AL-ÁNDALUS VACÍO Y VACIADO. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

27.08.2023 13:26

               

                A la memoria de don Enrique Díez Sanz, gran historiador del despoblado soriano.

                Hoy en día ha cobrado carta de naturaleza académica, social y política la España vacía y su más reivindicativa versión de la España vaciada, la que responsabiliza a unas políticas y a unos responsables públicos de la despoblación de la mitad del territorio español. El problema tiene hondas raíces, y ya encontramos testimonios de ello en el siglo XVII, en coincidencia con las circunstancias críticas padecidas por varias comarcas de la Corona de Castilla.

                Si retrocedemos más en el tiempo, vemos que los despoblados no fueron una novedad del XVII. Los historiadores de nuestra Edad Media, con Claudio Sánchez-Albornoz a la cabeza, han escrito bastante sobre del desierto de la cuenca del Duero entre los siglos VIII y IX, causado por circunstancias climáticas adversas y la marcha de los descontentos contingentes bereberes, nada satisfechos con el reparto de bienes que les había caído en suerte. Se ha destacado que sirvió para proteger al reino de Asturias de las incursiones militares del emirato de Córdoba, y que tuvo por ello un carácter estratégico. Si Alfonso I trasladó hacia el norte a las comunidades no musulmanas de la cuenca del Duero, Alfonso III impulsaría su repoblación o reordenación demográfica y social, según sus propios cánones.

                En este caso, las comarcas del Duero no han sido llamadas Al-Ándalus vaciado o Hispania vaciada, sino tierra de nadie, a la espera de que algún poder se la apropiara.

                Dentro de Al-Ándalus, las zonas que hoy en día consideraríamos despobladas también existieron. Eran las soledades sin habitantes, distintos de los terrenos agrarios de una comunidad. En el atribulado siglo XI, el alfaquí Abu Ishaq de Elvira las asoció con la presencia de manadas de lobos, peligrosas para los viajeros. Sería una percepción que sería compartida por los pueblos cristianos, que en la castellana Requena de la Baja Edad Media consagrarían al protector contra los lobos San Antonio un espeso carrascal, apto para ser aprovechado por sus vecinos como dispensador de hierbas y maderas y de pasto de los ganados.

                No obstante, Al-Ándalus no pasaba por ser un país carente de población a ojos de muchos. El erudito Al-Himayarí recopiló en el siglo XV una notable cantidad de informaciones de distintas épocas. Su conclusión era muy clara: “Al-Ándalus comprende un número considerable de distritos y regiones agrícolas. En cada uno de estos distritos hay numerosas poblaciones.” El distrito o amal de un núcleo urbano, con su jurisdicción o wilaya, se dividía en regiones agrícolas o ahwaz, los campos. Bajo los almohades se reforzó este sistema de ordenación territorial, que también favoreció la generalización de los husun o castillos, controladores de una serie de aqalim o demarcaciones rurales. Así lo expresó Ibn Sahib al-Salat acerca del califa almohade Abu Yaqub Yusuf, que “tranquilizó las fronteras desiertas, contra los ataques de los cristianos y reconstruyó todos sus muros, y las devolvió al Islam después de que estaban desiertas.”

                    

                Repoblar o fortalecer la población de un territorio era una de las tareas más prestigiosas de los gobernantes andalusíes desde hacía mucho tiempo, al afianzar el Dar al-Islam ante el amenazador Dar al-yihad. En el siglo XII, Ibn al-Kardabus puso en boca del poderoso Al-Mansur estas palabras en sus horas finales:

 “Cuando conquisté las tierras de los cristianos y sus fortalezas las repoblé y avituallé con los medios de subsistencia de cada lugar, y las sujeté con ellas hasta que resultaron favorables completamente. Las uní al país de los musulmanes y fortifiqué poderosamente y fue continua la prosperidad.”

