EL ATAQUE DE ALICANTE POR LA ARMADA DE LUIS XIV. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

15.02.2023 16:13

           

El peligro de la Francia de Luis XIV.

En julio de 1691, se cumplieron los peores pronósticos. Alicante fue brutalmente bombardeada por la armada del Rey Sol, en guerra contra la atribulada Monarquía de Carlos II. Desde 1640, a raíz de la insurrección catalana, nuestro litoral mediterráneo estaba bajo la amenaza francesa. En abril de 1641 Alicante temió su ataque, fortificándose, convocando a los socorros de las poblaciones vecinas y desterrando a los residentes franceses cuatro leguas tierra adentro. En mayo de 1642 las naves francesas alcanzaron la costa alicantina, avistándose desde el castillo 31 buques, que fondearon en la bahía sin mayores consecuencias. Vanas resultaron las advertencias del gobernador de la plaza en 1684, previniendo sobre los riesgos de una ciudad deficientemente amurallada y municionada, emplazada a orillas de una bahía excesivamente abierta y accesible por el régimen de vientos, con una nutrida colonia mercantil extranjera (con fuerte presencia francesa) al tanto de tal estado de cosas. Un movimiento francés desde Cataluña, a pocas jornadas de singladura, entrañaba un severo riesgo.

Entre 1689 y 1697 Francia se enfrentó por la hegemonía continental contra las fuerzas combinadas de la Liga de Augsburgo (España, Inglaterra, Holanda, Austria, Baviera, Brandenburgo y Saboya). Alicante disponía de unos 6.400 habitantes y se había transformado en un activo puerto internacional en el siglo XVII. Las operaciones militares de las grandes potencias nos redujeron a un asolado campo de batalla.

Los acontecimientos.

Tras bombardear Barcelona entre el 11 y el 12 de julio, la armada francesa acordonó el puerto el 21 del mismo mes, intensificando al día siguiente el cerco con el despliegue de tres pontones, aproximados por sus galeras. Su almirante, D´Estrées, intimó a la plaza al pago de tributo, extremo rechazado por el gobernador Jaime Antonio Borràs, que según ciertas versiones principió el fuego contra el enemigo. Entre las 16.00 horas del 22 y las 12.30 del 23 Alicante encajó un primer bombardeo, proseguido una hora más tarde hasta alcanzar las 18.30 del 24. En el curso de la mañana del 23 se repelió con bravura un desembarco francés contra las defensas portuarias, intentando tomar un navío genovés anclado y el propio muelle.

El estado de la mar y el ritmo de la guerra de nervios aconsejaron a los atacantes  una pequeña tregua, rota con un nuevo cañoneo incendiario entre las 21.00 del 28 y las dos del 29. Cada vez con menos bombas, los franceses se aproximaron cada vez más a nuestros baluartes, pero sus barcas guardacostas alertaron de la arribada de una flota española. Pese a no cazar al francés, lo alejó a las aguas de Mallorca y Barcelona sin deplorar más incidencias trágicas.

El temor a nuevos ataques.

Entre octubre de 1691 y diciembre de 1692 se tomaron ciertas medidas defensivas de urgencia, pues la derrota naval de la Hougue (1692) no detuvo la iniciativa francesa en los mares. Las naves que invernaban en Tolón partieron por primavera hacia el Atlántico, presentándose a su retorno ante nuestras costas el 4 de agosto del 92. El nuevo gobernador de Alicante, José de Borja, accedió a las condiciones del mariscal de Tourville para evitar mayores daños. Entre 1693 y 1694 una dispendiosa flota combinada de naves inglesas, holandesas y (en menor medida) españolas casi bloqueó al enemigo en Tolón.

La historiografía del bombardeo.

Desde el siglo XVIII los hechos han atraído la atención de los historiadores alicantinos, interés al que se ha sumado la historiografía valenciana y española a lo largo del XX.

