EL CONTROL DE ARMAS Y EL ORDEN PÚBLICO. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

07.01.2017 17:59

                

                En las sociedades antiguas se asociaba la tenencia de armas con la condición libre de las personas. Todo ciudadano de Atenas o Roma tenía el deber y el derecho de entrar en batalla por su comunidad, aunque a veces la guerra se desatara por motivos que nada tenían que ver con el bienestar supremo de la ciudad. Desde esta óptica, la profesionalización de los soldados fue pareja con la degradación de la República romana.

                Bajo el régimen feudal se quiso reservar el ejercicio y el empleo de las armas a una minoría en teoría encargada de proteger a los demás, un ideal que no se cumplió verdaderamente. En los reinos hispánicos, los combates contra los musulmanes condujeron a una generalización de la tenencia de las armas, más allá de los límites sociales apuntados. En los concejos castellanos, muchos de sus vecinos simultanearon las actividades de la guerra con las de la paz.

                Para una monarquía con pretensiones reales de mandar, como la castellana, la difusión de las armas entre sus súbditos creó una situación ambivalente. Disponían de una fuerza vecinal capaz de equilibrar las de los grandes magnates, organizada en huestes municipales y en hermandades de alcance regional, pero también de un obstáculo a su aspiración de dominio, como se comprobó durante la guerra de las Comunidades.

                El desarrollo de los ejércitos mercenarios hizo sopesar a los reyes la situación en contra de la generalización de la tenencia de armas, lo que contribuyó al conocido monopolio de la violencia por el Estado. En la Corona de Castilla Carlos V y Felipe II intentaron limitarla, en especial entre los moriscos, como se comprueba en la pragmática de 1572 tras la guerra de las Alpujarras.

                Más allá de las clásicas armas blancas, preocupó la difusión de las pequeñas armas de fuego, muy aptas para actos de bandidismo en lugares poblados y campos. Inquietaron sobremanera las pistolas y los arcabuces menores de una vara (unos 0´835905 metros) con un cañón de cuatro palmos u ochenta y cuatro centímetros. Conscientes de su importancia, los oficiales de la monarquía trataron de reservarlas a sus servidores. En 1632 se autorizó expresamente a los guardias de Castilla, en 1658 a la guardia real en particular y en 1692 a cuerpos como los ballesteros de Baeza.

                No obstante, las armas no siempre fueron fáciles de conseguir y en 1637 Felipe IV ordenó al conde de Fuensalida que entregara a su necesitada caballería las pistolas, carabinas, arneses, corazas y otras armas de sus estados. En 1685 se compraron con gran dispendio unas 200 pistolas en la localidad flamenca de Audenarde, entonces dentro de la Monarquía hispánica.

                Los problemas del ejército mercenario de los Austrias hispánicos en el siglo XVII forzaron a adoptar otros medios de reclutamiento militar. La idea de la milicia del reino, con base municipal, ganó popularidad en Estados de la Monarquía como Castilla o Valencia, lo que entrañó la delicada cuestión de la tenencia de las armas, que se restringieron a individuos como los que ostentaban títulos de alférez. En tiempos de paz, las armas de las circunscripciones territoriales se depositarían en arsenales situados en su cabecera municipal.

                Desde este punto de vista, las armas volvieron a dar lustre a la condición social y los caballeros alicantinos de fines del XVII las solicitaron con gran interés. Su porte aristocrático se enredó a veces con los conflictos con otras potencias, como cuando en 1661 se apresaron en Orihuela a varios caballeros franceses por llevarlas.

                Tras la guerra de Sucesión, los Borbones extremaron las prevenciones, en especial en la antigua Corona de Aragón, lo que no evitó el riesgo de ser atacado. Para trazar el mapa de la veguería de Tarragona, el ingeniero militar Diego Bordick solicitó en 1721 que sus dos lanchas de reconocimiento del litoral fueran armadas con tropa. En tierras castellanas, la actividad de las cuadrillas de salteadores fue igualmente intensa hacia 1726, precisamente cuando los vecinos de muchas localidades carecían de destreza para repelerlos, toda una muestra del éxito y del fracaso de la política de desarme de la monarquía. En aquellas circunstancias, se hizo necesaria la actuación de partidas de caballería, una cuestión que no se resolvería en España a satisfacción hasta bien entrado el siglo XIX, coincidiendo con las controversias políticas coetáneas sobre el empleo ciudadano de las armas.

                Actualmente, tales debates no se plantean en España, pero sí en los Estados Unidos ante un día a día lleno de sobresaltos. Surgidos de la rebelión contra una monarquía con deseos de hacerse de obedecer, hoy en día se enfrentan al reto de la seguridad pública como lo hicieron sus predecesores europeos en cierto modo.