                Tal red de poblamiento opuso no pocas dificultades a los conquistadores hispano-cristianos, y Jaime I afirmó que para coger a los polluelos (los pequeños núcleos de población) se tenía que atrapar primero a la gallina, la urbe principal. Algunas ciudades andalusíes acumularon en la Plena Edad Media una gran cantidad de habitantes. Además, las gentes de las áreas fronterizas con los cristianos (reforzadas a finales del califato) se encontraban preparadas para encajar los golpes enemigos. Las alquerías de Lérida disponían de torres o de refugios subterráneos para seguridad de sus colonos, que se sufragaban con el dinero de los testamentos y de las limosnas

                La solidez y la fragilidad de las defensas andalusíes, con fuertes ciudades y espacios rurales intercalados, fue comprobada por Alfonso I el Batallador en su campaña del 1125-6. Marchó de Zaragoza, ya conquistada, a Granada, pasando por las cercanías de Valencia, Alcira, Denia, Murcia, Vera, Almanzora, Purchena, Baza y Guadix. A su retorno, trajo a grupos mozárabes, pero no rindió ninguna urbe. En el siglo XV, el granadino Ibn al-Jatib escribió con satisfacción:

 “Y a la postre regresó a su patria, donde se vanaglorió de haber derrotado a los musulmanes, de haber recorrido su país de un cabo a otro, y de haber hecho muchos prisioneros y botín. Sin embargo, no había tomado ninguna ciudad amurallada, ni grande ni pequeña, había destruido solamente en el campo las casas que sus habitantes habían dejado abandonadas a su llegada.”

                Los grandes perjudicados de las incursiones militares eran los campesinos, fueran andalusíes o hispano-cristianos, ya que una de las maneras más eficaces de tomar una plaza era rendirla por hambre, asolando sus campos. Para ocasionar mayores daños al adversario y proveerse sobre el terreno, las campañas se emprendían en la primavera y el verano, coincidiendo con la estación del regadío, cuando los andalusíes plantaban el panizo y la alcandia y se cuidaban los olivos. Según la Crónica del emperador Alfonso:

“Los sarracenos (los almorávides en su campaña contra Toledo) fueron después a Azeca (lugar labrado), donde nada lograron, y empezaron a destruir las viñas y los árboles.”

                En el 1172, de Huete a Cuenca, el califa almohade actuó de la misma forma:

“Recorridas cerca de diez millas, hizo alto en un poblado de abundantes cosechas, pero abandonado, y después de apoderarse de cuanto trigo y cebada pudieron llevar, destruyeron el poblado, borraron sus huellas y talaron sus árboles frutales.”

                En su incursión del 1175, las huestes de Ávila se apoderaron al sur de Córdoba de 50.000 ovejas y 200 cabezas de vacuno, además de apresar a 150 musulmanes. Cuando las fuerzas almohades partieron de Córdoba, encontraron el castillo de Patruch desierto, sin un alma, según Ibn Sahib al-Salat.

                El califa almohade asedió Santarem, ya en manos portuguesas, en el 1185. Cortó los árboles de los alrededores, devastó los campos e hizo incursiones en las vecindades.

                Campañas y conquistas desplazaron a muchos andalusíes, que buscaron acogida en otros territorios musulmanes. No pocos lugares de Toledo a Calatrava quedaron vacíos de población islámica en el siglo XII. Ante tales circunstancias, Al-Himyarí recordaba orgullosamente que “después de la derrota sufrida por los musulmanes en las Navas de Tolosa, las tropas cristianas se volvieron contra Úbeda: la población se negaba a evacuar la ciudad, ante el ejemplo de sus vecinos de Baeza, que habían abandonado la suya.”

                En la conquista de la ciudad de Córdoba, los habitantes de los arrabales de Al-Sarquiyya escaparon de sus casas y huyeron al interior de la medina con todo lo que tenían. En los campos de Ruzafa, según Jaime I, se congregaron hasta 50.000 personas en 1238, tras la caída de Valencia. Se les dio salvoconducto hasta Cullera.  