La Illice ilustrada de los jesuítas Maltés y López (1752) nos regala unas magníficas páginas. La angustiosa descripción del drama se despliega a través de una pormenorizada cronología, que nunca olvida sus interminables horas. Se recabaron los testimonios de personas que mantenían vivo el recuerdo de lo acaecido, evitando consignar la polémica entre el gobernador Borràs y ciertos nobles locales para no despertar suspicacias ni sospechas de crítica a la autoridad en el tiempo del absolutismo borbónico. Su relato encaja con el ofrecido por un coetáneo del bombardeo, el del labrador de Sant Feliu de Guíxols Fèlix Domènech (autor de un Dietari con los hechos más destacados del obispado de Gerona entre 1674 y 1704). Las naves catalanas ancladas en nuestra rada informarían cumplidamente a uno de sus informadores, mossèn Avellà.

En 1854 José Pastor de la Roca brindaría una versión menos precisa y más romántica, transmutando el bombardeo en un duelo artillero de poder a poder. El empeño patriótico de los comerciantes locales sostuvo la acción de la armada española, frustrando la tentativa de bloqueo continental ensayada por D´Estrées y Noailles por mar y tierra respectivamente. La sombra de la Guerra de la Independencia se proyectaba sobre 1691. En 1863 Jover realzaría esta visión encomiando el valor de los alicantinos y su amor a la libertad. Todo el vecindario (incluso mujeres, niños y ancianos) se batieron con bravura, compensando con creces la proverbial inepcia del gobierno. Tal sacrificio había sido silenciado injustamente por los historiadores nacionales, reclamando el bueno de Jover un lugar de honor para sus paisanos en el panteón de las glorias españolas, junto a Sagunto, Numancia, Zaragoza o Gerona. La épica de 1691 quizá “compensara” en los anales de la crónica patriótica la modesta acometida de Montbrun del 16 de enero de 1812, resuelta en retirada francesa tras cruzar fuego artillero con las baterías alicantinas durante unas horas.

El siglo XX aportaría visiones menos ideologizadas y más atentas a la metodología dentro de estudios más genéricos, como los de Fernández Duro sobre la marina española y los de Espino sobre la aportación militar valenciana y aragonesa a las guerras de Carlos II.

La preparación militar de Alicante.

Los apuros políticos de la España de los Austrias sobrecargaron de compromisos financieros y militares a los municipios españoles, en especial los de zonas amenazadas, abusando de la tradición de la autodefensa medieval.

Alicante experimentó el impacto de las guerras mundiales a caballo entre los siglos XVII y XVIII con una preparación militar poco apta. La caballería de su milicia local adolecía de buenas monturas y de efectividad. Su infantería estaba provista más de arcabuces y mosquetes que de fusiles de piedra de invención alemana, cuyo uso intensificó el ejército francés a partir de 1670. Dado el interés militar de la plaza, sus efectivos (tropas reales y compañías milicianas) eran reforzados por los de otras localidades más o menos vecinas (los socorros), entre las que se encontraban las valencianas Orihuela, Elche, Jijona, Elda, Castalla y Biar, y las castellanas Villena y Yecla, suscitándose agrias desavenencias sobre su despliegue y mantenimiento. Ni el rey ni el virrey de Valencia podían destacar auxilios poderosos.

Las defensas estáticas padecían la obsolescencia del circuito amurallado. Las torres cúbicas no encajaban en los tiempos de Carlos II, sino del Primero. La muralla del mar no alcanzaba los cinco metros de altura, saltándola a diario los pescadores de la Vila Vella. Ni el muelle ni otros puntos sensibles gozaban de terraplenes. Los expertos observaban horrorizados la indefensión del muelle del Baver, incitando al desembarco de tropas que controlarían con comodidad las alturas de las colinas de Poniente, pudiendo montar baterías letales para nuestras murallas. Además, los ya populosos arrabales, como el de San Francisco, yacían casi desprotegidos. La fuerza artillera (a costa del patrimonio municipal) andaba también escasa, limitándose a 11 piezas de hierro y 23 de bronce: sólo 11 eran de gran alcance. La ausencia de una buena Santa Bárbara o almacén de pólvora en el interior de la ciudad lo empeoraba todo.

Tantas carencias nacían de la falta de fondos y de cierto pragmatismo mercantil, máxime en una ciudad donde florecía el contrabando (no siempre debidamente perseguido ni penalizado). La correcta fortificación de los arrabales alcanzaba un precio exorbitante, pero la atroz propuesta de su destrucción por mor de la seguridad fue completamente descartada.

Propuestas de mejora militar.

