CARTAGO, A LA CONQUISTA DE LA PENÍNSULA IBÉRICA. Por Víctor Manuel Galán Tendero.
Tras la primera guerra púnica, los cartagineses distaron de darse por vencidos ante Roma. El dominio de la península Ibérica, rica en metales preciosos y pródiga en fuerzas mercenarias, permitiría que rehicieran su poder imperial. La familia de los Barca, con tanta importancia en Cartago, dirigió aquella empresa, que tuvo un acusado carácter helenístico tanto por la grandeza de sus objetivos como por la de sus principales protagonistas: Amílcar, Asdrúbal y Aníbal. Aunque sus caracteres fueran distintos, los tres supieron emplear las armas y la diplomacia con igual destreza.
En el 237 antes de Jesucristo las huestes de Amílcar desembarcaron en la fenicia Gadir, donde contarían con las simpatías de parte de sus gentes. Los conquistadores cartagineses no llegaron a una Península de desperdigadas tribus, sino de Estados en competición, de los que todavía no disponemos de toda la información que desearíamos.
Surgidos de la disolución de Tartessos, los turdetanos escogieron como dirigente militar a Istolacio, un hombre prestigioso entre ellos. La rapidez de la respuesta turdetana y la contratación de fuerzas iberas y celtas sugiere algo que iría más allá de lo ocasional. Quizá los turdetanos dispusieran de una alianza más estable, provista de instituciones de coordinación e incluso de un fondo económico común, su tesoro, al modo de una liga griega.
Istolacio fue derrotado, y Amílcar tuvo la habilidad de incorporar a su ejército a tres mil guerreros de sus oponentes, que cambiaron de bando ante el triunfo del mejor postor. No obstante, los turdetanos no habían agotado todas sus energías. Al mando de un nuevo comandante, Indortes, lanzaron una segunda ofensiva. Amílcar frenó la resistencia aplicando la guerra psicológica del terror, al modo helenístico. Ordenó torturar, arrancar los ojos y crucificar a la plana mayor de sus enemigos turdetanos.
Aunque conquistador triunfante de la oretana Cástulo, Amílcar terminó derrotado y muerto ante Heliké por el astuto gobernante Orissón. Desbarató el cerco cartaginés lanzando toros provistos de antorchas, mucho más efectivos que los habitualmente contraproducentes elefantes. Polibio nos informa que Orissón sabía jugar bien en el tablero diplomático, concertando con sus enemigos un pacto que más tarde quebrantaría. Su poder no era escaso, pues al ser posteriormente vencido por Asdrúbal entregó hasta doce ciudades.
Los pactos con los poderes locales eran muy inestables, y los cartagineses tuvieron la precaución de fundar establecimientos militares como Akra Leuka y Qart Hadashart, dotados de sofisticados sistemas de defensa. Aunque los cartagineses justificaron sus acciones ante Roma como el medio para saldar los 3.200 talentos de indemnización por la pasada guerra, sus conquistas pusieron en tela de juicio el tratado del -348.
De momento, los romanos no emprendieron ninguna acción en la Península, y los cartagineses siguieron extendiendo su poder. El reclutamiento de las gentes celtas del interior reveló sus peligros cuando Asdrúbal cayó ante un servidor del caudillo Tago. Por ello, el joven Aníbal incursionó de manera arriesgada contra los olcades. La extensión de su empresa hacia territorio vacceo sugiere, más allá del deseo de aprovisionarse, una alianza con los olcades, al modo de la que mantuvieron oretanos y carpetanos.
Desde la retaguardia celtíbera, Aníbal alentó en el -219 a los turboletas contra Sagunto, cuyo martirio sería el prólogo de la segunda guerra púnica. En las negociaciones anteriores a su destrucción intervino Alcon por los saguntinos y por los cartagineses Alorco. Tanto uno como el otro eran dos notables peninsulares. Al corriente de las tempestuosas relaciones entre Cartago y Roma, los aristócratas saguntinos terminaron por inmolarse con su tesoro público y sus bienes particulares. Expresaron así que Roma no conseguiría su riqueza por medio del tributo cartaginés, sino luchando en el campo de batalla. En la gran disputa por el dominio mediterráneo, los príncipes y aristócratas de la Península fueron algo más que títeres en manos de otros más poderosos.
Para saber más.
Nigel Bagnall, The Punic Wars, Nueva York, 2005.