BENEFICIARIOS DE LA ESPAÑA IMPERIAL. Por Víctor Manuel Galán Tendero.
Si confiamos en las palabras de sus discursos más destacados, como ante los procuradores de las Cortes de Castilla, se diría que Dios y el rey fueron los grandes beneficiarios de los esfuerzos imperiales. En otras palabras, los súbditos sacrificaron vida y hacienda graciosamente. El bienestar y el prometedor provenir de la economía castellana se echarían por la borda ante el aluvión de compromisos para preservar una monarquía católica. Ser una potencia destacada resultaría ser una terrible maldición.
Tales males, por si fuera poco, se agravarían por la influencia conseguida por hombres de negocios extranjeros en las Españas, fueran de poderes aliados o enemigos. Las riquezas del imperio no revertirían en manos españolas.
¿Por qué entonces no se soltó lastre imperial? A veces se intentó, como cuando en 1598 Felipe II nombró gobernadora de los Países Bajos a su hija Isabel Clara Eugenia junto a su marido el archiduque Alberto de Austria. A finales del XVIII, surgieron planes de erigir los virreinatos americanos en monarquías de la gran familia borbónica española. Con todo, el control y los compromisos se mantuvieron.
Mantener la carga ocasionó más de una rebelión, más allá de 1640, y las nuevas imposiciones alimentaron el descontento hispanoamericano que condujo a la independencia. El movimiento de las comunidades demostró que en Castilla tal estado de cosas no se aceptó de buena gana de entrada.
Por mucho que se ensalzara a Castilla en algunas deliberaciones del Consejo de Estado, la inmensa mayoría de sus gentes, de sus pecheros, no ganaron nada con la política imperial. Todo lo contrario, pagaron de más.
La victoria frente a los comuneros se logró con el apoyo de dos importantes fuerzas sociales, con intereses comunes: la alta nobleza y los grandes mercaderes de lana, muy relacionados con los Países Bajos. Los turbulentos nobles castellanos del siglo XV supieron sacar tajada del Estado castellano a través de acostamientos o pagos por servicios militares y de concesiones de impuestos como las alcabalas u otros. Al acatar a doña Isabel y a don Fernando, tras no pocos roces, consiguieron importantes honores de forma más apacible y pudieron beneficiarse de responsabilidades y prebendas en los nuevos dominios. Los Austrias prosiguieron tal línea, confiándoles virreinatos y el mando de poderosos ejércitos. Su obediencia no fue gratuita en absoluto. Aunque los gastos de servicios pudieran acosar a más de una casa de la alta nobleza castellana, las oportunidades de honores y lucro resultaron más atractivas, hasta tal punto que muchos nobles no castellanos se quejaron de su marginación en las concesiones. Algunos grandes de Castilla entroncaron con casas de origen foráneo y ostentaron títulos de otros reinos de la Monarquía, cuya alta aristocracia fue una verdadera fuerza internacional.
Las guerras de los Países Bajos castigaron bastante a los hombres de negocios del Norte de Castilla, pero el orden de la monarquía autoritaria también les dispensó honores y oportunidades de lucro nada desdeñables, como el arrendamiento de los impuestos. En Sevilla se consolidó una notable comunidad mercantil, atenta al monopolio comercial con las Indias. Los Borbones, más tarde, trasladarían la sede a Cádiz, pero las ventajas legales de tal comunidad duraron bastante, y su preeminencia sobrevivió a la abolición del monopolio.
La consolidación del Estado autoritario y la expansión del siglo XVI afirmaron el grupo de los letrados, esenciales para el nuevo orden monárquico. Ejercieron de escribanos, abogados, contadores, oidores, corregidores y secretarios. Su asistencia y consejo fueron tan buscados como procurados, y las universidades se llenaron de estudiantes de Derecho, un saber igualmente apreciado por la nobleza. No pocos de los letrados y de sus familias ascendieron socialmente, entroncando con gentes acaudaladas, como sucedió en las Indias, donde su papel fue esencial. No desdeñaron, desde luego, títulos de nobleza, al igual que en otros lugares de Europa.
El clero compartió ciertos rasgos con los letrados, como el estudio del Derecho (en su caso el Canónico) y el gusto por las letras a nivel general. Bajo la autoridad de la monarquía, la del regalismo celosamente defendido frente a los Papas, arzobispos, obispos, abades y priores se convirtieron en sus servidores. Se promocionó a los religiosos más capaces y más fieles. Con tales planteamientos, la inquisición se convirtió en una preciada arma del autoritarismo real, como se vio en Aragón. En las Américas y en Filipinas, el poder y la riqueza del clero se acrecentaron notablemente, y el imperio español apareció como claro representante del poder católico a nivel mundial.
Del imperio no solamente sacaron producto los nobles con cargos distinguidos, los grandes comerciantes al socaire del monopolio, los letrados que llegaron a ser consejeros o los arzobispos con aspiraciones, sino también los poderosos locales, muy apegados a sus privilegios y especialmente orgullosos de sus linajes, aunque no gozaran de la condición hidalga. Algunos sirvieron al rey en el ejército y en la administración, pero su imperio no abarcó las tierras de la Monarquía, sino sus propios términos municipales. Aquí hicieron y deshicieron a su antojo con los bosques, las dehesas, las aguas, los terrenos de cultivo, las reservas de cereal o los cobros de los impuestos, ya que a cambio de su colaboración se consiguieron las mejores energías de los castellanos. Salvando distancias y diferencias, el método fue aplicado en las Indias castellanas. En consecuencia, no resulta nada extraño que con el tiempo a los poderosos locales se les llamara caciques en la misma España.
Alrededor de la fidelidad al rey se tejieron bastantes lazos e intereses, que fueron la médula del orden imperial. En el siglo XVIII, con unas ideas menos universalistas y más españolas, nobles, eclesiásticos, burócratas y comerciantes continuaron beneficiándose del imperio, con el añadido de emprendedores de otros territorios como Cataluña y de los militares, con el mayor despliegue del ejército profesional en América. El más reducido imperio del XIX concitó el interés de grupos muy similares, dentro de los cánones del liberalismo. Parejamente, los grupos populares asumieron nuevas cargas, como el penoso servicio militar en ultramar. La pérdida de 1898 arrancó una sentida queja, pero no significó el fin de España ni de lejos, pues no todos los españoles habían sido beneficiarios del imperio.