CASTILLA ANTE EL ESPEJO DE LA HISTORIA. Por Víctor Manuel Galán Tendero.
La Historia de Castilla se encuentra presidida por el Cid Campeador y por don Quijote, dos figuras de la cultura universal que han sido dos de sus más timbrados embajadores. Incluso cuando los franceses vieron amenazada su capital por los españoles en 1635 no dejaron de sentirse subyugados por la figura de don Rodrigo Díaz de Vivar. A lomos de sus célebres corceles cabalgaron por los campos de la ancha Castilla. Los románticos, grandes apasionados de nuestra literatura, los ensalzaron justo cuando España convalecía de la guerra contra Napoleón. Bajo un absolutismo desnortado se perdieron los activos de las Indias. No se acometieron las reformas necesarias y la prometedora industria de algunas comarcas interiores, como la sedera de Requena, terminaron angostándose. El bandolerismo campó a sus anchas en demasiados caminos de una España que algunos consideraban diferente del resto de Europa. La preeminencia castellana en la Hispania de comienzos de la Edad Moderna jugó otra mala pasada, pues muchos consideraron que el verdadero carácter español era el castellano, olvidando los demás.
Durante el resto del siglo XIX algunos autores trataron de disipar esta identificación exclusiva entre España y Castilla, pero lo cierto es que los escritores de lo que se ha venido conociendo como la Generación del 98, pese a sus orígenes no castellanos en muchos casos, terminaron aquilatando el canon del alma castellana en línea con el idealismo alemán que desembocó en el nacionalismo. La Historia sería consecuencia de un carácter definido y no a la inversa. La batalladora Castilla acostumbrada a combatir a los enemigos de la Cristiandad se ganaría la vida a botes de lanza y desdeñaría el trabajo metódico diario de los oficios. De acendrado idealismo, su quijotismo no encajaría con el mundo contemporáneo. La actitud numantina de los últimos de Filipinas sería un buen ejemplo para las personas de hace cien años.
Varios políticos e intelectuales de la II República se indignaron con la imagen de charanga y pandereta del país de Carmen, pero la Guerra Civil y el franquismo no hicieron mucho por disipar la imagen de una España apartada del resto de Europa, a pesar de librarse en su suelo combates de alcance más amplio. Con su exaltación nacionalista de los Reyes Católicos, el franquismo volvió a dar aire a la vieja imagen de la Castilla guerrera y misionera.
Lo cierto es que la Historia castellana disponía de enormes posibilidades de ser valorada de otra manera, dada la riqueza de sus archivos y el interés que despertaba entre propios y extraños. El desarrollo de la historiografía social más atenta a las realidades cotidianas que a los grandes acontecimientos y la labor de los hispanistas han venido cambiando la simplificada imagen de Castilla.
Ante todo Castilla fue una Corona que abarcó un extenso territorio del Cantábrico al Mediterráneo de una diversidad comarcal y regional más que notable, una variedad que sus administradores tuvieron bien presente a la hora de repartir la contribución de tributos como el de los millones. No obstante, bajo los Austrias los castellanos hablaron de su reino más allá del de Castilla, León, Toledo, Murcia, Sevilla, Córdoba o Jaén, un reino con leyes que el príncipe debía de acatar en teoría y representado en unas Cortes, por muchas deficiencias que en ellas encuentre el estudioso contemporáneo.
Su formación distó de ser fácil. Castellanos y leoneses anduvieron a la greña entre los siglos X y XIII, pese a sus momentos de unión. Su expansión hacia Al-Andalus se las tuvo que ver con imperios tan poderosos como el almorávide y el almohade. Todavía Alfonso XI se enfrentó con las fuerzas de los benimerines. En este periodo se ha visto la clave de su carácter, muy en la línea de la consideración de la frontera como espacio de libertad de Turner, cuyas ideas cada vez se encuentran más desechadas por la historiografía estadounidense. Hoy en día enmarcamos su obra colonizadora y reorganizadora del espacio conquistado dentro de la expansión de la Cristiandad de la Plena Edad Media y con unos criterios menos estrechos de lo que fue el feudalismo se reconoce el carácter feudal de la sociedad castellana. Además, los caballeros castellanos no fueron los únicos que probaron fortuna en la Europa medieval. Castilla no fue tan distinta de otros.
