EL FRACASO DE UNA FUERZA DE ORDEN PÚBLICO DE TIEMPOS DE CISNEROS, LAS GENTES DE ORDENANZA. Por Víctor Manuel Galán Tendero.
A la muerte de don Fernando el Católico el 23 de enero de 1516 la autoridad de la monarquía peligró en Castilla, y el cardenal Cisneros fue el encargado de preservarla hasta la llegada del joven Carlos I desde los Países Bajos. En aquel tiempo se hizo más que evidente el descontento entre amplios grupos de la sociedad castellana, lo que conduciría al gran levantamiento de las Comunidades, como muy bien ha explicado el gran historiador Joseph Pérez.
Los grandes magnates llevaban a mal el predominio real, y las villas y ciudades manifestaron su cansancio con las nuevas exigencias tributarias y militares de una monarquía cada vez más autoritaria. Cisneros tuvo que encararse con su creciente desafío.
Tomó la idea del comendador abulense Gil Rengifo, con experiencia militar en las campañas de Italia y Navarra, de poner en pie una fuerza permanente y de intervención rápida a favor del poder regio, emancipándose de la servidumbre de las mesnadas nobiliarias y de las huestes concejiles en caso de alarma. Se inspiró en las Compañías establecidas en 1445 por el rey francés Carlos VII, que tan útiles le resultaron en sus disputas políticas.
La medida se justificó como un retorno a la tradición de fortaleza real abandonada por el impotente Enrique IV, que arruinó la guardia de 2.000 jinetes con los que se mantenía el respeto a la ley y el orden en Castilla. Una idealización que no se correspondía mucho con la agitada realidad de los siglos bajomedievales castellanos.
La fuerza era de todos modos necesaria. En marzo de 1516 el voraz comportamiento tributario de don Fadrique Enríquez de Cabrera en materia comercial había llevado a un serio levantamiento en la gran ciudad de Málaga, que no se logró aquietar hasta octubre del mismo año combinando fuerza y negociación. En otros puntos de Castilla también prendían las llamas del enfrentamiento.
En junio de 1516 el cardenal regente ya tenía a punto su proyecto, el de las gentes de ordenanza, un verdadero ejército de 30.000 honrados cabezas de familia, que jurarían defender a los débiles y acatar los deberes cristianos. Los vagabundos y los ladrones nunca serían aceptados en sus filas. Cada localidad debería de reclutar un contingente de voluntarios en proporción a su vecindario: Segovia, 2.000; Toledo, 3.500; etc. En caso de no encontrarse suficientes voluntarios se debería completar con forzados.
Las gentes gozarían de exenciones y privilegios fiscales que los asimilarían con los hidalgos. Si tuvieran que salir en campaña, gozarían de un socorro de treinta maravedíes diarios. Los municipios se encargarían de comprar y repartirles las armas. No se concentrarían en un solo cuartel general, sino en varias plazas estratégicas castellanas.
Se enviaron diferentes capitanes para alzar semejante fuerza de choque, cuya labor debería de ser auxiliada por los corregidores, guardianes del orden real en la esfera local. Al Sur del Guadarrama no encontraron grandes obstáculos, pero otra cosa fue lo que aconteció al Norte. En la Vieja Castilla y en León las tensiones sociales se encontraban a flor de piel, como se pudo comprobar en tierras riojanas y salmantinas. En las ciudades se temió que la extensión de las exenciones fiscales convirtiera la carga tributaria en insufrible. Los grandes nobles temieron una fuerza que pusiera coto a sus desafueros, y azuzaron la resistencia.
En Valladolid adquirió una relevancia especial, pues la urbe era ni más ni menos que la sede de la Real Chancillería, el gran tribunal de la justicia real en la mitad septentrional de Castilla. Hubo negociaciones y amenazas más o menos veladas. Prudentemente, Cisneros no se atrevió a violentar una situación que podía degenerar en una rebelión general. Los díscolos acudieron al círculo del joven Carlos en los Países Bajos ante el regente. La división entre sus seguidores y los del rey venidero los favoreció grandemente. En febrero de 1517 el proyecto de las gentes de ordenanza se encontraba desestimado. El autoritarismo de la monarquía había cedido ante la presión de las circunstancias, en vísperas del gran estallido comunero.