El municipio intentó allegar más fondos militares imponiendo una sisa sobre la venta de carnes, recabando ayudas del virrey e infructuosamente no pagando ciertas cargas a la Generalitat del reino. En 1692 no consiguió desprenderse de su cuota (664 libras) del mantenimiento del Tercio de los Valencianos, destinado al apurado frente catalán.

En octubre de 1691 el gobernador local encargó al condestable de artillería Velasco un ambicioso programa de fortificación, inspirado en uno anterior de 1688. Tales deseos cedieron en noviembre ante el más modesto de la Junta de Guerra de Alicante, a cargo del maestre de campo Simón Bernet y del ingeniero mayor Diego de Herrera. En 1693 el Memorial del gobernador José de Borja continuaba lamentándose de los mismos problemas de años anteriores.

Las mejoras resultaron muy puntuales. Para frustrar posibles desembarcos el virrey ordenó en octubre alzar el Baluarte de San Carlos en la desembocadura del barranco de San Blas, obra valorada en un mínimo de 5.000 libras avanzadas por el sufrido erario municipal. También principiaron las obras de la nueva muralla, desprendiéndose en 1692 el municipio de mil libras más, que en 1704 abrazaría el arrabal de San Francisco desde el Benacantil al Baluarte de San Carlos. Se llegó a vedar el varadero de embarcaciones en la Plaza de las Barcas, y con las ruinas del bombardeo se erigió un malecón en el espacio de la actual Explanada. Estos modestos avances fueron puestos a severa prueba durante la guerra de Sucesión.

La defensa naval española.

Los diplomáticos extranjeros no ahorraron comentarios sobre la indefensión naval de las Españas, todavía un enorme imperio que abrazaba un gigantesco espacio marino de capital importancia comercial. Décadas de guerra contra otomanos, holandeses, ingleses y franceses habían desangrado su otrora importante potencia marítima.

Los problemas para construir nuevos buques se multiplicaron hasta bien entrado el siglo XVIII. En 1700, a tres años de la finalización de la Guerra de la Liga de Augsburgo, la armada española totalizaba 28 galeras en el Mediterráneo Occidental, insuficientemente preparadas, y 20 buques de maniobra en el Atlántico. Desde 1641 los españoles habían trasladado buques atlánticos al Mediterráneo, especialmente las fragatas de Dunkerque, bien adaptadas a las aguas del Mare Nostrum por la ligereza de su casco y escaso peso, en contraste con los más pesados galeones. Sin embargo, las calmas de nuestras aguas las paralizaban.

En 1691 la armada española llegó a desplegar 22 unidades. Consta en todos los informes oficiales su pretensión de entablar combate con el enemigo, que se retiró ante su llegada. Entre 1693 y 1694 los españoles aportaron a la armada combinada del Mediterráneo 14 navíos de línea frente a los 50 holandeses y los 30 ingleses, sin sumar las embarcaciones menores.

La fuerza naval francesa.

Los alicantinos se enfrentaron contra los progresos de la revolución militar en los mares. Los avances balísticos modificaron las técnicas navales y el diseño de los barcos. Desde 1653 almirantes como el duque de York ordenaron las formaciones navales en una línea recta de bombardeo de costado, primando la potencia de fuego y abandonando el envolvimiento de las naves contrarias a través de los espacios de separación. La sistematización de estas tácticas a fines del XVII alumbraría la construcción de navíos de línea, auténticas baterías flotantes de dos puentes con unos 74 cañones, alcanzando a veces los tres puentes y los cien cañones.

Desde Richelieu, los franceses compraron buques holandeses e imitaron sus diseños de cubiertas espaciosas para 60 cañones, sus mejoras de aparejo y su enrejado protector favorecedor de la ventilación e iluminación. Mazarino careció de tal interés por el poder naval, y en 1661 Luis XIV sólo contaba con 18 navíos y 6 galeras en mediocre estado. Su ministro Colbert lo remedió. En 1670 Francia tenía en el Atlántico 120 barcos de línea y 25 fragatas, y 30 galeras en el Mediterráneo. Sin incluir las fuerzas corsarias, su armada alcanzó las 250 unidades en 1683. La inscripción marítima de 1673 forzó a las zonas litorales a proveerla de marinos.

