CHINA Y LA ESPAÑA DEL SIGLO XIX. Por Víctor Manuel Galán Tendero.
El desplome del orden imperial de China a lo largo del atribulado siglo XIX tuvo consecuencias trascendentales, que hicieron la fortuna de potencias entonces tan expansivas como Gran Bretaña. La España de la época tuvo que hacer frente a su vez a importantes problemas de orden interno y su posesión de las Filipinas no le permitió hacer valer su fuerza en el nuevo escenario asiático. Es más, la emancipación de la mayor parte de Hispanoamérica dejó a aquéllas casi aisladas, rota su conexión legal con la antigua Nueva España, algo que la construcción posterior del canal de Suez no logró subsanar del todo. A pesar de ello, la suerte de China no fue indiferente a los inquietos españoles que recorrieron el Asia del XIX.
El consumo de opio, ya difundido entre los chinos de la diáspora, ganó considerable terreno en el Imperio Celeste de principios de aquel siglo, pues se convirtió en el medio de penetración económica y moral más eficaz de los británicos. Llegó a convertirse en una verdadera epidemia, que desafió a las autoridades chinas y descubrió sus contradicciones. Los comerciantes españoles, más allá de la Real Compañía de Filipinas, participaron activamente en su comercio, endeudándose desde 1825 con casas británicas y estadounidenses. Aunque en 1828 se autorizó el cultivo del opio y su exportación desde Filipinas, su gobernador se mostró remiso a aplicarlo.
La junta de comercio de Cádiz propuso en 1838 vender azogue de Almadén en China, puente mercantil hacia el imperio japonés, con importantes explotaciones mineras. El interés claro por acceder al mercado chino llevó a los españoles a apoyar logísticamente a los británicos en la primera guerra del opio (1839-42). Los vapores británicos que partían de la entonces británica Singapur eran de gran importancia para los españoles de Filipinas. A la altura de 1844, las tierras filipinas habían dispensado cincuenta y cinco mil pies cúbicos de madera para la construcción de la colonia de Hong Kong. Menos éxito tuvo el arroz filipino en el mercado chino por la bajada de precio de la producción local.
Un hombre tan polifacético como Sinibaldo de Mas, cónsul general de España en China, fue un incansable informador y un activo abogado de los intereses hispanos. La pobreza empujo a muchos chinos, cada vez más numerosos, a la emigración y las autoridades españolas quisieron captarlos desde 1853 para trabajar en Cuba en unas condiciones ciertamente precarias, coincidiendo con la expansión de la producción azucarera, el descontento social en la isla, el temor a una revuelta negra y la persecución británica de la trata esclavista africana.
Cuando en 1856-61 estalló una nueva guerra del opio, España adoptó una actitud más cautelosa, aunque en Cochinchina secundara a los franceses. El cónsul general, el requenense Nicasio Cañete y Moral, deploró que los comerciantes chinos no acudieran a Cantón, Hong Kong o Macao como se esperaba hacia 1858 por presión de los mandarines, algo que contrastaba con la mejor voluntad del imperio japonés en aquel momento, que había accedido a un tratado con Estados Unidos que abolía su monopolio comercial. Tal actitud china era una manera de aminorar los efectos de los llamados tratados desiguales con los occidentales.
España deseaba gozar en China de una apertura mercantil similar a la de Gran Bretaña y Francia. En 1864 se alcanzó un tratado de libre comercio, que dio pie a mayores ambiciones. La unión telegráfica de Manila y la costa china se planteó en 1866, con posibilidad de introducirse el cableado a las provincias interiores del imperio, algo que sus autoridades contemplaron con desagrado. Los denostados extranjeros eran transigidos por imposición en los puertos costeros, una circunstancia que se deseaba extender de ningún modo bajo cualquier pretexto. Los españoles no dejaron de sopesar las dificultades de una China en plena ebullición, en anarquía según el lenguaje de la época, pero la actitud desenvuelta del proyecto telegráfico de los rusos desde la frontera mongola hasta el Pacífico les dio fuerzas. Quizá el mismo emperador de China podría reembolsar los gastos de su construcción en anualidades a lo largo de ocho o diez años. En 1867 una compañía estadounidense, todo un aviso de futuro, propuso tender un cable submarino hasta la isla de Luzón. En 1869 Manila podía enlazarse con el telégrafo de Singapur a Hong Kong.
Los disturbios en 1870 contra los franceses en Tien-Sin, que costaron la vida a varios religiosos católicos, no dejaron indiferentes a la España del sexenio democrático, que contempló con vivo interés el desarrollo del comercio asiático, especialmente las iniciativas de otras potencias mejor situadas en la carrera. Como en 1871 los británicos se interesaron por promover el comercio de Europa y Estados Unidos con China, las posesiones españolas en Asia y Oceanía cobrarían renovado valor. España debería reformar su legislación mercantil, fiscal y financiera en sentido más liberal. Dentro de estos proyectos, China podía abrir consulados en Gran Bretaña, Estados Unidos, Países Bajos y España para familiarizarse con los usos occidentales. Asimismo, para explotar sus minas de carbón podrían acudir a empréstitos británicos, estadounidenses o rusos a cambio de la gestión de las rentas de sus aduanas.
También se siguió con interés la iniciativa de los rusos de enviar jóvenes a Pequín a aprender el chino para que negociaran en el interior la adquisición de las cosechas, algo que debería ser imitado por otros a la hora de explotar las minas de hierro y carbón. La mejora de los caminos de China y de sus arsenales marinos, con vistas a proceder contra la piratería, sería de gran ayuda para el comercio. Se sugirió que la armada española colaborara con la china contra los piratas, pero en 1877 las autoridades de Filipinas temieron el poder de la remozada marina de guerra china, por mucho que la corruptela de los mandarines mermara sus efectivos reales. Varias de sus nuevas unidades navales, construidas con los métodos más modernos de su tiempo, estaban comandadas por capitanes occidentales, nada tradicionalistas precisamente.
Los españoles de Filipinas no solo temieron las naves de guerra de la China imperial, sino también la inmigración de trabajadores chinos, mirando con preocupación lo experimentado en Estados Unidos, tierra de llegada de muchos de ellos. En 1886 se pensó que se dedicarían fundamentalmente a la industria y al comercio, siguiendo una línea que se remontaba al siglo XVI, extrayendo el dinero del archipiélago y dejando el vicio del consumo del opio. Según esta visión negativa y llena de prejuicios, nunca tomarían vecindad en Filipinas para alentar su agricultura. Más tarde o más pronto retornarían a su China natal. Aun así, la cuestión continuó debatiéndose años después.
En plena eclosión de las ideas imperialistas, Japón se enfrentó a China entre 1894 y 1895, derrotándola y arrebatándole dominios como Formosa (la actual Taiwán). Ante la debilidad china, Rusia, Francia y Alemania se hicieron con dominios del Imperio Celeste en 1898-99, lo que alentó la protesta e insurrección de los bóxers. Aunque el final oficial de aquel conflicto tuvo lugar en 1901 en la embajada de España, nuestro país no pudo desempeñar gran papel en aquella declinante china por la pérdida de su propio imperio asiático y oceánico en el 98. El juego internacional no solo fue despiadado para los chinos.
Fuentes.
Archivo Histórico Nacional.
Fomento de Filipinas. Negociado de Ultramar, 455, Expediente 21.