EL ARCHIVO, BASE DE LA MEMORIA COLECTIVA DE LOS PUEBLOS. Por Mª Carmen Martínez Hernández.
En una conferencia internacional sobre archivos el historiador José Fontana reflexionaba sobre el archivo como testimonio de vida y señalaba que, más allá de su función como auxiliar de la Administración y como fundamento de la gestión de la propiedad, el archivo revestía una trascendente función como base de la memoria colectiva de los pueblos, porque el archivo no sólo recoge los documentos del poder establecido, de los gobernantes, sino también los testimonios de todas las luchas -perdidas y ganadas- por los gobernados, de la múltiple diversidad de la vida humana, de las que no siempre se han ocupado los historiadores. Sin embargo, esos testimonios revisten para nosotros gran importancia por las lecciones que nos pueden aportar, por el bagaje de ilusiones y esperanzas para emprender nuevos caminos alternativos, porque el futuro no está fatalmente escrito. Finalizaba su intervención invitando a los archiveros a “ensenyar els camins que conduixen cap a noves portes que s’obren sobre un futur millor”.
Las funciones más importantes de un archivero son las de poner los documentos al servicio de la propia administración, de la investigación y de los ciudadanos. El sentir general de los archiveros es que la investigación histórica no es nuestra razón de ser, sino que tenemos otros muchos fines en la dirección del servicio público como es la custodia y difusión de un patrimonio documental que promocione la cultura y facilite la investigación. Centrándome en los archivos de la administración local, considero muy importante potenciar la investigación desde el archivo municipal. Plantear inquietudes que conduzcan a los investigadores a aterrizar en los archivos municipales como traductores de las aspiraciones de un sociedad que demanda transparencia no sólo en su administración, sino en su pasado, en el conocimiento de si misma; a los archiveros, como mediadores entre la administración y el investigador, a facilitar el acceso a los archivos; y, por último, aunque no en último lugar, a los dirigentes, -alcaldes y concejales- a preocuparse por la debida dotación de sus archivos, porque en la actual sociedad, la información generada por el municipio y el acceso que los ciudadanos tenga a él es una medida del nivel de democracia del que disfrutan Y la democracia es algo más que la libertad para depositar un voto en una urna.
En el origen de su constitución como municipios, los pueblos conservaron cuidadosamente los documentos fundacionales y cuantos derechos y privilegios les habían sido concedidos por cualquier tipo de autoridad, con ellos se constituiría el núcleo de lo que sería el archivo municipal, pero también es cierto que las autoridades exigieron el cumplimiento de sus obligaciones a los concejos, cuyos actos quedarían, de un modo u otro, reflejado en los escritos. Unos y otros tuvieron en común la necesidad de conservar los documentos tanto para asegurar su consulta como para impedir su manipulación. De hecho, tanto las disposiciones normativas recibidas, como los actos realizados quedaron plasmados en unos documentos, a los que fueron añadiéndose otros a lo largo de su devenir histórico, y que han llegado hasta nuestro tiempo constituyendo lo que hoy se considera memoria colectiva de las gentes que habitaron ese espacio geográfico, que denominamos municipio.
No podemos afirmar que esa memoria colectiva, en cuya conservación participan activamente los archivos públicos, sean solamente los recuerdos de los hechos que acontecieron y que permanecen escritos en unos papeles, nos inclinamos a coincidir con J. Contreras al considerar que la memoria es más bien "la consciencia estructurada de que nosotros mismos tenemos como colectividad y la consciencia de cómo nos proyectamos" y que el pasado solo existe en tanto en cuanto lo elegimos al volver la vista atrás para reconocernos.
No basta volver los ojos sobre los documentos que conservan retazos del pasado, para que este se reconstruya. No es suficiente tener un archivo para tener una memoria elaborada, para tomar conciencia de nuestra identidad social sino que al pasado responderá a las inquietudes de nuestro presente en la medida en que el historiador formule preguntas y elabore respuestas. En los archivos podemos recuperar la memoria de lo que pasó, recuerdos de sucesos que surge del pasado sin más, que se ha mantenido vivo y presente y para lo cual basta un documento clave para ello. Pero la historia implica un paso más, la historia es un trabajo de investigación razonado en relación con el suceso.
El “fin de la historia” no ha acontecido. Mucho se habló en la década final del siglo XX, del fin de la historia, sin embargo, como señala Juan Sisinio Pérez Garzón, cuando se habla "del final de la historia o como la peor de las crisis del saber histórico, no es tanto la crisis de una disciplina cuanto la crisis y el final de un modelo mecanicista de interpretación de la realidad". El saber histórico es una práctica social y ética, y la historia puede cumplir un compromiso social decisivo si facilita la comprensión de las circunstancias en que se ha gestado cada fenómeno social, el conocimiento de las diversas fuerzas que han contribuido a la vigente estructura de poder en la sociedad, a la vez que se convierte en un escudo de protección frente a la credulidad o las fetichizaciones del pasado. Ahora bien, para ello es necesario el compromiso del historiador más allá de la torre de marfil de su esfera académica.
Los archivos son unos lugares donde, cada vez mejor organizados, hay un cúmulo de testimonios que hablan del pasado, mejor dicho de testimonios escritos en el pasado, a los que denominamos fuentes, pero a los que hay que hacer hablar sobre ese pasado en el que fueron elaborados, desde nuestras inquietudes del presente Y esa tarea quien debe llevarla acabo es el historiador, y no sólo desde el interrogatorio a esos documentos, sino debidamente pertrechado de precisión conceptual y rigor metodológico. Pero ciclópea sería la misión del historiador si tuviera que interrogar a unas fuentes que, en vez de estar bien construidas, sólo son un montón de piedras acumuladas una encima de otra, y es posible que hasta estériles sus resultados. Es necesario que, previo al supuesto diálogo con esos trocitos de espejos mágicos dispuestos a decirnos el contenido de su verdad sobre el pasado, que son los documentos, estos dejen de ser un montón informe y estén organizados y clasificados, constituyendo lo que consideramos un archivo, y para eso hacen falta archiveros y políticas archivísticas.
Así pues nos encontramos con algo inmaterial como es la memoria pública y colectiva de un pueblo, fragmentada materialmente en miles de documentos de lo que fue una realidad, nunca única y estática, sino múltiple y cambiante, y a la que es necesario darle una cierta forma, elaborarla para que sea útil al presente. Para ello es necesario que unos profesionales, los archiveros, organicen y clasifiquen esos papeles, y que los pongan al servicios de la investigación de modo que los historiadores puedan entablar un diálogo con ellos. Se hace, pues, necesaria la colaboración entre archiveros e investigadores, pero también políticas públicas que faciliten los medios materiales y apoyen iniciativas de protección y difusión del patrimonio documental. La cuestión es que los dirigentes responden a las demanda de la sociedad, de ahí que se revalorice la figura del archivero más allá de ser un buen gestor del Archivo, como agente formativo de la conciencia cívica, especialmente en los municipios medianos y pequeños, al poder participar en la tarea de concienciar de las cuestiones municipales por medio de la educación histórica. Revalorización en paralelo a la que debería hacerse de los archivos que deberían convertirse en una institución al servicio de la comunidad, formando parte esencial del sistema educativo.