EL COLOQUIO DE LOS PERROS, EL SENTIDO TRÁGICO DE LA ESPAÑA CERVANTINA. Por Víctor Manuel Galán Tendero.
En 1613, reinando Felipe III con el valimiento del duque de Lerma, se publicó El coloquio de los perros, la singular novela ejemplar de Cervantes. Moriría el gran escritor en 1616, y la obra puede ser leída como una especie de reflexión amarga sobre su propia experiencia social. En Valladolid, que fue capital de la Monarquía hispana del 11 de enero de 1601 al 4 de marzo de 1606, la urdió, al calor de importantes acontecimientos como la firma de la paz con Inglaterra. Del hospital vallisoletano de la Resurrección saldrían a charlar una noche los perros Cipión y Berganza.
Cervantes escribió un coloquio humanista, una novela picaresca y un memorial novelado, adentrándose en los terrenos de un realismo ciertamente mágico o sobrenatural, que no deja de asombrar a los mismos protagonistas a lo largo de la obra. El portento del habla de los perros, de carácter fiel, era un don del cielo, digno de los apóstoles, que debía aprovecharse a conciencia. La España de entonces no estaba ayuna del sentido práctico de la vida, más allá de teologías aprobadas en Trento. El artificio que se descubre muy al final palidece ante ello.
El Cervantes humanista elogia el hablar, la charla sobre nuestros aconteceres, como un placer en sí mismo. Mientras el aventurero Berganza desgrana los episodios de su vida, el letrado Cipión no deja de indicar las normas del arte del bien hablar: saber dar entonación a una historia con poca sustancia, ser agradable sin murmurar de los demás, no padecer un predicador, la contención sin insistir, el uso moderado del latín, no filosofar en exceso, no desviarse del camino carretero en la narración y apartarse de las digresiones. En la buena conversación residía el deleite de aprender, en el diálogo socrático ponderado por el humanismo.
Tal humanismo podía ser, al menos, un lenitivo ante el sentido trágico de la vida expuesto por Cervantes, con la inclinación de las personas por murmurar y por vengarse de supuestas ofensas. En este mundo, el hambre y la sarna acompañaban al estudiante. Si en Alcalá, se decía, cursaban estudios de medicina 2.000 de sus 5.000 estudiantes, la plaga sería enorme o su hambre inmensa, concluía Cervantes, cuando las epidemias azotaban España y en muchas villas se intentaba disponer de los servicios de un médico. Don Miguel se encontraba cansado, en vísperas de la muerte de don Quijote, y hace decir a sus canes que la felicidad con facilidad se pierde, pues la hipocresía quebranta hoy la ley hecha ayer. La rueda de la Fortuna gira de forma desfavorable.
Berganza, pues, repasa contundentemente los recovecos de la vida social de entonces, sin dejar títere sin cabeza apenas. Es un don Quijote sin su buen Sancho y la ilusión de su Dulcinea, que sabe defenderse y que entiende a la perfección que una buena retirada vale por muchas victorias. Es el ciudadano de infantería de la España de los Austrias, cuya existencia Cervantes aquilató como pocos. Sin ser letrado, es listo, pues su escuela ha sido la de la vida misma.
En sus años más mozos fue perro embestidor de toros en el matadero de Sevilla, ciudad amparo de pobres. Sus jiferos son caracterizados de amancebados, ladrones y asesinos. Tras ser engañado por una bella, estuvo a punto de ser asesinado por su amo, y al huir se hizo pastor, el noble oficio pintado con colores elogiosos en novelas alejadas de la realidad mundana. Cervantes había publicado en 1585 en Alcalá de Henares La Galatea, pero su Berganza denuncia los embustes de los ganaderos. Los pastores que mataban reses culpaban a los lobos y los perros guardianes pagaban las consecuencias de las iras de los amos. Las carlancas de punta de acero que llevaba al cuello Berganza le fueron robadas por un gitano en una venta. Si a los gitanos acusa de ladrones, de falsarios a los moriscos (poco antes de su expulsión), dentro del ambiente de la España de la época.