                

                Si la caída en menos cristianas de Zaragoza y Cuenca ocasionó la marcha de gentes que no se convirtieron en mudéjares hacia Valencia y Murcia, la de éstas y la de la Andalucía bética encaminaron también a unos cuantos hacia Granada, el último reducto andalusí. Tierras antes escasamente pobladas o despobladas experimentaron una nueva vida. A veces, los vaivenes eran muy llamativos. Arkus (Arcos de la Frontera), según Al-Himyarí, “ha sido destruida varias veces, después repoblada.” El aniquilado Al-Ándalus vaciado ayudaba a cubrir los vacíos del Al-Ándalus superviviente, a pesar de que impuestos excesivos, enfermedades e inclemencias meteorológicas tuvieran su parte de responsabilidad. En el llamado Código del emir nazarí Yusuf I, datado en la década de 1330, se consignó:

“Los habitantes en despoblado acudirán a la oración de los días festivos saliendo de sus caseríos cuando alumbre el sol, y regresando antes de la noche.”

  “Se prohíbe a todo creyente establecer su morada en tierras ásperas, o en soledades tan apartadas que no le permitan asistir con puntualidad a la mezquita: la población más cercana podrá distar dos leguas.”

  “Para evitar los perjuicios que puedan resultar a la gente agricultora con las anteriores prohibiciones, se edificarán oratorios en las alquerías que tengan doce casas.”

                Las mezquitas, dotadas de bienes propios, eran esenciales en la fijación de población, ya que además de cumplir con sus funciones religiosas también atendían las de cariz educativo, asistencial y de cohesión social. Los andalusíes, al menos desde el siglo XII, habían desarrollado una interesante jurisprudencia al respecto. El cadí de Córdoba Ibn Rusd, abuelo del célebre Averroes, defendió que las gentes de una alquería de doce casas, de un punto indeterminado del Sharq Al-Ándalus (quizá afectado por las acciones del Cid), pudieran rehabilitar su antigua y maltrecha mezquita, y dejar de orar en la del castillo que les había brindado protección durante tiempo, por mucho que albergara treinta casas. Lugar de oración y de residencia, en suma, debían coincidir. No deja de ser significativo que posteriormente, en tiempos de los Reyes Católicos, una iglesia derruida equivaliera a un despoblado.

                

                ¿Se pueden considerar despoblados todos los espacios andalusíes no cultivados? En absoluto. Todas las alquerías disfrutaban de unos territorios comunales o harim, cuyo régimen de aprovechamiento ha sido dilucidado por la respuesta del alfaquí de la de Cortes Muhámmad ibn al-Qutiyya al bachiller Juan Alfonso Serrano, en marzo de 1491. La comunidad musulmana de la alquería disfrutaba de sus terrazgos, dehesas y alcornocales, pero los musulmanes de otras comunidades (como la de Ronda) también podían acceder a su aprovechamiento.

                Los terrenos de montes también podían formar parte de este género de bienes, como indica un pasaje de Al-Himyarí:

“Sobre el territorio de Jaén hay una montaña, cuya población, cuando procede a alguna venta inmobiliaria, estipula que esta venta concierne a un terreno situado en el camino de las nubes; esta montaña se eleva en un lugar donde, efectivamente, siempre hay nubes, cualquiera que sea la dirección del viento. Esta particularidad permite al vendedor pedir un precio muy alto sobre el terreno que cede.”

                En caso de abandono de una alquería por sus habitantes, recordaba Ibn al-Qutiyya su mezquita pasaba a la del lugar poblado más cercano (al hilo de lo argumentado por Ibn Rusd) y sus tierras correspondían al sultán o al majzén, a la autoridad, que disponía de registros como el de la imposición de la sofra o imposición en trabajo de las tierras montaraces (rasmu i-yabala), al menos desde el siglo XII. La escuela jurídica hanifí, con predicamento en Al-Ándalus, reconoció que el majzén ratificaba el vivificar las tierras muertas o mawat (en el sentido de inanimado), donde ya no se escuchaba ni el grito de una persona. Para dar pie a una nueva vida, los sultanes concedían tierras a cambio de ciertos servicios (iqta), como se ve en este formulario del siglo XII:

