DONETSK, ¿EL TRIUNFO DE LA VOLUNTAD? Por Antonio Parra García.
La invasión, ocupación y anexión rusa de Crimea el pasado 2014 fue un hito histórico. La gigantesca Rusia recuperaba territorio tras el colapso de la Unión Soviética. La Era de los Trastornos parecía quedar atrás.
El orgullo patriótico ruso tan exaltado durante la II Guerra Mundial había latido con fuerza durante la época soviética, entre otras razones porque la geopolítica de la URSS siguió los imperativos del viejo imperio ruso. Las protestas nacionalistas de los pueblos bálticos y de otros muchos que concluyeron con la secesión se dirigieron contra la preponderancia de Rusia y de los rusos, que fueron vistos como quintacolumnistas en los flamantes Estados post-soviéticos.
El abatimiento de la Rusia de Yeltsin en Chechenia acreditaba el desastre de un país quebrantado por el caos económico y el crimen organizado. Muchos temieron la subida al poder de unos radicales que abocaran a una aventura militar de consecuencias impredecibles.
Entre 1998 y 2000 no llegó al poder de Rusia un militar torpe y fanfarrón, sino un hombre sibilino y despiadado: Putin. Este auténtico zar ha sabido congraciarse con la oligarquía y reprimir la oposición, ganando posiciones en el exterior. La ofensiva que lanzó contra Georgia en el verano del 2008 fue elocuente de su estilo y de la recuperación rusa.
Putin es un jugador de riesgo astuto y calculador. Ha sabido aprovechar con maestría la indefinición de la Unión Europea como gran potencia internacional y el nuevo aislacionismo de unos Estados Unidos que han desertado de la escena tras los sonados fracasos de la Primavera Árabe. Su lectura se acerca a la de algunos estrategas islamistas: Occidente carece de arrestos.
Ciertamente no puede lanzar a Rusia a una suicida guerra total por territorios ucranianos, pero puede maniobrar a la sombra de los separatistas prorrusos. La República Popular del Donetsk se ha beneficiado de ello en momentos muy delicados.
Los recientes intentos de cese de hostilidades son una constatación del fracaso ucraniano. Cuando Kiev ha anunciado su intención de movilizar mayores fuerzas, Berlín y París han saltado para frenar la ulterior reacción de San Petersburgo. El enredo griego, que parece recuperar la cuestión de Oriente, ha añadido nuevas complicaciones.
Alemania no quiere que la sangre llegue al río por cercanía geográfica y otras razones muy comprensibles. Y no sólo por los temas energéticos. Una postura más enérgica recordaría la del II y III Reich, cuando conmemoramos los centenarios de la Gran Guerra, perjudicando no pocos negocios. En Europa Oriental los rusos no son populares, pero los alemanes deben de andarse con pies de plomo.
Francia se enfrenta a la terrible amenaza del terrorismo islamista, que se ha avivado con la guerra civil de Siria, antiguo mandato francés y objeto de deseo soviético. Cooperar de una manera o de otra es necesario. La ilusión de gran potencia de Francia es también clara, en especial cuando la extrema derecha anda crecida. París y San Petersburgo ya coincidieron durante la última guerra de Irak. Tampoco desea Francia que Alemania decida el futuro de Europa Oriental con Rusia en solitario.
Estados Unidos no ha actuado como la máxima potencia mundial. Ha abdicado de su autoridad, como acredita su tibieza ante la reciente ola yihadista. Los proyectos de la OTAN son un pobre sustitutivo. Como Washington no quiere jugar fuerte, los grandes países europeos vuelven a jugar con cierta libertad en la política continental, sea en Grecia o en Ucrania. Mientras la UE se desdibuja, aparecen con fuerza Alemania, Francia, Gran Bretaña y Rusia.
¿En qué quedarán las conversaciones en curso? Quizá en una componenda en la que Ucrania termine reconociendo una separación de hecho. En la convulsa Europa de hoy Rusia tiene mucho margen de maniobra.