ALFONSO X, EL DE LOS GRANDES FECHOS. Por Víctor Manuel Galán Tendero.
El rey don Alfonso y sus circunstancias.
Alfonso X es algo más que una figura de importancia histórica: es un verdadero fenómeno histórico. Ensalzado como sabio por muchos y por otros tantos denigrado como un político poco competente, es un monarca controvertido que no se presta a interpretaciones sencillas. Su reinado estuvo marcado por diferentes fechos o empresas: el de la Frontera, el de Allende o de África, el del Imperio e incluso por el de Ultramar. De haber redactado su biografía, al modo de su suegro Jaime I, bien podía haberse titulado el Libro de los hechos. Su política muestra la importancia lograda por la Corona de Castilla tras las grandes conquistas de Fernando III, a cuyas gentes exigió no pocos sacrificios. Además de ocuparse de las grandes cuestiones de sus dominios, también lo hizo de las de sus municipios, fundamentales para su autoridad en unos tiempos marcados por la repoblación.
El 5 de octubre de 1252, a pocos meses de haber iniciado su reinado, otorgó al concejo de Alicante el Fuero de Córdoba con las franquezas de Cartagena, cuando se temía todavía que los musulmanes desalojaran de sus conquistas a los cristianos. Por ello, debía ampararse a todo vecino que perdiera así sus bienes. En consecuencia, nadie podía vender caballos desde allí a los musulmanes. Alicante era, además de un escudo, una punta de lanza de Castilla, y el rey concedió beneficios a los que armaran naves en corso. De todos modos, se comprometió a consensuar con sus dirigentes locales el empleo de sus barcos en campaña.
A finales de 1252 se quisieron moderar los gastos de los particulares en las Cortes de Sevilla, cuando el precio de los productos subía de forma preocupante. Mientras los botines de guerra acrecentaron el gusto por el consumo e incluso por los lujos, las conquistas habían provocado grandes problemas en la producción de alimentos y objetos artesanales. De las áreas conquistadas había marchado bastante población y sobre los mudéjares que permanecían se cernían serios nubarrones. Los repobladores que acudían a cubrir los vacíos dejaron otras tierras atrás, también con sus problemas, y no siempre tuvieron fortuna en sus nuevas vidas. No fue infrecuente que más de uno terminara abandonando sus concesiones de bienes en una localidad fronteriza para probar mejor suerte en otra. Todo ello afectó al patrimonio del rey como al de los nobles y al de la Iglesia, lo que también repercutió en el equilibrio del poder. La herencia de Alfonso fue tan brillante como problemática.
Un monarca ambicioso.
Alfonso no se limitó a la tarea de reconstrucción de sus dominios, sino que la puso al servicio de sus aspiraciones exteriores. No actuó de manera distinta a sus predecesores ni de otros monarcas de la época. Dentro de Hispania, la variopinta Corona de Castilla podía convertirse en el poder dominante sin discusión. En 1252, Alfonso X se entrevistó en Badajoz con Alfonso III de Portugal, acordándose que el Guadiana sirviera de límite entre sus respectivos dominios desde el Caia al mar, el vasallaje del monarca portugués a cambio del Algarve, y su matrimonio con doña Beatriz, hija natural del castellano.
La fuerza de Castilla y León también se quiso hacer visible en el resto de la Cristiandad. El levantamiento del gobernador de Gascuña, Simón V de Montfort, contra Enrique III de Inglaterra fue apoyado por Alfonso. La muerte de Teobaldo I de Navarra en el verano de 1253 amenazó con encrespar el conflicto en el área, pues había conseguido la tutela del joven Teobaldo II el rey Jaime I, interesado igualmente en dominar el reino. El aragonés buscó el apoyo de Enrique III, del disidente infante don Enrique de Castilla y de los también rebeldes señores de Haro. Tal coalición se disipó cuando Alfonso X se alió en 1254 con Enrique III, entregando Gascuña a su hijo el príncipe Eduardo, que casó con doña Leonor, la hermanastra de Alfonso. El monarca inglés, de espíritu cruzado, se interesaría por el dominio de Sicilia para emprender una expedición al amenazado Levante cristiano, y Teobaldo II acabaría inclinándose por Luis IX de Francia. En 1255 fue vencido el infante don Enrique, que marchó a Túnez como caballero de fortuna. Las diferencias con Jaime I se saldaron por el acuerdo de Soria de 1254, en el que se acordó la boda del infante don Manuel con doña Constanza de Aragón, la hija de don Jaime.
