ARBITRISMO MILITAR. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

03.06.2017 13:14

                

                A finales del reinado de Felipe II, las fuerzas de la Monarquía hispánica se encontraban muy comprometidas en distintos frentes de guerra. Se combatía en los Países Bajos y en Francia. Proseguía la lucha contra Inglaterra. Las alteraciones aragonesas habían hecho temer la aparición de un segundo Flandes en la Península a los consejeros reales.

                La afluencia de metales preciosos desde las Indias no solucionó el agotamiento financiero de una Monarquía que pronto declararía su tercera bancarrota, la de 1596. La subida de las alcabalas y la imposición del servicio de millones habían gravado penosamente las actividades económicas y provocado no poco pesar en muchas localidades de la Corona de Castilla, el núcleo del imperio español.

                En este ambiente de preocupación florecieron los autores que brindaron consejos o arbitrios a las autoridades para salir del atolladero. Durante tiempo, los arbitristas fueron el blanco de muchos dardos. Acusados de proponer disparates y de ser unos arribistas ambiciosos en el pasado, hoy los contemplamos con mayor serenidad. Aun reconociendo el valor desigual de sus aportaciones, se les ha hecho justicia como precursores de la economía política y animadores de una primigenia opinión pública, más franca bajo el reinado de Felipe III.

                La reforma de las fuerzas armadas no escapó a esta tendencia, según demuestra la obra Cuerpo enfermo de la milicia española, que en 1594 dio a la imprenta el veterano militar Marcos de Isaba. Hombre experimentado, expresó su amor a España en esta obra. Bien se puede decir que en el multinacional ejército de los Austrias, compuesto por muchas tropas a sueldo, la dedicación militar fue un elemento de nacionalización, que se explicaría por la rivalidad y emulación entre distintas unidades de origen común y el orgullo de los soldados españoles. Nuestro autor puso como ejemplo de comportamiento marcial a la gente española en consecuencia.

                Sin embargo, todavía estamos lejos del mundo político de las Cortes de Cádiz y se resalta la debida obediencia de los súbditos hacia el rey, el celoso Felipe II. Al mismo y a sus secretarios y consejeros propondría Isaba sanar el cuerpo enfermo, en metáfora médica tan del gusto de la época, lo que exigía honrar a los soldados valerosos. De su propósito reformista no escapa el sentido y el cumplimiento de los deberes morales, en lo que hizo tanto hincapié la Contrarreforma, cuyos ecos resonarían después en los memoriales del conde duque de Olivares o en los poemas de Quevedo. Las costumbres valerosas acompañarían a la debida disciplina de las compañías de infantería.

                En un tiempo en el que Felipe II recurrió notoriamente a los servicios de los capitanes reclutadores de unidades militares, lo que algunos historiadores han caracterizado como una verdadera privatización de las fuerzas armadas reales, Isaba insistió en las cualidades del capitán, que debía ser disciplinado, honrado persona de mérito, buen cristiano y recibir un entretenimiento o estipendio moderado. Eran las mismas cualidades que se buscaban en corregidores, jueces y otros servidores públicos, muchas veces ausentes.

                De la falta de integridad nacían muchos males, como la inscripción fraudulenta de soldados en las listas de recluta para cobrar más, algo por desgracia muy habitual. Pagadores, comisarios de suministros y alguaciles encargados de supervisar el orden de las compañías incurrían en tal género de engaños demasiadas veces. Las economías vendrían bajando el número de entretenidos o servidores, aumentando el sueldo de los verdaderos soldados y vedando el juego de los dados, en los que tantas pagas se apostaban fatalmente.

                En el fondo, se trataba de problemas de economía moral, que imponían según el autor que el rey obrara con conocimiento y presteza para atajarlos, dentro del autoritarismo de su tiempo. Para Isaba el modelo de soldados era el de los jenízaros de los sultanes otomanos. Esta idealización no tuvo en cuenta las veces en que los jenízaros habían depuesto a algunos sultanes y alzado al trono a otros.

                El autor se mostró seguro de la táctica de combate de la infantería española de su tiempo, la de los tercios, y no se adentró en cuestiones más técnicas de instrucción militar, formación y empleo de las distintas armas. Tampoco ahondó en los problemas demográficos y económicos coetáneos que condicionaron el nivel de las fuerzas armadas reclutadas en Castilla. Sin embargo, defendió un modelo de militar responsable y profesional que hizo de su servicio al rey un motivo de orgullo personal y nacional, algo que fue mucho más allá del simple mercenario.