EL APRESAMIENTO DEL INCA ATAHUALPA. Por María Berenguer Planas.
El imperio inca no era un remanso de paz cuando los españoles aparecieron por sus fronteras. Huascar se enfrentaba a muerte con su hermano Atahualpa, alzado por la aristocracia guerrera de Quito. Consiguió vencer y proclamarse el auténtico Inca.
Atahualpa sabía del peligro español. Un admirador de Hernán Cortés, Francisco de Pizarro, había perseverado en sus proyectos de conquista. Tras varios intentos y no pocas cuitas, partió finalmente desde San Miguel en dirección a Cajamarca, donde se encontraba desafiante el Inca.
El camino fue largo para los españoles, que recibieron peticiones de ayuda de Huascar. Cuando comenzaron a subir a la serranía andina les salieron al paso los enviados del propio Atahualpa. No debían proseguir si en algo estimaban sus vidas. Tendrían la dicha de volver con su botín como simples ladrones.
Pizarro contestó con tanta tranquilidad como temple. Sólo era un simple embajador del Papa y del Emperador, deseoso de cumplimentar al Inca. Prosiguió en consecuencia sin arredrarse.
Al Inca llegaban informadores que menospreciaban a los españoles, gentecilla débil que necesitaba de extraños animales para viajar por las tierras andinas. Varones que parecían aferrarse a objetos femeninos, pues sus metales fueron considerados cosas de tejedoras. Pronto caerían ante su gran poder. Se enviaron a Pizarro zapatos pintados y brazaletes de oro para ser fácilmente reconocido, y así pagara su impertinente insistencia.
En Cajamarca se acantonó una imponente fuerza inca. Pizarro y los suyos se aposentaron sin permiso, metiéndose en lo más profundo de la boca del lobo. Por delante mandó a la presencia de Atahualpa a varios jinetes, que realizaron una verdadera exhibición ecuestre, en la que descolló Hernando de Soto. El Inca no se dejó impresionar, pero sus servidores temieron a aquellos seres.
Con menosprecio les habló Atahualpa a través de un servidor, apremiándoles a que devolvieran el oro y la plata que habían tomado. Sus palabras intimidaron a los españoles, que se creyeron perdidos. El hermano de Francisco, Fernando, se asustó como otros muchos. El terror empezó a hacer presa en el campo español.
A Francisco no le falló el temple en aquella arriesgadísima ocasión. Animó a los suyos y los aprestó para el combate. Aprovechó la noche para situar su artillería en la entrada del espacio central de Cajamarca. En una torrecilla aposentó a sus arcabuceros, y en tres casas distintas a los capitanes Hernando de Soto, Sebastián de Benalcázar y Fernando Pizarro con veinte jinetes cada uno. Él completó el dispositivo poniéndose en la puerta del tambo al frente de ciento cincuenta infantes. Así amaneció aquel 16 de noviembre de 1532 en Cajamarca.
Atahualpa entró en la gran plaza en su litera, cadencioso hasta la impaciencia y con esplendor imperial ataviado. El Inca estaba a punto de aplastar a los ladrones impertinentes, rodeado de enormes efectivos. Cuando ocupó su sitio en el tablero, el dominico fray Vicente de Valverde tuvo el valor de acercarse a él. Su única arma era un libro sagrado, una Biblia o un breviario.
Se dirigió al Inca hablándole de la Santísima Trinidad y de su obediencia al Emperador cristiano. Con enojo lo escuchó el gran Atahualpa, que pidió su libro para arrojarlo con claro menosprecio al suelo. ¡Blasfemia! Fray Vicente clamó justicia e impetró a Pizarro a defender el honor de Nuestro Señor.
Los caballeros surgieron furiosos de sus escondrijos y con furia alancearon a los guerreros incas, que se sintieron tan desconcertados como desbordados. Francisco y sus infantes se lanzaron espada en mano contra el séquito de Atahualpa, desgarrando a muchos con sus afilados aceros. El Inca vio atónito como su poder se tambaleaba en cuestión de momentos. Acabó precipitado de su orgullosa litera por el mismo Pizarro, el siguiente señor del Perú que años más tarde tendría un final trágico a manos de sus rivales españoles. Las guerras civiles y las trágicas caídas conmocionaron a aquella tierra andina en el turbulento siglo XVI.