 “Acta de concesión: El príncipe de los Creyentes –Alá lo sostenga con su ayuda y le conserve la vida con su asistencia- concede a… hijo de… todas las tierras yermas situadas en tal lugar, con los límites citados, con sus derechos, utilidades y dependencias, en plena y auténtica concesión, libre de toda condición, carga u opción. El concesionario… toma posesión con estas condiciones porque el príncipe de los Creyentes ha juzgado bien, de acuerdo con su excelente benevolencia, su admirable juicio y su esfuerzo, de buscar con ello el interés de los musulmanes, de otorgar una concesión a…, citado en este documento, en interés del Islam y de su guerra santa. El concesionario lo recibe dando fe de la disposición adoptada por el príncipe de los Creyentes –Alá lo ayude- como es mencionado en este documento. Dado en el mes de… del año... de la hégira.”

                

            La concesión también se podía hacer a grupos cristianos, como consignó Ibn Sahib al-Salat en su relato de la campaña califal del 1172 por tierras conquenses:

“Hicieron éstos una salida por los sembrados que los cristianos tenían allí (a dos millas de Cuenca, por su montaña occidental) por concesión otorgada por Muhámmad ibn Mardanísh (el famoso Rey Lobo) de usufructuar la tierra de los musulmanes y el convenio con ellos celebrado, por el cual venían obligados a pagar a aquéllos el impuesto territorial correspondiente.”

                Semejantes usos fueron mantenidos por los señores cristianos de algunas comunidades mudéjares, como las del reino de Valencia. En 1328, los musulmanes del valle de Ayora pudieron labrar o hacer labrar las tierras de los almatçems, a cambio del tercio de lo cosechado. Lo mismo se practicó en los terrazgos gilis, carentes de dueño, de Crevillente, donde también los arrendatarios pagaban la tercera parte de lo cosechado entre los siglos XIV y XV.

                Los hispano-cristianos se aprovecharon, pues, de fórmulas islámicas para imponerse. Consciente de ello, Ibn al-Kardabus hizo decir a Al-Mansur:

 “Mas he aquí que yo estoy moribundo y no hay entre mis hijos quien me reemplace; mientras ellos se dan a la diversión, al goce y a la bebida, el enemigo vendrá y encontrará unas regiones pobladas y medios de existencia preparados, entonces se fortalecerá con ellos para asediarlas, y se ayudará, al encontrarse con ellos, para sitiarlas, y seguirá apoderándose de ellas poco a poco, pues las recorrerá rápidamente, hasta que se haga con la mayor parte de esta Península, no quedando en ella sino unas pocas plazas fuertes. Si Dios me hubiese inspirado devastar lo que conquisté y vaciar de habitantes lo que dominé, y yo hubiese puesto entre el país de los musulmanes y el país de los cristianos diez días de marcha por los parajes desolados y desiertos, aunque éstos ansiasen hollarlos, no dejarían de perderse. Como consecuencia, no llegarían al país del Islam sino en jirones, por la cantidad necesaria de provisiones de ruta y la dificultad del objetivo.”

                La consulta a Muhámmad ibn al-Qutiyya iba en el mismo sentido, el de aprovecharse de los conocimientos y de los medios legales de los musulmanes. La justicia y la jurisdicción del término de una alquería abandonada iban a parar a su comprador. Si alguien no denunciara en diez años una coacción, sólo podía exigirse al nuevo amo un simple juramento. La asunción por los poderes hispano-cristianos de la autoridad del majzén facilitó el quebrantamiento de las comunidades islámicas que habían negociado su entrega a aquéllos, conservando su fe, sus usos y sus bienes (la pleitesía distinta a la capitulación tras una conquista que obligaba a marchar). La carta de población de Requena (1257) puso el alcázar, las casas de la villa y las heredades del majzén a disposición de los nuevos pobladores cristianos, que también pudieron comprar los bienes de los musulmanes que desearan vender, cada uno de los treinta caballeros por valor de 150 maravedíes, cada uno de los treinta caballeros villanos por 100 y cada peón por 50. En Lorca, se adoptaron similares medidas, pues desde 1254 Alfonso X había favorecido las compras y las donaciones de terrazgos en el reino de Murcia y en la Andalucía bética.

