EL DOMINIO DEL REINO DE ÁFRICA Y LAS CANARIAS. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

21.07.2024 11:04

               

                El dominio de África y de sus islas adyacentes suscitó la ambición de los monarcas y señores cristianos desde los tiempos de las Cruzadas. En 1135 el rey normando Roger II de Sicilia estableció un reino de África, que comprendía la Argelia oriental, el litoral tunecino y el área de Trípoli, con el que acabaron los musulmanes en 1160. Tras la conquista de Sevilla en 1248, Fernando III planeó conquistar el África del Norte desde Orán a la costa atlántica, pero el pasaje de la Primera crónica general que lo menciona ha sido considerado una interpolación de inicios del siglo XIV. Lo cierto es que su hijo Alfonso X lanzó expediciones contra Ghazauet en 1257 y en 1260 contra Salé. Por el tratado de Monteagudo de 1291 (el año de la caída de la cruzada San Juan de Acre), Castilla obtuvo el derecho de conquista de la Mauritania Tingitana y de la Cesariense la Corona de Aragón, trazando el río Muluya el límite entre ambas.

                El Papado, en pugna con el Imperio por la preeminencia de la Cristiandad, también se interesó sobre el particular. En 1245, en plena crisis del imperio almohade, Inocencio IV aceptó con gozó la conversión del rey de Salé, rindiendo sus dominios a la Santa Sede, que a su vez los entregó a la orden de Santiago. Se estableció en 1246 la diócesis de Marruecos, figurando como obispo el franciscano aragonés Lope Fernández de Ain. Inocencio IV pretendió que el sultán Al-Murtadar entregara plazas y fortificaciones litorales a las fuerzas cristianas a su servicio. La negativa a ello y a la conversión al cristianismo ocasionó que el Papa desistiera de la vía diplomática en 1251. Ese mismo año, según el cronista Matthew Paris, Fernando III propuso a Enrique  III de Inglaterra emprender una cruzada a Tierra Santa, especulando algunos que quizá también se pensara conquistar puntos norteafricanos. En 1255 Lope Fernández de Ain fue nombrado legado apostólico para África, encargándose de predicar la cruzada en Hispania.

                El poder almohade no fue desplazado por uno hispano-cristiano en territorio africano, sino por el de los benimerines, que se interesaron vivamente por dominar el área del Estrecho, de enorme valía comercial. Mientras tanto, en 1291, los genoveses hermanos Vivaldi emprendían su navegación atlántica, suponiendo algunos que avistarían las islas Canarias. El también genovés Lanzarotto Malocello llegó al archipiélago poco antes de 1339, cuando ya figuró representado en el portulano mallorquín de Dulcert.

                En los años siguientes se acrecentó el interés por las islas adyacentes del continente africano, estratégicas escalas de comercio y de conquista. El infante de Castilla don Luis de la Cerda o de Hispania, almirante de Felipe IV de Francia desde 1340 y su embajador en la corte papal de Aviñón, solicitó de Clemente VI el dominio de las islas Afortunadas, una de las mismas era ya llamada Canaria. Le otorgó su principado, a cambio de su sumisión y tributo anual de cuatrocientos florines de oro puro.   

                Tal concesión no fue bien vista por los monarcas de la Europa Occidental. El mismo Clemente VI escribió a Pedro IV de Aragón para que auxiliara a su consanguíneo don Luis en la conquista de su principado insular. Alfonso XI de Castilla protestó con discreción diplomática, recordando de paso que a él correspondía el dominio del reino de África. Sin embargo, inmerso en las últimas operaciones del asedio de Algeciras (2 de agosto de 1342-26 de marzo de 1344), terminó aceptando la decisión papal:

                 “Santísimo en Cristo padre y señor, Clemente, digno por la sacrosanta providencia de Dios sumo pontífice romano y universal de la Iglesia, de su devoto hijo Alfonso, por la gracia de Dios rey de Castilla, León, Toledo, Galicia, Sevilla, Córdoba, Murcia, Jaén, el Algarbe y Algeciras, y señor del condado de Molina, con la devota intención de besar los pies del bienaventurado.

                “Santidad recibimos vuestras cartas, padre santo, concernientes a que vuestra clemencia distingue a nuestro ilustre pariente Luis de Hispania con la dignidad del principado, para él, sus herederos y sus sucesores, de Fortuna y otras islas adyacentes de las partes de África que habíais tomado para conceder, y cuando el mismo príncipe estaba en el mejor momento posible para acometer la tarea encomendada, algo que nos extrañó porque teníamos encomendado el mismo principado y la misma tarea por la divina y apostólica sede con reverencia y celosa fe, y sobre el particular, con toda la conveniencia, impetramos auxilio y favor.

