 368-7 antes de Jesucristo. El arrojo siracusano se enfrentaba a la capacidad de reacción púnica con vigor en la palestra siciliana.
Dionisio fue un gobernante inteligente, capaz de acrecentar su autoridad y la de Siracusa. Preservó con tino en lo nominal las instituciones ciudadanas de los arcontes y la asamblea, aunque sometidas a su poder, el tiránico o emanado de una situación excepcional que requería una actuación vigorosa. Se rodeó de un fastuoso lujo cortesano, pero favoreció la manumisión de muchos esclavos. Algunos autores han considerado que quizá despojara a los grandes terratenientes insulares por razones políticas en provecho de los renteros sículos. Acuñó buena moneda de oro y de plata, pese a sus constantes empresas guerreras, que le granjearon el aprecio de Isócrates, que llegó a verlo como el futuro comandante de la empresa griega contra los odiados persas, finalmente capitalizada por Alejandro Magno.
A su muerte en el 367 antes de nuestra Era heredó el poder en Siracusa su hijo Dionisio II, que invitó a Aristocles, más conocido como Platón. Sus inquietudes intelectuales no se correspondieron con las habilidades y las energías políticas de su padre, y Siracusa tendría que aguardar los días de Timoleón y de Agatocles para volver a dar que hablar en el mar Mediterráneo.