¿UN DÍA DE FURIA?
El cine, el séptimo arte, tiene el don de ser a veces profético. Es cierto que muchas películas, algunas soberbias, han hecho pronósticos que a día de hoy no se han cumplido. De momento no avizoramos a ningún arrodillado Charlton Heston ante una mutilada Estatua de la Libertad. Con más realismo plantearon en 1993 su terrible historia el guionista Ebbe Roe Smith y el director Joel Schumacher en Un día de furia.
Un tipo normal y corriente se encuentra de buena mañana atrapado en un atasco en Los Ángeles. Su aspecto es pulcro y tras sus gafas parece esconderse una personalidad tímida. Es uno de tantos trabajadores de cuello duro de blanca camisa de una ciudad de nuestro tiempo. Las obras interminables lo cercan, como a demasiados conductores, y el calor sube. No aguanta más. Abandona su automóvil en medio del atasco y decide marchar a su casa con su maletita. Es un Ulises del que reniega una exhausta Penélope y distanciado de su Telémaco, con una Ítaca que solo existe en su mente, el que emprende una odisea que es más un dantesco descenso a los infiernos por unas calles marcadas por la corrupción municipal, la delincuencia, los guetos y el egoísmo de unos pocos. Sus reacciones cada vez son más extremas, más violentas, más propias del profeta armado que del Quijote, capaz de despertar la chispa de un sanchopancesco policía constreñido por un drama familiar.
Michael Douglas interpreta al airado ciudadano de a pie y al policía Robert Duvall. Ponen el rostro de un descontento humano por desgracia hoy en día candente en los países occidentales.
En 1993 la caída del Muro estaba reciente y no todos contemplaron con optimismo el mundo posterior al fin de la Guerra Fría. La expansión económica suavizó el saturnino estado de muchos. La globalización eclosionó, ofreciendo grandes posibilidades de intercomunicación. Sin embargo, las clases medias de los países occidentales vieron segada la hierba bajo sus pies, las inmigraciones añadieron complejidad a sus sociedades y el futuro del Estado del Bienestar se antojaba incierto.
En los comienzos de diciembre de 2018 el descontento ha cundido en Francia, donde el complejo movimiento de los chalecos amarillos ha adquirido unas notables dimensiones, con sonadas expresiones de violencia callejera. A cien años del final de la Gran Guerra, los ciudadanos comunes vuelven a reclamar su lugar bajo el sol. Hace unos días todo estaba aparentemente calmado en nuestro vecino del Norte. Quizá muchos se encontraban como Michael Douglas en su coche en medio del atasco, a punto de estallar a la más mínima. Su historia nos debería hacer reflexionar sobre la posibilidad real de días furiosos en nuestras comunidades y de sus consecuencias nefastas.
Antonio Parra García.