                “Y, santo padre, no hay duda que a nuestra progenie de clara memoria correspondía arrebatar esa tierra de manos de los traidores y del poder del reino de África, para conseguir la expiación de Dios, defendiéndola de la ferocidad y crueles ataques de los mismos traidores, con peligro de sus personas y dispendios de guerra, insistiendo contra los mencionados blasfemos, y que la adquisición del reino de África nos pertenece a nosotros y a nuestro derecho real, y a nadie más se le reconoce pertenecer. Sin embargo, por respeto a Vos y a la sede apostólica y al vínculo que nos une con dicho príncipe, nos ha llegado con agrado vuestra concesión de las islas y os lo agradecemos, dispuestos a obedecer devotamente en esto y en todo lo que la bondad de Vos y de la sede apostólica ordena.

                “Que lo más alto se digne de conservar a su santidad por largo tiempo. Dada en Alcalá de Henares, el 13 de marzo del año del señor de 1344.”

                Finalmente, don Luis murió en 1348 sin conseguir su principado, pasando sus derechos a su hijo Luis, nieto a su vez del célebre Alonso Pérez de Guzmán el Bueno. Tampoco conseguiría lograrlo, y las Canarias prosiguieron atrayendo a otras gentes ambiciosas. En 1393 partió de Sevilla una expedición, al mando de Gonzalo Peraza, hacia allí, compuesta por gentes de la misma Sevilla, Vizcaya y Guipúzcoa. Según la Crónica de Pero López de Ayala, los navegantes tocaron Lanzarote, La Graciosa, Fuerteventura, Gran Canaria, Tenerife, La Gomera, El Hierro y La Palma. Incursionaron en Lanzarote, donde capturaron a unas ciento veinte personas, junto a los que consideraron el rey y la reina de la isla. También se apoderaron de bastantes pieles de macho cabrío, de cera y otros productos no especificados. Informaron a Enrique III de sus andanzas, haciéndole ver que la conquista de las islas era tan fácil como barata.

                Tales noticias llegaron a otros puntos de Europa, pues en la corte castellana se encontraba Robert de Bracquemont, señor normando que hizo fortuna allí, en un tiempo de alianza entre Castilla y Francia. La crónica conocida como Le Canarien, elaborada a partir de los manuscritos de los franciscanos Jean Le Verrier y Pierre Boutier, sostiene que aquél ofreció a su pariente Jean de Béthencourt la conquista de las islas.

                Nacido hacia 1339, Béthencourt era otro barón de Normandía que había conocido las dificultades políticas y militares de la Francia coetánea, en pugna con los ingleses. Formó una compañía, en la que tomó parte el caballero Gadifier de la Salle, y partió de La Rochelle el primero de mayo de 1402. Los comerciantes de Sevilla acusaron de piratería a los expedicionarios, Béthencourt y La Salle terminaron disputando entre sí, y la conquista de Canarias no fue ni sencilla ni barata como se había sostenido, por mucho que Béthencourt se preciara de hechos como la sumisión de un rey de Lanzarote. Ante las dificultades, rindió homenaje a Enrique III, que le otorgó el señorío de las islas, la quinta parte del valor de las mercancías destinadas a venderse en Castilla y una ayuda de 20.000 maravedíes. Al final, con no poco esfuerzo, se conquistó Lanzarote, Fuerteventura y parte de El Hierro.

                En Le Canarien se trazó una imagen elogiosa de Béthencourt como un verdadero caballero cristiano, un nuevo príncipe de las Afortunadas al modo de don Luis de Hispania. Su visita a Roma para ver al Papa se ha desechado como falsa. Los redactores de la crónica, que pudieron haberse servido de la relación de un fraile mendicante que viajó por África, no dejaron de ensalzar los altos designios de la empresa, al gusto de la Cruzada. Tanto por la ayuda que dispensarían Portugal, Castilla y Aragón como por su saludable condición, las Canarias serían las islas ideales para asaltar las tierras musulmanas y conquistarlas. Se debería buscar en la adyacente costa continental un buen puerto de desembarco, que debería ser bien fortificado. Se volvía a esgrimir la aspiración de dominar el reino de África. La cuestión, como la del dominio de los archipiélagos atlánticos, daría pie a intensas controversias y más de un enfrentamiento en las siguientes décadas.

                Fuentes.

                Antonio Rumeu de Armas, España en el África Atlántica. Documentos, Madrid, 1957. Documento I, pp. 1-2.

                Histoire de la conquête des Canaries par le sieur de Béthencourt. En línea en el sitio de Philippe Remacle.