DOCUMENTO HISTÓRICO. La Semana Santa de Málaga vista por un protestante en el XVIII.
“Me encontraba en Málaga en Semana Santa, y aunque sus ceremonias no son comparables a las de Barcelona, presentan cierta solemnidad y constituyen una distracción para el vulgo.
“El jueves por la mañana se depositó la Sagrada Forma en un mausoleo construido para la ocasión a un coste muy alto; y colgaron una de sus tres llaves del cuello del obispo, quien, después de dejar allí a algunos canónigos para que vigilaran y guardaran el monumento durante toda la noche, se retiró a comer con trece hombres, cuyos pies lavó a continuación.
“Por la noche cantaron el miserere, acompañado de una música suave. Lo hicieron con tanta expresión, que las personas dotadas de sensibilidad difícilmente podían retener las lágrimas.
“A las siete de la mañana del viernes, unas diez mil personas se reunieron en la plaza mayor para presenciar las procesiones; pero justo cuando un crucifijo entraba por una esquina, y la Santa Virgen y el discípulo amado hacían su aparición por otra, una lluvia repentina obligó a la multitud a dispersarse en busca de cobijo. Desgraciadamente, esto impidió el encuentro de la Madre con su Hijo y que una serie de imágenes diferentes desempeñaran su papel. San Juan habría expresado su pesar levantando el brazo, la Santa Virgen se habría desmayado y todo el pueblo congregado habría roto a llorar.
“Por la noche, todos se dirigieron a la catedral, donde se apagaron las luces sagradas y se cantó el miserere una vez que la hostia fue retirada del monumento y colocada en el altar mayor. Para un buen católico, este debe ser un monumento muy esperado, pues puede obtener mil sesenta días de indulgencia cada vez que repite: “Alabados sean los sagrados corazones de Cristo y de la Virgen.”
“El sábado por la mañana se anunció la resurrección con las muestras de júbilo habituales, y todo el mundo se dispuso a celebrar la fiesta. Para ello, la noche anterior se habían llevado al mercado más de mil corderos, y, siguiendo el ejemplo de los israelitas, las familias que podían permitirse un lujo semejante, compraban uno, ansiosas de poder guardar así el recuerdo de la pascua cristiana. Se volvieron a encender y a consagrar las luces, y para representar la luz brillante de la Iglesia se colocó cerca del altar un cirio de cera de doce pies de alto y otras tantas pulgadas de diámetro, atravesado por cinco clavos. La asistencia a esta ceremonia proporciona ochenta días de indulgencia. Su valor puede calcularse tanto en dinero como en castigos corporales, pues, según indica el señor Gibbon, que en este caso es un testigo competente, un año de penitencia equivale a cuatro libras para los ricos, nueve chelines para los pobres o tres mil latigazos para cualquiera.”
Joseph TOWNSEND, Viaje por España en la época de Carlos III (1786-1787), Madrid, Ediciones Turner, 1988, pp. 317-318.
Selección de Víctor Manuel Galán Tendero.