ABSOLUTISMO VERSUS LIBERALISMO. Por Víctor Manuel Galán Tendero.
Un monarca muy poco grato.
Posiblemente, uno de las mayores decepciones de la Historia de España sea el rey Fernando VII, que en 1814 fue aclamado como el Deseado y a su muerte en 1833 considerado por muchos el rey felón, por su traición continuada a todos los que depositaron su confianza en él, fueran absolutistas o liberales. Antes de destituir a un ministro de improviso, se mostraba con él particularmente amable el día anterior.
De principios absolutistas, siempre priorizó por encima de todo el no perder el poder. Contrajo matrimonio cuatro veces y en lo personal se mostró amigo de la achispada vida nocturna de Madrid y de hacerse acompañar de tipos patibularios en sus correrías. Con todo, pudo sortear las distintas situaciones políticas de su reinado, sin acabar como un Luis XVI.
Es, casi seguramente, el peor monarca de la Europa de la Restauración (1815-1848) y de la Historia de España, que ya es decir mucho. Galdós, posteriormente en uno de sus Episodios nacionales, imaginó su fusilamiento en Cádiz. A diferencia de Godoy o José I, la historiografía reciente no ha alterado en lo sustancial su mala imagen.
Fernando VII apoya un golpe de Estado.
A su entrada en España en marzo de 1814, el rey no hizo caso del itinerario indicado por las Cortes y prestó oídos en Valencia a una propuesta de varios diputados absolutistas, el Manifiesto de los Persas, en el que se pedía la supresión de la Constitución de 1812 y de paso la convocatoria de unas Cortes a la usanza del Antiguo Régimen.
El liberalismo contaba con enemigos entre parte del clero y de la nobleza, descontentos con los decretos de las Cortes de Cádiz. Todavía no había calado del todo entre los grupos populares, que a veces seguían el parecer de algunos aristócratas. En el ejército la situación también era difícil. A los militares liberales, que habían ascendido gracias a los méritos de guerra, se oponían los absolutistas, partidarios de preservar las distinciones honoríficas del Antiguo Régimen.
El capitán general de Valencia y comandante del segundo ejército, el general Elío, era un absolutista convencido. Había tenido roces en 1813 con las autoridades liberales de Requena por el abastecimiento de sus tropas, que fueron derrotadas en el llano del Rebollar al retirarse los napoleónicos. En la ciudad de Valencia contaba con la complicidad de muchos nobles, antes afrancesados por conveniencia, deseosos de recuperar sus derechos señoriales. El 17 de abril de 1814, Elío puso sus tropas a disposición de Fernando VII, que así dijo recuperar sus derechos como rey. A este golpe de Estado en el que un militar expresa su opinión política en contra de la ley establecida se le ha llamado pronunciamiento. Fue el primero de la España contemporánea.
En el recibimiento popular a Fernando VII en Valencia, algunos desengancharon los caballos de su carroza y se pusieron a tirar de la misma al grito de ¡Vivan las cadenas!, todo un lema del absolutismo con pretendida base entre los humildes. El 4 de mayo de 1814, el rey declaró nulos los decretos y la Constitución de Cádiz. Las Cortes fueron disueltas el 11 de mayo y se inició una dura persecución contra los liberales, llamados por los absolutistas injuriosamente los negros posteriormente.
Un imperio quebrantado.
La España de 1814 ya no era la de 1788, a la muerte de Carlos III, pues los desastres de la guerra habían sido numerosos. Murieron 250.000 de los casi once millones de habitantes de la España peninsular por batalla, hambre o enfermedad. Cerca de 15.000 afrancesados, como el padre del escritor Mariano José de Larra, marcharon al exilio. Se había destruido bastante patrimonio material y saqueado la riqueza artística de España. La recaudación de impuestos bajó en un 25% y la deuda del Estado español aumentó en la misma proporción.
En estos momentos se sintió pesadamente la clara bajada de los caudales llegados de América, donde los movimientos independentistas habían prosperado desde 1810. En Buenos Aires, Chile, Venezuela y el centro de Nueva Granada (la actual Colombia), los independentistas lograron tomar el control, lo que no les evitó más de una derrota inicial. En Perú se mantuvo la autoridad española por temor a una gran insurrección amerindia que amenazara el poder criollo. También Cuba permaneció de momento al margen del independentismo por miedo a una rebelión de los esclavos negros, al modo de Haití. Las luchas entre razas y castas estuvieron en el corazón de la emancipación hispanoamericana, en la que los criollos lucharon para sustituir a los peninsulares en el gobierno de sus territorios y proseguir mandando sobre mestizos, mulatos, negros y amerindios. En México, el inicio de la guerra de la independencia vino marcado por una sangrienta rebelión amerindia, sin perdonar a muchos blancos fuera cual fuera su origen, y que atemorizó a los criollos, cuyo conservadurismo se acentuó.
