EL BUMERÁN DEL ÉXITO DE LA ROMANIZACIÓN: LA HISPANIA DE SEPTIMIO SEVERO. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

22.04.2025 12:51

              

               La Hispania de finales del siglo II se había convertido en una parte importante del Occidente romano, y algunos de sus más conspicuos oligarcas desempeñaron importantes funciones militares y políticas en otras provincias, llegando incluso a ser emperadores bajo la dinastía de los Antoninos. Este éxito de algunos hispanos en Italia ha sido considerado como un primer elemento adverso para la misma Hispania, donde varias de sus ciudades perdieron a parte de sus más directos responsables y benefactores.

               Como otros puntos del vasto imperio de los Césares, Hispania encajó el golpe de la peste de tiempos de Marco Aurelio, de los problemas de suministro y del creciente abandono de los campos, un fenómeno al parecer particularmente sensible en la mitad occidental. Los estudiosos han constatado un descenso de las precipitaciones y un aumento de las temperaturas desde finales del siglo II, que ocasionaron más de una complicación agrícola. 

               Los progresos de la romanización, sintomáticamente, alentaron la competencia entre ciudades. Lucentum (en el área de Alicante) tuvo que enfrentar la de la cercana Ilici (Elche), y Emporiae (Ampurias) la de Gerunda. Además, la romanización de extensas áreas del África mediterránea forjó rivales en el cotizado mercado de la populosa ciudad de Roma, pues los aceites y el trigo de Hispania ya no se vendieron con los beneficios de antaño. En consonancia con tales complicaciones, varias factorías de salazones se abandonaron. Otro de los pilares de la prosperidad hispana, el de la minería, acusó la carencia de inversiones de carácter tecnológico, tras un periodo de intensa explotación. Tanto las minas del Suroeste como las del Noroeste padecieron tales problemas.

               La inseguridad vivida en algunos territorios por las invasiones mauritanas se agravó con la crisis política imperial a la muerte en el 192 de Cómodo, el último representante de la dinastía Antonina. La autoridad imperial fue disputada a mano armada, la de legiones contra legiones. Desde el 193 se alzó con el poder Septimio Severo, que había ejercido como cuestor en la Bética y en la Tarraconense como pretor. Entonces se volvió contra su anterior aliado Claudio Albino, apoyado por fuerzas del Oeste imperial, y lo venció en las Galias, en las cercanías de Lyon. Las consecuencias del triunfo de Septimio Severo no se hicieron esperar, según consigna la Historia Augusta:

               “Después de haber sido asesinados muchísimos partidarios de Albino, entre ellos muchos miembros de la aristocracia romana y mujeres de la nobleza, se confiscaron sus propiedades, con lo que se enriqueció el erario. También fueron asesinados muchos nobles hispanos y galos (…). Merced a las confiscaciones mencionadas, Severo legó a sus hijos una fortuna mayor que ningún otro emperador, pues convirtió en propiedad de la casa imperial la mayor parte del oro cobrado en las Galias, en las provincias de Hispania y en Italia.”

               El nuevo emperador se aseguró el dominio de Hispania con la designación de hombres de confianza y experimentados. Tiberio Claudio Cándido sustituyó como gobernador de la Tarraconense en el 197 a Lucio Novio Rufo, que había seguido a Albino. Gozó de amplios poderes para ejecutar sus tareas. Otro hispano seguidor de Septimio Severo fue el legado de la legión VII Gémina Publio Cornelio Anulino, el vencedor de Pescenio Níger en Siria y que había gobernado la Bética.

               No insistió Septimio Severo tanto en el reclutamiento de hispanos como otros emperadores anteriores, y varias ciudades le otorgaron vivo reconocimiento. En el 194 la de Norba Caesarina (Cáceres) le dedicó una estatua de plata que pesaba diez libras. Otras urbes que le rindieron expresamente pleitesía fueron Olisipo (Lisboa), Mirobriga (Ciudad Rodrigo), Malaca o Tarraco, donde el mismo emperador ordenó reconstruir el templo de Augusto. El apoyo de Septimio Severo fue de gran valía para unas ciudades con problemas económicos y de gestión. La de Segobriga (en el término de Saelices) no pudo costear la finalización de su circo, ni la de Italica (Santiponce) la de su anfiteatro. La cantidad que los curiales ciudadanos debían satisfacer para los juegos (la summa honoraria) terminó destinándose a sufragar otros gastos. El descenso de ricos patrocinadores se había notado desde que Adriano exonerara a navieros y mercaderes de aceite de la annona imperial. En vista de la bajada de ingresos, se aplicaron varias medidas, como incrementar la summa exigida, dar entrada a más curiales y admitir a mujeres y libertos en determinadas funciones.

               Consciente de estos problemas, Septimio Severo nombró curatores rei publicae, unos representantes encargados de velar por la administración del patrimonio ciudadano, que antes de su mandato ya habían estado presentes en otras provincias del imperio. Su importancia en Hispania ha sido considerada discreta. También mandó el emperador reparar las vitales calzadas o construir nuevos tramos, como atestiguan diversos miliarios conservados. Originario de la libia Leptis Magna, la relación entre las tierras hispanas y las africanas fue reforzada bajo su gobierno para reforzar la fuerza del imperio. Todos estos esfuerzos no detuvieron procesos tan complejos como los de ruralización, los del abandono aristocrático de la vida en la ciudad por la de sus villas en los campos. De todos modos, la fuerza de Roma en la Península distaba mucho de agotarse en los albores del siglo III, por muchos signos inquietantes que ya comenzaban a percibirse.

               Para saber más.

               Pedro Barceló y Juan José Ferrer Maestro, Historia de la Hispania romana, Madrid, 2016.