Aspirante a ser digno de Justiniano.
Don Alfonso ordenó a partir de 1255 la redacción de unas nuevas leyes para sus dominios. Debían recoger los elementos del Derecho romano que fortalecieran su autoridad real, simplificar las vigentes en los distintos territorios de Castilla y león, y facilitar en mayor medida la aplicación de la justicia. El Espéculo de todos los Derechos respondió a tales necesidades, sosteniendo que la variedad de fueros (a veces menguados e incumplidos) y otras hazañas desaguisadas causaban muchos males. Escrito en castellano, como muchos fueros y privilegios municipales de su reinado, el rey insistía en que las gentes debían entender las leyes, una vez que el latín se había convertido en el idioma de los círculos cultos. Por ende, correspondía a Alfonso como monarca hacer las leyes por razón, sentencia y derecho de las leyes romanas, de la Iglesia y de los visigodos de Hispania. El Espéculo se ocupó, por este orden, de la honra del rey, del adecuado comportamiento de sus vasallos, de la administración de justicia y de la forma de celebrar los juicios. Obra no concluida del todo, debía de servir de guía para la legislación en ciernes. Clara aplicación práctica del saber coetáneo, perfiló un rey que gobernaba por Jesucristo, capaz de alejar la herejía (con el recuerdo vivo del catarismo) y heredero de los monarcas visigodos, un auténtico emperador de Hispania, en la línea del neogoticismo leonés. Cuando el Papado y el Imperio pugnaban por el dominio supremo de la Cristiandad, Alfonso anunció su pretensión de no dejarse subordinar. A este respecto, el reproche a Alfonso como el de un intelectual poco ducho en el arte de la política es infundado.
En cierta medida, el Espéculo resultó ser el ensayo de una obra mayor: El Libro de las Leyes o Las Siete Partidas. Se redactó por la misma época, considerando la mayor parte de los investigadores que se concluyó antes de 1265. Las Partidas dan cumplida idea de la magnitud de la autoridad reclamada por don Alfonso como rey. En la primera se ocupaba de la santa fe: un catecismo sumario acompañado del régimen público que debían observar los eclesiásticos, emergiendo el monarca como un verdadero césar cristiano. La segunda no sólo define sintomáticamente a los emperadores y reyes como vicarios de Dios, sino que también aborda la noción de tiranía, los oficiales y la corte real, el concepto de pueblo, el amor del rey a su tierra, y las obligaciones del pueblo, en las que se incluyen los comportamientos de los caballeros. La forma de hacer la justicia es la materia de la tercera, cuestiones de derecho familiar de la cuarta, de derecho mercantil como los empréstitos de la quinta, los delicados testamentos de la sexta, y de la séptima los distintos tipos de enemistades entre las personas: la traición, el reto, el robo o el adulterio. Aquí también aparecen duras consideraciones contra los judíos y contra los herejes, gentes locas que se esforzaban en tergiversar las palabras de Jesús y darle un entendimiento distinto al de los santos padres y al de la Iglesia de Roma. Debían ser denunciados ante los obispos o sus vicarios los herejes predicadores o consolados, ordenando el juez seglar su quema en la hoguera. Bajo el gobierno de Alfonso, los cátaros u otros no prosperarían por los caminos de la Ruta Jacobea. En cierta medida, Las Partidas ya insinuaron la Inquisición real de los Reyes Católicos. También apuntaron una serie de conceptos públicos (como el de pueblo o el de tierra) llamados a tener un gran porvenir en la vida política castellana. La aplicación posterior de Las Siete Partidas, a despecho de los problemas finales del reinado de Alfonso X, da buena medida de su éxito.
El intento de pasar de la potencia al acto: el fecho del Imperio.
Aristóteles, gracias a los buenos oficios de los traductores de Toledo, se convirtió en el maestro de musulmanes, judíos y cristianos del siglo XIII. Antes que Santo Tomás de Aquino comenzara a elaborar su Summa Theologiae, Alfonso X ya era un aristotélico convencido, ensalzándolo como el guía del conquistador Alejandro Magno, modelo de muchos caballeros medievales.
