EL ABSOLUTISMO CONTRA EL BANDOLERISMO. Por Víctor Manuel Galán Tendero.
Conseguir o preservar el orden público en los caminos españoles ha sido una tarea muchas veces complicada. La historiografía ha apuntado la relación entre delincuencia y problemas sociales, enquistados en las realidades locales frecuentemente. Detener robos y otra clase de delitos parecía tarea casi imposible para más de uno.
En el siglo XVIII se acentuó la militarización de los servidores del orden. La Santa Hermandad de Talavera pidió en 1784 que sus ministros gozaran de la condición militar, con las distinciones de los de Toledo en 1762.
Aquel año, la monarquía de Carlos III pareció dispuesta a dar la batalla contra las cuadrillas de ladrones, contrabandistas y malhechores perturbadoras del comercio. Las hermandades se encontraban desbordadas en muchos casos. A 29 de junio dio una instrucción sobre las compañías y otra destinada a los capitanes generales.
Se llamó la atención sobre las dos Castillas, Extremadura, Andalucía, Aragón, Valencia y Cataluña en relación a las compañías voluntarias de infantería ligera y escuadrones de caballería.
Se permitió que sus jefes pudieran actuar con autonomía de los capitanes generales para ganar eficacia. Cada provincia tendría un número determinado de oficiales, que formarían su consejo de guerra para juzgar a los delincuentes, aunque las autoridades superiores tuvieran la última palabra en la sentencia definitiva. Las justicias locales y los comandantes del resguardo (como el de las rondas de escopeteros de Valladolid) les prestarían todo su apoyo.
Aunque se reconociera que las tropas se encontraban muy ocupadas, los capitanes generales asumirían el mando de la lucha en su demarcación, con las fuerzas oportunas. La Mancha, sin capitanía general propia, fue encomendada al comandante de la brigada de carabineros reales. El gobernador de Madrid también recibió competencias al respecto. El capitán general de Guipúzcoa debía velar por el orden de Vizcaya y Álava.
Deberían informarse de los movimientos de los malhechores y mantener libres los caminos. Los encubridores serían castigados. Según el ideario del Despotismo ilustrado, deberían detener a los llamados vagos, entre los que se incluía a la población gitana de forma general. Se les aplicaría o destinaria a la industria. En tales disposiciones podemos apreciar la raíz social de la delincuencia en la España coetánea.
Cada partida recibiría la gratificación de sesenta reales por cada delincuente apresado. Los oficiales percibirían la ración de paja y cebada por sus monturas, cobrándola en metálico los del ejército.
Se puso particular énfasis en la persecución del contrabando de tabaco, perjudicial para las rentas reales. En su aprehensión (además de la de la plata y el oro) se requeriría la presencia del escribano de la partida del resguardo más inmediata.
Tales medidas no solucionaron los problemas y la guerra de la Independencia los agravó. Las espesuras de los montes del término de San Clemente fueron consideradas puntos de refugio de bandoleros. Celadores de las mismas como Diego Ángel Moraleda fueron nombrados jefes de partidas guerrilleras. En 1809 pidió que se comisionara a su hermano Pedro como agente de seguridad.
El 22 de agosto de 1814 el gobierno absolutista achacó el aumento de la delincuencia a los desertores del ejército regular y a las guerrillas, que se aprovecharon del desgobierno liberal, según su entender, por lo que se restablecieron las instrucciones de 1784.
Las escuadras de Valls y rondas volantes en Cataluña, la compañía suelta en Aragón, la compañía de fusileros en Valencia y dos compañías de escopeteros en Andalucía debían de guardar las leyes vigentes en 1808, antes de toda transformación liberal.
Lo cierto es que los problemas siguieron en pie y los oficiales apenas cobraban un real por su ración. La pobreza en España era abundante y el 12 de marzo de 1821 (ya con los liberales en el poder) se acordó abonar seis reales diarios como ración de campaña. La milicia nacional también cargaría con el mantenimiento del orden público, un problema que parecía no tener fin en aquella España dividida entre absolutistas y liberales.
Fuentes.
ARCHIVO HISTÓRICO DE LA NOBLEZA.
Cédula Real, Baena, C. 157, D. 109.