EL ARTE DEL ASEDIO DE LOS ROMANOS. Por Víctor Manuel Galán Tendero.
Los romanos conquistaron muchos países y encajaron no pocas derrotas en el transcurso de sus campañas, pero siempre hicieron gala de una organización militar rigurosa, con independencia de la capacidad individual de sus comandantes o de los vaivenes de su espíritu combativo. Se enfrentaron con Estados bien dispuestos para la guerra, con ciudades bien fortificadas y defendidas por luchadores decididos. Tomar una urbe de recias murallas y elevadas torres, bien anclada a los accidentes del terreno, no era nada sencillo, y las operaciones de asalto o asedio podían acabar en una derrota humillante, como la que sufrieron varias veces los romanos ante Numancia a causa de su poca observancia de la disciplina exigida.
Roma consiguió abatir Cartagena, Corinto, Cartago, Numancia o Alesia con sus formaciones de soldados bien dispuestas y con el empleo de procedimientos de sitio de larga Historia. Muchos de sus elementos fueron consignados en el siglo IV por Vegecio en su famoso tratado, que tanta fortuna tuvo entre los estudiosos de la guerra en la Europa medieval. El historiador y naturalista de origen bohemio Georg Veith, oficial en el ejército austro-húngaro, estudió sus pormenores en más de una ocasión. De su análisis, se desprende una secuencia lógica.
Los legionarios estaban acostumbrados desde los días de Mario a cargar con una pesada impedimenta, una de cuyas funciones era alzar el campamento al final de la marcha de la jornada. El plano de los campamentos, estructurado en dos ejes perpendiculares que confluían en un espacio central abierto, sirvió de pauta para muchas ciudades fundadas por los romanos, y reflejaba un claro espíritu de organización. A diferencia de los futuros campamentos bizantinos, circunvalados por carros y con salidas estrechas, los romanos contaron con elevadas empalizadas y puertas bien defendidas. Con semejante entrenamiento y experiencia, los generales romanos supieron hacer buen uso de los campamentos en sus operaciones de asedio de una ciudad enemiga.
Ante una urbe fortificada en un terreno quebrado, se tenía la prudencia de emplazar dos campamentos corresponsables, desde los que se emplazaban puntos de vigilancia a cierta distancia. El perímetro de seguridad se completaba con el levantamiento de una barrera que enlazaba todos los puntos, reforzada por fosos y fuera del alcance de los proyectiles enemigos.
La función de semejante dispositivo era cortar toda comunicación con el exterior y aplicar el sedendo et cunctando (siéntate y espera): rendir por hambre la ciudad enemiga. Se disponían, llegado el caso, de barreras en los cursos de agua. A veces, la circunvalación era doble, hacia la urbe asediada y a los campos exteriores para prevenir un golpe de cualquier ejército de socorro a los sitiados.
No siempre los romanos se conformaron con aguardar el abatimiento del contrario tras sus murallas, e iban acumulando materiales diversos para formar rampas o terraplenes que progresivamente se acercaban a los muros enemigos, salvando desniveles y accidentes con aplomo. Para evitar su derrumbe se afirmaban con estructuras de madera, y sus constructores (provistos de capazos y otros útiles) transitaban por encima por caminos protegidos por encima por escudos en formación de tortuga.
Llegados a la inmediación de la urbe enemiga, era el momento de emplear las torres de asedio rodantes y que el ariete comenzara a golpear sus murallas para abrir brecha, punto de inicio de un asalto a veces preparado por un bombardeo de proyectiles lanzados por catapultas. Un asalto más rápido podía deparar la gloria, pero también grandes pérdidas. En todo caso, el ingenio de los comandantes siempre fue clave, como el que acreditó Escipión el Africano (buen observador de la marea) en la toma de Cartagena.