Pronto se le presentó una nueva ocasión de sobresalir como gran monarca. A la muerte del emperador Federico II, su hijo Conrado IV se enfrentó a la oposición de importantes magnates como Guillermo de Holanda y a la excomunión papal. Fallecido de malaria en 1254, el Sacro Imperio se encontró sin cabeza visible reconocida. Entonces, Pisa envió a Alfonso X una embajada en marzo de 1255, ofreciéndole el título de rey de romanos. En la lucha por la hegemonía en la Italia central, se había coaligado con Arezzo, Siena y Pistoia contra Florencia, seguidora de la causa pontificia. Lucca, pese a su posicionamiento imperial, y Génova también eran sus rivales. Estos problemas políticos, más que un comercio más centrado en Cerdeña y Provenza que en la península Ibérica, determinaron el movimiento pisano. Se ha sugerido, por otro lado, que tal embajada se explicaría mejor al solicitar antes los castellanos la asistencia naval de pisanos y marselleses para sus proyectos de conquista africana. Pese a ello, don Alfonso no se limitó a ofrecer franquicias mercantiles a Pisa, sino que también se comprometió a protegerla con una fuerza de quinientos caballeros armados con su tropa de ballesteros, dirigida por su capitán. Secundó la iniciativa de Pisa en septiembre de aquel año la ciudad de Marsella, antes que Carlos de Anjou se convirtiera en conde de Provenza, pensando en emprender una expedición a la disputada Sicilia con ayuda alfonsí.
Hijo de Beatriz de Suabia, hija de Federico I Barbarroja, y también nieto del emperador bizantino Isaac II, Alfonso disponía de buenos lazos familiares para presentar su candidatura a la elección imperial, en manos de los grandes magnates. No es una casualidad que la redacción de Las Partidas cobrara fuerza por estas fechas. Tampoco lo es que quisiera acrecentar sus efectivos navales. A 12 de enero de 1257 otorgó a los señores de navíos armados y de leños cubiertos de Alicante los privilegios de los hidalgos de Toledo, al igual que a los burgueses provistos de corceles y a los ballesteros montados. La fortuna quiso que al día siguiente una parte de los electores se decantara por Alfonso y otra por Ricardo de Cornualles, el hermano de su aliado Enrique III, que pronto se vería con las manos atadas por la rebelión de sus barones. El fuerte pago de 200.000 marcos de plata parecía asegurarle el cetro a 1 de abril.
Sin embargo, una derrotada Pisa se reconcilió ese mismo día con el Papado, que le impondría el emperador que tuviera a bien escoger. La ayuda militar castellana había servido de muy poco. Con unas Cortes escasamente favorables al fecho, don Alfonso no emprendió nunca ningún viaje a tierras imperiales. A 17 de mayo de 1257 Ricardo se proclamó emperador en Aquisgrán, concitando las simpatías del Papa Alejandro IV, temeroso de las posibles aspiraciones italianas de Alfonso X, ya que una Génova interesada en el comercio ibérico y norteafricano terminó secundándolo. En los complicados años siguientes, la causa alfonsí no prosperó. Al morir Ricardo el 2 de abril de 1272, tampoco logró Alfonso su aspiración, pues el 1 de octubre de 1273 fue elegido Rodolfo de Habsburgo, poniendo fin al tiempo del Interregno e iniciando el gobierno de una dinastía llamada a marcar la Historia de Europa.
En la primavera de 1275, el Papa Gregorio X dio portazo definitivo a las pretensiones imperiales alfonsíes en Beaucaire. Siguiendo un estudiado itinerario por los dominios de Jaime I, el monarca castellano también acudió hasta allí para que se le reconocieran al menos sus derechos sobre el ducado de Suabia, sus pretensiones sobre Navarra y conseguir compensaciones económicas en un momento de graves aprietos. En este tercer punto tuvo más éxito que en los otros dos. En Beaucaire no se cambió el parecer del Sumo Pontífice, pero sí que se visibilizó la alianza de don Alfonso con Génova, algo de gran trascendencia para la Historia de Castilla.
