CABALLEROS CONTRA JINETES EN LA ALTA EDAD MEDIA. Por Víctor Manuel Galán Tendero.
En el siglo V los dominios romanos fueron atacados por consumados jinetes como los hunos, que hicieron de la rapidez de sus maniobras una de sus armas más mortales. En los siguientes quinientos años otros conquistadores, como los ávaros y los magiares, honrarían la manera de combatir de los caballeros de Asia en Europa, la de los partos capaces de disparar sus arcos desde sus monturas para aniquilar a sus agotados perseguidores.
Antes que los conquistadores mongoles o tártaros volvieran a desafiar amenazadoramente Europa en el siglo XIII, los europeos de Occidente y Oriente desarrollaron sus unidades de caballería, pero con unas características muy distintas en líneas generales a la de los jinetes asiáticos de las estepas.
La caballería pesada, la de los catafractos, de los persas sasánidas y de los romanos de la Antigüedad Tardía sirvió de modelo y referencia, especialmente con la difusión por el Oeste europeo de los estribos y de la silla de montar.
En el siglo X los bizantinos habían superado muchos retos militares y dispusieron de poderosas unidades de caballeros armados pesadamente. Tanto sus jinetes como sus monturas se protegieron con fuertes armaduras. El caballero protegió su torso con una armadura de escamas, su cara con una cota de mallas, sus piernas y antebrazos con piezas de metal o de cuero endurecido y su cabeza con un casco. Su caballo se cubrió con otra armadura de escamas, protegiendo su testuz con otra pieza defensiva. Su pequeño escudo circular se concibió para cargar con la lanza en ristre. Los sabios estrategas bizantinos, conocedores de su lentitud, la emplearon en determinadas circunstancias tácticas, como las de quebrantar una sólida formación enemiga.
Los francos, maestros en el manejo de su característica hacha (la francisca), también terminaron gestando cuerpos de caballería pesada. Ya los visigodos habían dispuesto entre los siglos VI y VII de caballeros pesadamente provistos de cascos y armaduras de escamas. En la batalla de Poitiers (732) los francos, como si fueran un muro según los cronistas, no se enfrentaron a un ejército de caballería musulmán según se había concebido en un principio, pero tampoco dispusieron de fuerzas montadas como las de décadas posteriores, al parecer de ciertos autores. Lo cierto es que bajo Carlomagno la caballería pesada ya se encontraba perfectamente conformada entre ellos.
El lancero carolingio fue menos numeroso que el infante, al requerir de medios y equipos muy superiores, que justificaron ciertas concesiones de bienes, lo que alimentaría el desarrollo del feudalismo. Su byrnie o armadura de escamas protegió su torso y muslos. Las grebas y un casco metálico rodeado de un grueso anillo igualmente metálico completaron su protección. Junto a la lanza de rigor, hemos de reparar en sus amplios escudos redondos, forrados con cuero y afirmados con clavos metálicos en sus junturas. Tales escudos protegieron gran parte del cuerpo de un guerrero, que alineado con otros compañeros de armas conformó una fuerte línea defensiva e incluso ofensiva, ya que semejantes escudos se mostraron muy a propósito para golpear y herir al enemigo. Quizá el lancero descabalgara en alguna ocasión, como si de una unidad de dragones del siglo XVIII se tratara.
De todos modos, los carolingios dispusieron habitualmente su caballería pesada en varias líneas, de tres a cinco, con la intención de desgastar al adversario hasta la aniquilación. Tras chocar la primera línea, se retiraba por los flancos a la retaguardia, entrando en acción la segunda, y así sucesivamente hasta alcanzar la victoria.
La división del imperio carolingio no entrañó la desaparición de la caballería pesada precisamente y sus reinos herederos la cuidaron a través de los mecanismos feudo-vasalláticos. A finales del siglo IX los caballeros post-carolingios tuvieron que medirse en el campo de batalla con los jinetes húngaros o magiares, los arqueros montados, diestros en el lanzamiento de jabalinas.
En la batalla de Brenta (899) aniquilaron a las unidades de caballería pesada lombardas con astucia. Tras fatigarlos dejándose perseguir largamente, llegaron los húngaros al lugar donde se encontraban sus caballos de refresco. Al montarlos, emprendieron un feroz contraataque que fulminó a los lombardos.
Una suerte muy distinta corrieron los jinetes húngaros en la batalla de Lechfeld (955), cuando la caballería acorazada de la Francia Oriental bloqueó su ruta de retirada, obligándoles a una confrontación directa que les resultó fatal, aunque una parte de sus fuerzas logró maniobrar de flanco. La victoria de Otón I en Lechfeld permitió establecer el Sacro Imperio Romano Germánico y obligó a los húngaros a remodelar su reino según patrones post-carolingios.
La competencia entre jinetes ligeros y caballeros pesadamente armados se prolongaría a lo largo de la Edad Media, en la Hispania de la Reconquista y en la Tierra Santa de las Cruzadas, puntos donde unos y otros ofrecerían buenos argumentos a favor de su particular manera de combatir.