Los gobiernos de Fernando VII, necesitados de dinero, pensaron que podían recuperar el dominio americano y en 1815 enviaron hacia Venezuela un ejército de 15.000 soldados al mando del general Morillo. Gran Bretaña alentaba, de forma más o menos indirecta, a los independentistas, al desear sustituir a España en el goce de las riquezas hispanoamericanas. Los jóvenes Estados Unidos también albergaban propósitos expansionistas frente al declinante imperio español (Florida, golfo de México e interior de Norteamérica).
La decisiva contribución de España en la guerra contra Napoleón no le aseguró en el Congreso de Viena (septiembre de 1814-junio de 1815) el buen trato del resto de las potencias vencedoras. El incompetente enviado de Fernando VII, Pedro Gómez Labrador, no consiguió ninguna ayuda para recuperar posiciones en América. Los británicos lo frustraron y promovieron el equilibrio continental entre Austria, una engrandecida Prusia, una readmitida Francia y una temida Rusia para dominar con mayor libertad el comercio y los asuntos ultramarinos. La absolutista Rusia del zar Alejandro I se acercaría entonces diplomáticamente a España, más que nunca necesitada de reformas urgentes.
El retorno del absolutismo.
Entre 1814 y comienzos de 1820 se volvió a imponer el sistema del Antiguo Régimen, haciendo tabla rasa de todas las reformas liberales. Se llegó a restablecer la Inquisición y los jesuitas (expulsados bajo el reformismo de Carlos III) retornaron a España. En este absolutismo se acentuó la alianza entre el Trono y el Altar o poder eclesiástico.
Fernando VII contó con ministros como Pedro Cevallos, familiar de Godoy que había intervenido en la redacción del Estatuto de Bayona, de ideas claramente conservadoras. En su círculo más íntimo, la camarilla, se rodeó de individuos como el esportillero Antonio Ugarte o el aguador Pedro Collado “Chamorro”, desatando las iras de los perseguidos liberales contra el rey majo o chulo al estilo de la época.
En las filas del ejército el descontento cundía, pues a la difusión del liberalismo se unía la acuciante falta de medios. En 1815 los soldados de paso por Requena tuvieron que procurarse calzado por sus propios medios, cogiéndoles las alpargatas a los campesinos de Los Pedrones. Las conspiraciones contra el rey absoluto se sucedieron: la de Espoz y Mina en 1814, la de Díaz Porlier en 1815 y la de Lacy en 1817. Fracasaron, pero la planeada en el ejército encargado de atacar Buenos Aires tuvo éxito finalmente a comienzos de 1820.
El pronunciamiento de Riego.
En 1819 se reunió un ejército en Andalucía para afirmar el poder español en América, comenzando por Buenos Aires. Para el traslado, se compraron barcos rusos, cuya madera se pudrió al llegar más tarde a aguas más meridionales. La nefasta operación fue denunciada como un chanchullo que beneficiaba al embajador ruso y a sus amigos españoles. En la espera a embarcarse, los soldados padecieron hambre y fiebres. Varios oficiales liberales intentaron sacar provecho de la situación sin resultados y al final quien se pronunció o sublevó fue el teniente coronel Rafael de Riego, que el 1 de enero de 1820 proclamó la Constitución de 1812 en las Cabezas de San Juan (Sevilla).
Durante semanas, recorrió Andalucía, sin éxitos ni fracasos. Sus fuerzas iban deshaciéndose en el camino por las deserciones, pero en marzo de 1820 estallaron insurrecciones liberales en Galicia y el Palacio Real de Madrid fue rodeado por bastante gente. Asustado, Fernando VII reconoció el 10 de marzo la Constitución de 1812 con las palabras “Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional”.
El Trienio Liberal.
En julio de 1820 volvieron a reunirse las Cortes, con una mayoría de liberales moderados (doceañistas) que fueron frenando las iniciativas de los más radicales (veinteañistas). Las fuerzas de Riego, el Ejército de la Isla, fueron disueltas y él mismo destituido del mando. En Madrid, se protestó en el teatro cantando el Trágala perro, canción dirigida contra el rey que había sido obligado a jurar la Constitución. Riego fue acusado falsamente de republicanismo, pero su popularidad era tan grande que fue nombrado capitán general de Aragón.
Se volvieron a tomar medidas desamortizadoras, a abolir la Inquisición y los sucesos españoles tuvieron una gran repercusión en el resto de Europa, dominada por el absolutismo. En julio de 1820 los liberales de Nápoles se levantaron y en agosto los de Portugal. La España liberal aparecía como un faro revolucionario y su Constitución como un modelo a adoptar. Bajo la inspiración del zar Alejandro I se formó en noviembre la Santa Alianza, la del entendimiento entre las potencias absolutistas cristianas contra la revolución.