Con no poca razón se ha reprochado a Alfonso X que aceptara tomar parte en la carrera por el Imperio, con unos gastos tan elevados que las Cortes de Valladolid de 1258 tuvieron que aprobar el cobro de la moneda doblada para enjugarlos. De haber conseguido su empeño, se hubiera enfrentado a una endiablada situación política en tierras germanas e italianas, una carga más que notable para sus súbditos de Castilla y León, que quizá hubiera anticipado los sufrimientos de las gentes del tiempo de los Austrias. A favor de su actitud en tal empresa puede decirse que no arriesgó una costosa expedición que hubiera podido acabar muy mal, padeciendo el triste sino de un Conradino o de un Carlos de Anjou.
Llevar la Reconquista a África.
Los reyes de León y Castilla llevaban proclamándose desde el siglo XI herederos de los monarcas visigodos de Hispania, con la pretensión de recuperar los territorios perdidos ante los musulmanes. En la invocación de sus derechos, llegaron a incluir la Mauritania Tingitana, y Fernando III acarició la conquista de África tras la de Sevilla en 1248. Por aquellos años, el imperio almohade se encontraba en plena descomposición. A sus derrotas en Al-Ándalus se añadieron las del Norte de África: Ifriqiya se separó en 1230 y en 1245 los Banu Marin (los benimerines) ocuparon Fez. Sostuvieron una dura pugna alrededor de Marraquech con los últimos almohades hasta 1266. La cantiga alfonsí 181 se hizo sintomáticamente eco de la derrota de las tropas del sultán benimerín Abu Yusuf ante aquella ciudad a inicios de 1263, cuando los cristianos residentes allí salieron en batalla bajo el estandarte de Santa María.
En aquella situación, con importantes vasallos musulmanes bajo su férula (como los emires de Murcia, Granada y Niebla), Alfonso X no desdeñó en absoluto emprender el fecho de Allende. En Alicante había recibido las noticias de la entrega del castillo de Tagunt o Ghazauet, cercano a Tremecén, escuchando las peticiones de los hombres buenos de aquella villa para exonerar de ancoraje a los mercaderes que recalaran en su puerto, cosa que hizo a 10 de mayo de 1257, en coincidencia cronológica con sus intentos para alcanzar la corona imperial. Con una fuerza naval acrecentada, don Alfonso podía lograr una gran victoria en África, reforzar su poder en el Mediterráneo y prestigiar su figura como un emperador capaz de conducir a los cristianos a una triunfal Cruzada, en vivo contraste con la emprendida por Luis IX de Francia contra Egipto en 1250.
Alcanatif, rebautizada como Puerto de Santa María, cayó en manos cristianas en 1260. En septiembre de ese mismo año, los castellanos saquearon Salé, acción enfáticamente rememorada en la cantiga 328, pues inicialmente se pensó en tomar Ceuta. Se convocaron Cortes en Sevilla en enero de 1261 para allegar más dinero para la conquista africana, que parecía pretender abarcar las tierras de Ghazauet a Salé. La cantiga 271 evocó con satisfacción la incursión de una nave cristiana que se aventuró por el Umm al-Rabi, el río de Azamor. Todo parecía posible. En el verano de 1261 se inició el asedio de la Niebla musulmana, finalizado en febrero del año siguiente. En septiembre, Cádiz también terminó conquistada por los cristianos. En sus dominios, Alfonso X animaba a los repobladores cristianos a comprar los bienes de los musulmanes residentes, cuyo destino final debía ser la expatriación. El emirato de Granada, que había intentado conquistar Ceuta infructuosamente en 1262, también fue puesto en el punto de mira, coincidiendo posiblemente con la finalización del pacto de vasallaje de 1246 con Castilla. Acabar con lo que restaba de Al-Ándalus formaba parte del mismo movimiento conquistador de Allende.
El punto de inflexión del reinado.