Exhibiendo humildad, pudo entrar al servicio de un mercader de Sevilla, urbe tan frecuentada por Cervantes. La censura a los caballeros que se comportaban de forma plebeya (jugando o bailando la chacona) no falta, como tampoco los excesos y latines de la enseñanza. El mercader había llevado a estudiar a sus dos hijos gramática a los jesuitas, elogiados por su habilidad para enseñar. Cervantes pinta un agradable cuadro de la vida estudiantil, que granjean a Berganza suculentos almuerzos, pero al estorbar los enredos amorosos de los esclavos negros del mercader debe de poner otra vez distancia de por medio.
Entonces entró a servir como corchete a un alguacil, también de Sevilla, amigo de prostitutas y de truhanes. Chantajea a marineros bretones en burdeles, finge ser valeroso con ayuda de delincuentes e interviene en la venta de un cotizado caballo robado en Antequera. Cervantes volvía a visitar literariamente los bajos fondos hispalenses, con sus giros y tretas. Tal servidor de la justicia real queda al final descubierto y Berganza decide sentar plaza de soldado.
La vida militar de entonces permitía viajar mucho, fuente de conocimiento de primer orden para el veterano don Miguel. Los soldados, no obstante, no dejan de ser tipos bulliciosos y festivos, no siempre bien pagados, y el tambor también era titiritero o persona que daba espectáculos populares, igualmente censurados por el autor, en los que Berganza brillaría como el perro sabio, bien capaz de ejecutar las evoluciones de un caballero que juega a la sortija.
Tal fama lo conduciría a pasar una inquietante noche con la hospitalera que al final era una bruja vieja, discípula de la Camacha de Montilla, la famosa Leonor Rodríguez, nacida en 1532, acusada de brujería en 1572 y fallecida en 1585. Le revelaría a Berganza que era un humano convertido en perro al nacer por venganza de bruja, extremo no confirmado, y la forma de inhibir la gracia de Dios por medio de ungüentos. En Cervantes está presente ya el debate de los sentidos, sobre el que el racionalista Descartes no dejaría de llamar la atención después.
Al escapar de la bruja y del tambor, caería en manos de unos gitanos que querían valerse de sus habilidades para lograr dinero. Tras fugarse, pasaría por un amo morisco. Finalmente, llegaría al hospital de la Resurrección de Valladolid. Los hospitales eran en aquella época verdaderas casas de acogida, y a aquél se acogió un alquimista, un matemático, un poeta y un arbitrista, presentados con tonos jocosos, de pobres diablos. Cervantes se burla de los arbitrios o remedios de los males de la Monarquía del último, muy alejado de la consideración mucho más amable que la moderna historiografía dispensa al arbitrismo.
Un cansado Cervantes denunció los pecados de aquella España: hipócrita, servil a cambio de dádivas, fraudulenta e imprevisible. Una apariencia hueca, como el túmulo de la catedral hispalense al fallecido Felipe II o al final la misma batalla de Lepanto para don Miguel. De la vida de Cipión, el otro perro, nada se dice, y a buen seguro que hubiera sido más que interesante que Cervantes nos la hubiera escrito. El silencio le alcanzó al final, sin saber muy bien la razón real.
Cervantes, como más tarde Quevedo, descargó contra una serie de tipos populares, sin renunciar a muchos de los prejuicios sociales de su tiempo. Es cierto que las objeciones contra el servicio de los millones y los memoriales de los arbitristas han descubierto una Castilla más activa de lo que se pensaba hace poco, pero el genio narrativo cervantino nos ha dejado un cuadro lleno de vida, una fábula digna del Orwell de Rebelión en la granja, ya que el alma del animal bien puede ser muy humana, demasiado humana.