En el Mediterráneo los franceses recurrieron a buques de navegación más costera (sin descartar la propulsión mixta con ayuda de remos), acompañados de galeras y barcos luengos (bergantines, tartanas, saetías, gánguiles). La galera aún tenía reservadas las funciones de comunicar navíos de línea y fragatas, remolcar otras unidades, interponerse ante los brulotes o naves incendiarias, y atacar los barcos luengos de enlace. Sin embargo, sus buques más celebrados resultaron los navíos de línea (el 42% de su armada en 1680) de casco resistente y estrecho, de arrastre profundo, y con baterías en dos cubiertas, que cabezeaban relativamente poco y apuntaban con mayor precisión en la marejada.

En 1691 la escuadra que atacó Alicante se compuso de 4 navíos, 5 fragatas, 26 galeras, 3 galeotas de bombardeo o carcasas, 5 saetías o tartanas y 2 gánguiles (barcos de pesca con dos proas y una vela latina). Con su política de las cañoneras, los franceses libraron temibles guerras de terror en diferentes escenarios. La utilizaron tres veces contra Argel, contra la Génova constructora de galeras para España en 1684, y coaccionando Cádiz en 1686. Por tierra también la sufrieron las alemanas Heidelberg (1689) y Mannheim (1691). El objetivo de ello era devastar las bases de partida y avituallamiento adversarias, e imponer el acatamiento a la superioridad del Rey Sol: el gobernador Borràs se negó a pagar el tributo intimado por D´Estrées.

Tales excesos acreditaron la potencia destructiva de las fuerzas del Rey Sol, pero tuvieron efectos contraproducentes para su diplomacia y buena imagen, socavando en Europa su poder blando. Muchos alemanes clamaron contra él tras la devastación del Palatinado en el invierno de 1689. La nutrida colonia francesa de Alicante (dotada de consulado y con unos 225 individuos en 1684) arrostró la interrupción de las relaciones comerciales habituales, las amenazas de embargo, contribución forzosa y expulsión, la ira del vecindario y el saqueo de sus haciendas. El comercio marsellés con España no gozaba de su mejor momento. En el mes de julio de 1691 se desató la furia antifrancesa en Valencia y Játiva por el bombardeo. Sus actitudes conciliadoras, “asegurando” que la armada no atacaría Alicante, no les evitaron las acusaciones de quintacolumnismo. El belicismo de Luis XIV dañó las oportunidades del comercio francés en España abiertas por la Paz de los Pirineos (1659) en relación al inglés y al holandés, e indispuso a muchos valencianos y catalanes contra Francia en la futura Guerra de Sucesión.

Ahora bien, la asociación entre los prohombres alicantinos y los comerciantes franceses mantuvo su fortaleza. El 20 de julio un jurat pagó con su vida la protección de los franceses de las iras populares. La milicia, comandada por la aristocracia, detuvo el tumulto temporalmente. Kamen estima la participación francesa, de provenzales y bretones, en las importaciones alicantinas en el 37% en 1667/69. Desde Marsella y Saint-Malo se importaba sosa y jabón, y se exportaba lienzo y bacalao seco. Los buques y tartanas provenzales nos abastecían de trigo norteafricano e italiano en años de escasez. Vistas las cosas, en mayo de 1692 se protestó contra la prohibición real de comerciar con los franceses.

Una ciudad destruida

El deán y el cabildo de San Nicolás la ponderaron de estrago peor que el ocasionado por calvinistas o infieles, y los Electos del Reino consignaron apesadumbrados que se salvaron “pochs edificis de aquella, y éstos tan consentits de la ruhina y incendi dels altres que no es pot dir que queden”. De 2.000 hogares sólo 200 permanecieron intactos y 300 habitables. Las casas de la ciudad o edificio del ayuntamiento se redujeron a cal y cenizas, en gráfica expresión de los padres Maltés y López, incluyendo su Salón Menor (finalizado en 1590), donde se archivaban los actos, privilegios y otros documentos ciudadanos, y se accedía a otras dos salas que conservaban los registros de los procesos civiles y criminales de la Cort de Justícia local. Tales fuentes de conocimiento de nuestra Historia se han perdido de forma casi irreparab

En el bombardeo se arrojaron unas 4.000 bombas de 7 a 10 arrobas, según Maltés y López, frente a las 850 que encajó Barcelona (especialmente su Barrio de la Ribera). El gobernador de Orihuela redujo su número a 3.500 el 4 de agosto del 91. Entre el 22 y el 24 de julio 300 sobrepasaron la altura de nuestro castillo. Entre el 28 y el 29 se lanzaron 600 incendiarias. Los franceses casi agotaron sus municiones artilleras. El rey Carlos II no tuvo más remedio que consignar 4.000 pesos para la retirada de minas de la ciudad.