Quizá el momento del reinado de Alfonso X que marcó un antes y un después se situó en 1264-66, cuando los mudéjares desde Jerez hasta el reino de Murcia se alzaron en armas contra su autoridad, con la ayuda de los nazaríes granadinos y de fuerzas norteafricanas. Se temió que el contraataque musulmán pudiera llevarse por delante muchos de los avances de la frontera hispano-cristiana. De la medida del peligro da idea que Jaime I llegara a pensar que también corría riesgo el recién conquistado reino de Valencia. En las Cortes de Zaragoza de 1264, don Jaime intentó convencer a los descontentos nobles aragoneses para que secundaran su intervención a favor de Alfonso de Castilla, uno de los más poderosos hombres del mundo a su entender. Hizo intervenir, según el Llibre dels feits, a un fraile navarro, al que en sueños un enigmático hombre de blancas vestiduras diría:
“Jo són àngel de Nostre Senyor, e dic-te que aquest embarg que és vengut entre los sarraïns e els cristians en Espanya crees per cert que un rei los ha tots a restaurar, e a defendre aquell mal que no venga en Espanya.”
Jaime I reclamó así su preeminencia en Hispania, como su auténtico salvador, coincidiendo con los problemas de Alfonso X, casi los de una segunda pérdida hispana. Entró en tierras del reino de Murcia al frente de su ejército, mientras los castellanos se aplicaban en la Baja Andalucía contra los insurrectos. También invadieron el emirato granadino, donde contaron con la ayuda de los Banu Ashqilula de Málaga. Alfonso III de Portugal prestó igualmente ayuda militar a su suegro. Al final, Muhammad I de Granada se avino a someterse al vasallaje y a pagar tributo al monarca de Castilla. La derrota musulmana implicó la expulsión de la población mudéjar de muchos lugares de la frontera castellana. El desafío parecía estar superado, hasta tal extremo que la cantiga 169 celebraría cómo la misma Virgen Santa deshizo el intento musulmán de apoderarse de su iglesia en la murciana Arrixaca, verdadera promesa de conquista de toda Hispania y de Marruecos, de Ceuta y Arcila.
Sin embargo, la realidad era otra. La marcha de muchas gentes de las zonas afectadas deterioró todavía más la situación económica, cuando las exigencias de dinero se acrecentaron para defender la expuesta frontera. Para atenderla, los nobles consintieron en las Cortes de Burgos de 1269 que se cobraran tributos a sus vasallos, al igual que sobre los ganados trashumantes. Se impusieron los diezmos aduaneros el año anterior, a la par que el malestar político iba subiendo de tono. En las Cortes de 1272 protestaron los airados nobles contra la alcabala, secundados por los representantes de la Iglesia y de las ciudades. En lugares como Alicante se obligó a los caballeros avecindados a participar en los servicios comunes del municipio. La brecha entre rey y reino se acrecentaba, pues era manifiesto el hartazgo de muchos con el autoritarismo real. Las acuñaciones de monedas de valor cada vez menor alimentaron sobremanera al descontento. Entre 1272 y 1273 el infante don Felipe y don Nuño González de Lara acaudillaron una fracasada rebelión, que ahondó más el aborrecimiento de Alfonso X hacia los magnates, falsos y malos naturales cuyo fuero consistía en desheredar al rey y robar la tierra, según expresó a su hijo don Fernando de la Cerda. Un poco posteriormente, en una de sus cantigas profanas, cargaría contra los caballeros villanos temerosos de los benimerines jinetes cenetes.
Frente a una Castilla en crisis interna, Aragón, Portugal y Granada afirmaron sus posiciones. Jaime I se sintió entonces con capacidad para tratar con más confianza a su yerno. Si el fecho del Imperio se fue al traste definitivamente en 1273, el de Allende lo haría en 1275, con la irrupción de los victoriosos benimerines en la Península, terminados de ser derrotados los almohades. La muerte del infante don Fernando el 25 de julio de ese último año agravaría la situación a límites insospechados.
Crónica de un final muy anunciado.
Por de pronto, el fallecimiento del primogénito real abrió un delicado problema sucesorio, el de si el trono debía pasar al segundo hijo don Sancho, según los usos hasta entonces vigentes, o a los hijos de don Fernando de aplicarse los de Las Partidas. Los infantes de la Cerda acabaron disfrutando de la protección del rey de Francia, pues su madre era la princesa doña Blanca (hija de Luis IX), e incluso del Papado, en la órbita francesa. La cuestión se planteó cuando la muerte de Enrique I de Navarra en 1274 había dejado a la joven heredera doña Juana al frente del codiciado reino. La viuda del fallecido monarca escapó con su hija doña Juana a la corte de su primo Felipe III de Francia. Don Felipe tomó por esposa a la muchacha y se enfrentó a sus contrarios navarros, que terminaron apoyándose en Castilla. Mientras las tropas francesas consiguieron llegar a Pamplona y abatir toda resistencia a su causa en 1276, las castellanas no pasaron de Estella.