Recientemente Adeline Rucquoi ha puesto de relieve la importancia de Castilla en el concierto de los reinos europeos en el siglo XV. Pese a la debilidad de los titulares de su trono y a las intensas luchas políticas alrededor de ellos, Castilla disponía de importantes ferias, de una notable flota y de grandes riquezas. Atraía a caballeros, peregrinos que iban a Santiago y a artesanos y artistas que querían prosperar en sus villas y ciudades. Ya Pierre Vilar advirtió que bajo las formaciones militares de los contendientes de sus guerras civiles se advertía una población y una economía en crecimiento. La autoridad de sus reyes era en lo teórico más sólida que la de otros monarcas de su tiempo. Solo se necesitó de una persona vigorosa para pasar a la aplicación práctica. En comparación con la Francia del Cuatrocientos sus fundamentos le parecen más sólidos a la autora, que considera que Castilla se ha visto perjudicada por la visión estrechamente carolingia de la historia de Europa.
Tampoco la Castilla de don Quijote parece tan peculiar, ya que el bueno de don Alonso no representó a muchos hidalgos de su tiempo, más atentos a manejar a su antojo la hacienda y la vida de sus villas que a acometer empresas exteriores. En esta Castilla de las oligarquías urbanas, que había experimentado la convulsión de las Comunidades a comienzos del reinado de Carlos V, se desarrollaron los negocios de todo tipo. Al Norte del sistema Central se había consolidado una importante red urbana en el siglo XVI, que aunque puede parecer más modesta que la de los Países Bajos no padeció los desastres de la guerra y disponía de importantes potencialidades. Segovia era un importante centro pañero.
Las guerras de los Austrias endosaron una penosa carga a una Castilla cuyo parlamentarismo había sido vencido en la guerra de las Comunidades. Con un Sacro Imperio complicado de regir, Carlos V hizo uso de su autoridad para cobrar a los castellanos notables contribuciones. Tras su retorno de los volcánicos Países Bajos, Felipe II siguió el mismo proceder pese a ser consciente de su gravedad. Los tesoros indianos sirvieron para extender unos costosos préstamos que después pagaron los pecheros castellanos. Desde la lanera y pañera ciudad de Cuenca hubo quejas sentidas por el elevado coste de las alcabalas hacia 1575-77, cuando la Monarquía se declaró en bancarrota. La elevación de los tributos perjudicaba los negocios y daba ventaja a los extranjeros. Hasta el primer tercio del siglo XVII algunas poblaciones del corazón castellano aguantaron lo mejor que pudieron, pero la persistencia de la política de guerras en circunstancias cada vez más críticas, que también alcanzaron a otros países de Europa, fueron un duro golpe. Ante los malos tiempos muchos castellanos se refugiaron en las exenciones y en los privilegios para evitar lo peor en lo personal.
En el siglo XVIII Castilla se restableció parcialmente. Mientras algunas poblaciones parecían ver pasado su esplendor, otras como Requena gozaron de una nueva vida. A finales de aquel siglo Soria no se había convertido todavía en la zona despoblada de comienzos del siglo XX, algo que se produciría tras el desmantelamiento de la Mesta. Muchos especialistas del sector ganadero perdieron su modo de vida y tuvieron que partir a otras tierras. Hoy en día vemos como una metrópolis como Detroit se enfrenta a una triste suerte por el declive de su industria automovilística. Estos problemas nos deben de hacer ver con más detenimiento una Historia llena de altos y bajos en la que no hay tanta excepcionalidad como a veces se ha sostenido.