La castigada población civil.

La historia de las víctimas no es una lacra de las guerras contemporáneas al contar con extensísimos antecedenteLa contundencia del bombardeo provocó el pánico entre los alicantinos al modo de una epidemia de peste. El 22 de julio se desató la histeria colectiva en una ingobernable Babilonia, según Maltés y López. En plena canícula muchos refugiados atestaron con sus familias y enseres los caminos hacia Montforte, Villafranqueza, Muchamiel, Jijona y la Corona de Castilla. Los rumores de desembarco francés aterrorizaron todos los lugares de nuestra Huerta, superando las angustias de las incursiones berberiscas. Las monjas de la Santa Faz abandonaron con precipitación su monasterio.Transcurrido el peligro los alicantinos fueron retornando a una ciudad devastada, que hacia 1700 ya ofrecía signos claros de recuperación, conmemorando el Centenario de la Colegial de San Nicolás con representaciones de moros y cristianos en la Plaza del Mar.

Conductas distintas.

El propio almirante D´Estrées se sorprendió de la resistencia de Alicante, plaza menos fuerte que Barcelona. El virrey de Valencia agradeció la brava defensa de los milicianos, ocasionales soldados no profesionales. A fines de julio muchos se felicitaron que el bombardeo no fuera la antesala de la toma de Alicante, amenazando gravemente el Reino de Valencia y la Corona de Castilla (objetivo que quizá no contemplaran los franceses seriamente).

Tal arrojo se vio empañado por los saqueos de los domicilios particulares. En 1692 el doctor Borrull los investigaría, imputándolos a los propios defensores, desde pescadores a clérigos. Gracias a los oficios de ciertos caballeros alicantinos, muchos objetos robados fueron vendidos en otras localidades valenciana.

El comportamiento entregado del gobernador de Alicante Borràs mereció al principio el reconocimiento de todos. Sin embargo, en noviembre del 91 algunos caballeros locales censuraron ante el Consejo de Aragón su falta de resolución y torpeza, ya que precipitó el bombardeo sin recurrir a las negociaciones dilatorias y no supo hacer caer al francés en la trampa de la armada española. Un indignado virrey secundó con viveza al gobernador.                       

Detrás de las críticas se encontraron los hermanos Cristóbal y Pablo Martínez de Vera, Tomás Pascual y Jaime Miquel. De poco sirvieron los encomios de Borràs hacia don Cristóbal, veterano en Milán, al frente de la trinchera de defensa. Además de cuestiones personales, se ventilaba la vieja pretensión de la aristocracia ciudadana de disponer de un gobernador noble y natural de Alicante, bien expresada en las Cortes valencianas de 1645. Con los años ni los caballeros fueron agraciados con un gobernador a la carta, ni Borràs gozó de agradecimiento. En 1694 se le desterró a veinte leguas del Reino bajo la acusación de robar fondos de los impuestos portuarios, viviendo miserablemente con sus diez hijos en 1697 mientras crecía el expediente de su proceso con nuevas alegaciones. Tal suerte disfrutó el caudillo de la defensa de Alicante.   En suma, 1691 sacó a la luz las grandezas y las limitaciones de una ciudad enfrentada a un enorme reto, prólogo de los de la Guerra de Sucesión.

Fuentes y bibliografía.

ARCHIVO MUNICIPAL DE ALICANTE.

Cartas de 1665-1704. Privilegios y provisiones reales (Armario II, Libro II).


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GOUBERT, P., Louis XIV et vingt millions de Français, París, 2002.
JOVER, N. C., Reseña histórica de la ciudad de Alicante. Edición de A. Soler, Alicante, 1972.
KAMEN, H., La España de Carlos II, Barcelona, 1981.
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PASTOR DE LA ROCA, J. Historia General de la ciudad y castillo de Alicante, Alicante, 1854.
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