Paralelamente, el desembarco benimerín había dado alas a la causa musulmana en la Península, y a finales de 1275 prendió en el reino de Valencia una nueva rebelión mudéjar, que alcanzaría hasta 1277. Muhammad II de Granada se encontraba en pie de guerra en la frontera. Un asediado Alfonso X logró que el clero le pagara una tributación especial en las Cortes de Burgos de 1276, desatando las censuras del Papa Nicolás III. Llegó a ser acusado de opresor de la Iglesia en 1279. En vista de los apremios, el rey concertó contratos de arrendamiento de impuestos con los judíos. Tales esfuerzos no fueron coronados por el éxito, ya que en 1279 se tuvo que levantar por falta de dinero el asedio de Algeciras, en el que la armada castellana fue vencida por la de los benimerines.
En una situación política endiablada, un envejecido don Alfonso se propuso convocar nuevas Cortes en 1282 para conseguir fondos de guerra contra Granada y sus aliados, a la par que para compensar a los infantes de la Cerda por la presión de Francia y del Papado. Ante esta exigencia, los Estados se congregaron en Valladolid en abril de aquel año y confiaron los poderes del reino a don Sancho. Se ha sostenido que sin el descontento generalizado del reino, el partido de don Sancho no hubiera tenido el mismo brío.
Estalló la guerra civil en Castilla, donde al comienzo sólo Murcia, Sevilla y Badajoz se pusieron del lado alfonsí. El anciano monarca, que tanto había censurado a los ricos hombres por sus tratos políticos con los musulmanes desde los días de Alfonso VIII, hizo de la necesidad virtud y se alió con los benimerines. Sus incursiones se adentraron profundamente en tierras castellanas. En su testamento del 8 de noviembre de 1283, un dolido don Alfonso lo justificó por la esquiva actitud de su cuñado Pedro III de Aragón, un amigo que no le ayudó y que se excusó con su cruzada a África. Su otro cuñado Eduardo I de Inglaterra también lo dejó en la estacada, no consiguiendo del rey de Francia ni del Papa mejores resultados. El que había pretendido ser emperador acabaría sus días amargado y acusado de tirano por muchos. Sin embargo, antes de morir un sueño cruzaría por su mente, el del fecho de Ultramar.
Ultramar, entre el realismo y el ensueño.
El reinado de Alfonso X había coincidido con el claro declive del poder cruzado en el Próximo Oriente, donde las posiciones francas fueron cayendo una a una sin remedio. Tras derrotar a los temibles mongoles, el mameluco Baibars se alzó con el poder en Egipto en 1260, aplicándose a continuación a combatir a los cruzados. Tartús o Tortosa cayó en sus manos en 1266, cuya resistencia fue evocada en la cantiga 165, y en 1268 Antioquía. No obstante, sus relaciones con Alfonso X fueron hasta cierto punto cautelosamente cordiales. Una embajada suya llegó en 1261 a Sevilla con presentes exóticos. A diferencia de su suegro Jaime I, don Alfonso no respondió a la petición de ayuda del kan mongol de Persia contra Baibars de 1268, y no precisamente por lo mucho que le habían complacido aquellos regalos. Sus prosaicos motivos se los expresó a don Jaime, según recoge el Llibre dels feits:
“E ab ell (Jaume d´Alarig) venien dos tartres, honrats hòmens mas la u era pus honrat e havia major poder. E dixem-ho al rei de Castella, e el rei tenc la cosa per gran, e per esquiva e fort meravellosa, e dix-nos que aquella gent era molt falsa, per què havia temor que, quan nós fòssem lla, que ells no ens complissen aquelles paraules que ens enviaven a dir, per ço com lo feit era molt gran; però que coneixia bé que, si Nostre Senyor nós hi volia guiar, que anc tan bon feit ne tan honrat no féu negun rei; que tota la sancta terra d´Ultramar e el Sepulcre se´n poria guanyar e ell no ens ho podía consellar per nulla res.”