Fernando VII se mostraba contrariado y en su discurso de apertura de Cortes del 1 de marzo de 1821, el de la coletilla, criticó abiertamente a sus ministros liberales. Los liberales más radicales o exaltados, como Romero Alpuente (al que se llamó el Robespierre español), formaron sociedades secretas al modo de las logias masónicas, como la de los Comuneros, en honor de los vencidos oponentes castellanos al autoritarismo de Carlos V en 1520-1521. Se reunieron en cafés como La Fontana de Oro de Madrid para leer los periódicos y comentar la actualidad política, congregando no poco público. Muchos se alistaron con gusto en la Milicia Nacional, la fuerza ciudadana encargada de velar por el orden constitucional.
La marcha de los sucesos en España no gustó a los conservadores mexicanos, que en 1821 apoyaron la independencia, ofreciéndole la corona del Imperio de México a Fernando VII, que no la aceptó. La aplicación de la Constitución de 1812 tampoco sirvió para atraer a otros independentistas hispanoamericanos, claros partidarios de la separación y de formar sus propios Estados.
En las elecciones de marzo de 1822 lograron mayoría los exaltados y Riego presidió las nuevas Cortes. El rey animó un golpe de Estado del 6 al 7 de julio de 1822, en el que tomó parte la Guardia Real, y que fue derrotado por los milicianos y el regimiento de caballería de Alcántara en la plaza Mayor de Madrid. Al conocer el resultado, el propio Fernando animó a la persecución de los mismos guardias desde el Palacio de Oriente.
Las Cortes estuvieron dominadas por los radicales y algunos moderados y la embajada de Francia trataron de convencer a Fernando VII en que alentara una reforma de la Constitución, introduciendo una segunda cámara elitista (la del Senado), para cortapisar las iniciativas de la cámara elegida por la ciudadanía. La idea no triunfó entonces, pero no cayó en saco roto y se aplicaría en futuras Constituciones.
Mientras tanto, la aplicación de las medidas desamortizadoras había hecho cundir el descontento entre el clero contra el liberalismo, compartido por grupos de pequeños y medianos campesinos reacios a pagar el impuesto de la única contribución, cuando la bajada de precios recortaba sus beneficios. Asociaron sus problemas con la política liberal y algunos se unieron a guerrillas o partidas absolutistas, a veces dirigidas por tipos carismáticos, con fama de bandidos generosos, como Jaime el Barbudo, que campó entre Orihuela y Murcia, destruyendo las placas de la Constitución de las localidades donde irrumpía. En Cataluña, las fuerzas absolutistas pusieron en pie en agosto de 1822 la Regencia de Urgel, con miembros como el arzobispo de Tarragona, que volvieron a anunciar la convocatoria de unas Cortes estamentales bajo el rey absoluto, al modo del Manifiesto de los Persas. Sus fuerzas, comandadas por Francisco Espoz y Mina, fueron batidas por los liberales.
La invasión de los Cien Mil Hijos de San Luis.
La marcha de España inquietaba a Rusia y Francia, donde se habían descubierto grupos de militares admiradores del liberalismo de la Constitución de 1812. La Santa Alianza, supuestamente en el Congreso de Verona de 1822, decidió que fuerzas francesas repusieran en su absolutismo a Fernando VII, al que le hubiera gustado más una intervención militar rusa, mal vista por Gran Bretaña, que asesoró el ataque francés a través del mismo Wellington.
El brote de fiebre amarilla que afectó a Barcelona, procedente de Cuba, desde 1821, dio la excusa perfecta para que los franceses desplegaran sus fuerzas a lo largo de la frontera con la excusa de establecer un cordón sanitario. El 23 de enero de 1823, Luis XVIII de Francia anunció la invasión, dirigida por el duque de Angulema, que se produjo a partir del 7 de abril.
El ataque tenía un claro aire de revancha por la derrota de la guerra de la Independencia, pero esta vez los franceses pagaron escrupulosamente sus suministros y tuvieron la colaboración de parte del paisanaje español, que se mostró más feroz con los liberales que los propios soldados franceses, dispuestos a respetar escrupulosamente a los que se rendían.
Los ejércitos liberales no opusieron una resistencia eficaz. El rey fue obligado a seguir al gobierno liberal hasta Sevilla y Cádiz, donde se llegó considerar incapacitarlo por locura. En septiembre de 1823 Cádiz fue tomada y las condiciones para los liberales que capitularan, anunciadas en Andújar por el duque de Angulema el 8 de agosto, no fueron cumplidas por los absolutistas más recalcitrantes, como el mismo Fernando VII. En vano, Luis XVIII le recomendó prudencia y hasta 1828 hubo guarniciones francesas en Cádiz, San Sebastián o Barcelona, pagadas con fondos españoles. Muchos liberales marcharon al exilio de Gran Bretaña, a través de Gibraltar, y en la Europa de la Restauración se temió que la cerrazón de Fernando VII y sus absolutistas más acérrimos provocaran una nueva revolución que conmocionara Europa.