                    

                En 1264 estalló la insurrección mudéjar, favorecida por el emir de Granada. Tras no pocos problemas, Jaime I de Aragón intervino en Murcia a favor de su yerno, pues temía que el levantamiento se extendiera al reino de Valencia. Tras su entrada en la ciudad de Murcia (1266), dio a unos 30.000 musulmanes, según Bernat Desclot, salvoconducto para marchar a Granada, pero a dos jornadas los aguardaba su hijo el infante don Pedro con fuerzas almogávares. Así describió la acción Ibn Idari: “los traicionaron a todos en el camino, en el lugar conocido como Warcal (Huercal-Overa), robaron los cristianos a las mujeres y los niños, y mataron a todos los hombres después de sacarlos por capitulación y sin armas, disponiendo de ellos como quisieron con las espadas y las lanzas.”

                Antes de la insurrección se contaban hasta ocho grandes aljamas mudéjares en el reino de Jaén, quince en el de Córdoba y veinte en el de Sevilla, pero después sólo sobrevivieron las principales de Córdoba, Sevilla y Écija junto a unas pocas de menor entidad. En 1304, durante la tregua castellano-granadina, se consignó que los musulmanes “son ydos a tierra de moros pieça de los moros que y moravan en Córdoba”. El abandono también afectó a muchas tierras murcianas, aunque en el reino de Valencia los mudéjares aguantaron mejor.

                Tales áreas despobladas formaron parte del legado andalusí tomado por la Hispania cristiana. Las tierras de las alquerías nutrieron los nuevos bienes de propios de muchos concejos, con un sentido social distinto. Las de Cortes, antes accesibles a todo musulmán, se arrendaron en beneficio de unos pocos. Con mucha población a sustituir y no pocas extensiones que tentaron la codicia de los poderosos locales, los hispano-cristianos se vieron enfrentados a la amarga realidad del despoblado, en parte fruto del Al-Ándalus vaciado.

                Para saber más.

                Al-Himyarí, Kitab ar-Rawd al-Mitar. Edición de María Pilar Maestro, Valencia, 1965.

                Pere Balañà, L´Islam a Catalunya (segles VIII-XII), Barcelona, 1997.

                Maria Teresa Ferrer, La frontera amb l´Islam en el segle XIV. Cristians i sarraïns al País Valencià, Barcelona, 1988.

                Víctor Manuel Galán, “¿Qué guardó el almazén de Requena?”, Oleana, 27, 2013, pp. 35-56.

                Manuel González e Isabel Montes, “Los mudéjares andaluces (siglos XIII-XV). Aproximación al estado de la cuestión y propuesta de un modelo teórico”, Revista d´història Medieval, 12, 2001-2, pp. 47-78.

                Enric Guinot, Cartes de poblament medievals valencianes, Valencia, 1991.

                Ibn al-Kardabus, Historia de Al-Ándalus. Edición de Felipe Maillo, Madrid, 2008.

                Pedro López Elum, “Crevillent: 1399-1414”. Datos de su demografía y economía”, Saitabi, 41, 1991, pp. 231-241.

                Antonio Peláez, Dinamismo social en el reino nazarí (1454-1501): de la Granada islámica a la Granada mudéjar, Granada, 2006.

                Juan Francisco Rivera, “Reconquista y pobladores del antiguo reino de Toledo”, Anales toledanos, 1, 1967, pp. 1-56.

                Juan Torres, “Los mudéjares murcianos en el siglo XIII”, Murgetana, XVII, 1961, pp. 57-90.

                Carmen Trillo, Agua, tierra y hombres en Al-Andalus. La dimensión agrícola del mundo nazarí, Motril, 2004.