Tal actitud cautelosa, a la vez que comprensiva con la de otros, la observó igualmente cuando en 1271 autorizara a templarios y hospitalarios a embarcar hacia Tierra Santa por Alicante y Cartagena. Así también podía librarse de competidores y de posibles disidentes, sin poner en riesgo su autoridad como le sucediera a Ricardo Corazón de León.
Don Alfonso, con todo, no resultó ser indiferente a la fascinación por Tierra Santa, donde debería ser llevado su corazón al fallecer, según estableció en su último testamento de 21 de enero de 1284. Una mezcla de idealismo y astucia, alrededor de esta cuestión, se encuentra en el anterior testamento del 8 de noviembre de 1283. De morir todos los hijos de don Fernando de la Cerda, la corona de Castilla y León debía de pasar al rey de Francia, considerando que los esforzados españoles y los sosegados franceses serían capaces de cumplir en Ultramar grandes fechos en pro de la Iglesia. Quizá el viejo rey sabio jugara con el espíritu de cruzada de reyes y caballeros franceses, que tan malos resultados les había dado y les daría en los últimos siglos medievales.
El balance de un reinado.
Don Alfonso murió un 4 de abril de 1284, añorando sus triunfales años mozos de infante, cuando lleno de orgullo y energía sometió la Murcia islámica y se encaró con el audaz Jaime I por cuestiones de límites. Quiso, significativamente, que su cuerpo fuera sepultado en Santa María la Real de Murcia, aunque al final terminara en la capilla real de la catedral de Sevilla, su segunda opción.
No fue el único monarca del siglo XIII que concluyó desastrosamente su reinado, ya que Luis IX de Francia y su hijo Felipe III murieron en medio de una campaña ruinosa. Su cuñado Pedro III de Aragón llegó a bordearlo. También otros, como Jaime I de Aragón o Enrique III de Inglaterra, tuvieron que lidiar con una nobleza díscola. Sin embargo, Castilla había emergido como una gran fuerza y Alfonso había alimentado unas expectativas muy altas, que al no cumplirse causaron una deplorable impresión a sus coetáneos y a los que vinieron después de él.
A pesar de los pesares, su reinado marcó una antes y un después en la Historia de Castilla y del resto de los pueblos hispánicos, pues inició una larga etapa histórica (a caballo entre las Edades Media y Moderna) que en verdad concluiría hacia 1640, caracterizada por el cesarismo real y su oposición (carente de un discurso alternativo como en Navarra o Aragón), por las pretensiones hegemónicas de Castilla en la Península y más allá, y por una ingente obra cultural. El legado de Alfonso X distó muchísimo de ser baldío, cumpliéndolo en gran medida un Alfonso XI, una Isabel I o un Felipe II. Sus dificultades también lo fueron de un Fernando IV, un Juan I, un Juan II, un Enrique IV, una Juana I o un Felipe IV, pues las gentes de Castilla y de otros lugares distaron de ser los datos fríos de una cuestión que podía ser dilucidada con raciocinio aristotélico. No siempre está en las manos de Santa María prodigar milagros.
Fuentes.
Las Siete Partidas. Edición de 1807 de la Imprenta Real. En línea.
Llibre dels feits de Jaime I, Barcelona, 1994.
Opúsculos del Rey Sabio: el Espéculo. Edición de 1836 de la Real Academia de la Historia. En línea.
“Una carta y dos testamentos”, Antología de Alfonso X, Madrid, 1986, pp. 221-254.
Algunas obras sobre el reinado.
Antonio Ballesteros, Alfonso X, emperador (electo) de Alemania: discursos leídos ante la Real Academia de la Historia en la recepción pública del señor Don Antonio Ballesteros y Beretta, Madrid, 1918.
Robert I. Burns (compilador), Los mundos de Alfonso el Sabio y Jaime el Conquistador, Valencia, 1990.
Juan Manuel del Estal, Documentos inéditos de Alfonso X el Sabio y del Infante, su hijo don Sancho, Alicante, 1984.
Manuel González Jiménez, Alfonso X el Sabio, 1252-1284, Palencia, 1993.