EL FANTÁSTICO VIAJE A LA LUNA DE CYRANO DE BERGERAC.
Un 20 de julio de 1969, el Apolo 11 llegó a la Luna, acontecimiento del que se cumplen cincuenta años. Era un sueño largamente acariciado por la Humanidad y que había ocupado de distintas maneras a personas muy distintas a lo largo del tiempo. Una de aquellas fue el celebérrimo Savinien Cyrano de Bergerac, que ha merecido grandes honores literarios y cinematográficos. Escribió El otro mundo, obra publicada con posterioridad a su muerte en 1655. Su primera parte era Historia cómica de los Estados e imperios de la luna.
Con frecuencia se ha considerado un ejemplo de novela de ciencia-ficción de su tiempo, aunque partía de realidades bien terrenales, las derivadas de la colonización por los europeos del Nuevo Mundo y sus vacilaciones y controversias en el Viejo. Bajo este prisma, su modernidad es indiscutible, pues el género acostumbra a criticar los aspectos más censurables de la vida de nuestro planeta, con ejemplos tan brillantes como La guerra de los mundos o las crónicas marcianas, entre otros.
Nuestro protagonista parte de la Nueva Francia, gobernada entre 1636 y 1648 por el caballero hospitalario Montmagny, cuando en Quebec se aborda en asamblea la víspera de San Juan la posibilidad de apoyar los colonos a sus aliados amerindios contra los iroqueses. Los europeos se han visto frente a otras gentes, a las que en ocasiones han menospreciado, pero que no han dejado de desafiar algunas de sus certidumbres. Cyrano de Bergerac, de tendencia libertina, anticipa a su modo Los viajes de Gulliver y Las cartas persas. Fue un eslabón entre nuestros cronistas de Indias y los ensayistas ilustrados.
Curiosamente, desde aquella América del Norte el protagonista trató de acceder a la Luna con la ayuda de una máquina, que se propulsa accidentalmente por cohetes. Un avance chusco, cierto, de la Historia de la exploración espacial, pero que no deja de ser reseñable, por mucho que al final se llegara a la Luna por medios mágicos. La cultura popular se impone en este punto a la elitista. Cyrano de Bergerac, como antes Rabelais, no prescinde de tales saberes y tradiciones en su novela.
La Luna imaginada por el autor podía haber sido concebida en términos de dominio, como unas Indias celestiales susceptibles de ser conquistadas por tipos audaces. Sin embargo, el posible conquistador se verá sometido a los selenitas, que consideran la Tierra su satélite e inhumanos a sus seres humanos, a modo de animalitos de poca consideración. En esta fábula, el cazador será cazado, otra característica del género de la ciencia-ficción, al modo de El planeta de los simios.
Bien hubiera necesitado el protagonista un abogado como fray Bartolomé de las Casas, que defendiera la existencia de su alma. Sin embargo, aquella Luna no se concibió en términos de pesadilla, sino de cuestionamiento de las costumbres y opiniones de la Europa del siglo XVII. Sin proponer una Utopía al modo de Tomás Moro y de otros autores en boga en aquella centuria, Cyrano de Bergerac no deja de cuestionar con ironía la religión, en el paraíso lunar rejuvenecedor en el que habla con figuras como Adán y Eva, y de alabar las artes del Demonio Sócrates, así como de cuestionar el gobierno de un rey autoritario y de ensalzar el poder del sexo otorgador de vida por encima de la violencia guerrera, piedra angular del orden caballeresco. Su Luna fue una de las primeras anticipaciones del mundo de la Ilustración, entonces en ciernes.
Con todo, Cyrano de Bergerac no dejó de ser un caballero francés de su tiempo, hijo de un abogado del puntilloso Parlamento de París y combatiente en los ejércitos de Luis XIII en el frente de los Países Bajos. Contrario a los españoles, a los que fustiga en la novela, también llegó a oponerse inicialmente al cardenal Mazarino durante la Fronda, logrando fama sus mazarinadas. Su peculiar mundo lunar debe mucho a su estado de inquietud y nos recuerda que alcanzar nuestro satélite tiene una componente humana muy característica.
Bibliografía.
Cyrano de Bergerac, L´autre monde ou les États et Empires de la Lune, París, 2002.
Víctor Manuel Galán Tendero.