El rey pretendió que las tropas francesas pasaran a América a restablecer su autoridad, pero Gran Bretaña se opuso con claridad, secundada eficazmente por los Estados Unidos, que emitieron la Declaración Monroe de América para los americanos. Las campañas de Bolívar y San Martín (los libertadores) habían aniquilado el poder colonial español en el continente americano y en 1824 la batalla de Ayacucho le puso fin definitivo en Perú. De su enorme imperio de otros tiempos, España solo conservaba Cuba, Puerto Rico y Filipinas, fundamentalmente.
La Década Ominosa.
La represión contra los liberales fue bastante dura entonces, lo que ha merecido el calificativo de ominosa para la década que va de 1823 a 1833. Cayeron figuras como Riego y héroes de la guerra de la Independencia como El Empecinado por sus ideas. Las capas populares también fueron alcanzadas por la represión, perturbadas incluso en días de mona de Pascua en el Alicante liberal. Con fama de tal, Requena sufrió la estrecha tutela de su ayuntamiento. Incluso se llegaron a prohibir sus procesiones de Semana Santa por las calles con los penitentes cubiertos.
Se formó una milicia absolutista, la de los Voluntarios Realistas, que a medio plazo resultó molesta para las autoridades por sus pretensiones e insolencias. Algunos autores han hablado de la existencia de una sociedad secreta ultra-absolutista, la del Ángel Exterminador, que estaría detrás de las actuaciones de las Juntas de Fe o tribunales antiliberales, que ordenaron la muerte a garrote vil de personas como el maestro Cayetano Antonio Ripoll, en Valencia, por no enseñar debidamente los preceptos católicos. Con todo, Fernando VII no restableció la Inquisición, creando una gran contrariedad entre los más exaltados partidarios del Antiguo Régimen.
Entre marzo y septiembre de 1827 se alzaron, especialmente en Cataluña, partidas ultra-absolutistas, que ya se habían fijado en el hermano de Fernando VII, Carlos María Isidro, como el rey que España necesitaba a su criterio. Fue la llamada guerra de los Agraviados o Malcontents, un claro precedente de las futuras guerras carlistas.
Su oposición y la ruina de la hacienda española obligaron a Fernando VII a apoyarse en individuos de cierto reformismo, como antiguos afrancesados. El ejército fue depurado por sus simpatías liberales y sus oficiales sometidos a la disciplina del trono. El pronunciamiento del liberal general Torrijos en la Málaga de 1831, al calor del triunfo de la revolución en Francia y Bélgica el año anterior, fue un fracaso, pero se convirtió en un símbolo del liberalismo heroico, con mártires como Mariana Pineda. A esta represión contra distintos partidos se conoció como la de palo a la burra blanca (ultra-absolutistas), palo a la burra negra (liberales).
El final del reinado de Fernando VII.
Las relaciones entre Fernando y su hermano Carlos eran tensas. Al casarse con su cuarta esposa, María Cristina de Borbón, hizo pública la Pragmática Sanción de 1789, que abolía la ley sálica que impedía a las mujeres acceder al trono. Esta ley, contraria al derecho público castellano, se había adoptado bajo Felipe V para evitar el retorno de los Austrias al cetro español.
El nacimiento de la princesa Isabel justificó con creces toda esta actividad. Los seguidores de don Carlos (dirigidos por Tadeo Calomarde) intentaron cambiar la voluntad del rey enfermo durante los sucesos de la Granja del verano de 1832. El rey llegó a anular la Pragmática y poco después volvió a restablecerla. En uno de los rifirrafes cortesanos, María Cristina llegó a abofetear a Calomarde, que respondió con “Manos blancas no ofenden”. El 29 de septiembre de 1833 murió Fernando VII, dejando una España dividida y necesitada de reformas en profundidad.
Para saber más.
Manuel Ardit, Revolución liberal y revuelta campesina, Barcelona, 1977.
Miguel Artola, Los orígenes de la España Contemporánea, 2 volúmenes, Madrid, 2000.
Irene Castells, La utopía insurreccional del liberalismo: Torrijos y las conspiraciones liberales de la década ominosa, Barcelona, 1989.
Josep Fontana, La quiebra de la monarquía absoluta (1814-1820), Barcelona, 2002.
Alberto Gil Novales, El Trienio Liberal, Madrid, 1989.
Vicente Llorens, Liberales y románticos: una emigración española en Inglaterra (1823-1834), Madrid, 2006.
Antoni Moliner, Revolución burguesa y movimiento juntero en España. La acción de las juntas a través de la correspondencia diplomática y consular francesa, 1808-1868, Lérida, 1997.